De nuevo jueves, y como el jueves anterior y como aquel otro de la reunión en el café Goya, hubo en la casa familiar, para comer, lentejas. Me sorprendió que siendo ella quien las adquiría por paquetes en el supermercado del barrio, las limpiaba después bajo el chorro del grifo y finalmente las ponía a guisar en una vieja olla a la que de continuo se le escapaba el vapor por una fisura de la tapa, dijera no haberse percatado nunca de aquella costumbre semanal. Le conté que don Quijote solía comerlas los viernes y ella, persona que jamás leyó un libro, sin barruntar la broma me preguntó muy seria si ese señor era mi jefe de oficina. ¿De oficina? Ni que me hubiese confundido con mi hermana, pensé. Al atardecer preparó exactamente la misma cena que la víspera. Lo negaba, y aún siguió abroquelada en su tozudez después que le mostráramos unos restos que ella misma había colocado la noche anterior en la nevera. Andando el tiempo, el padre habría de acordarse muchas veces de aquella repentina pérdida de memoria, que siempre tomó por indicio de que en la cabeza de su mujer ya se estaba preparando el fatal cortocircuito. Yo le referí, por si servía de algo, aquellos extraños sucesos al médico que al día siguiente, 1 de junio, llamó por teléfono para notificar el fallecimiento de doña Juana Echeverría, mi madre.
A menos que, cosa rara, mi hermana Petra se presentase a comer, la provisión de lentejas duraba por lo general hasta el mediodía del viernes. Pero ya no era lo mismo. Veinticuatro horas de reposo habían transformado las lentejas en una masa apelmazada que, con el recalentamiento, adquiría un desagradable sabor agridulce. A pesar de que a la madre no solían faltarle recursos de cocinera veterana para aligerar dentro de lo posible aquella pasta repelente, agregándole un chorrillo de leche o de agua, el resultado, cualquiera que fuese, desmerecía, y a menudo el padre y yo matábamos el hambre a escondidas, rapiñando galletas o royendo el pan seco de la alacena. De ordinario las sobras iban a parar al balde de la cherrijana, llamada así por estar su nauseabundo contenido destinado a la manutención de una piara de cinco o seis cerdos que un antiguo vecino nuestro de Illarra-Berri guardaba en una chabola. La mudanza de barrio no nos hizo perder aquel hábito doméstico. La única diferencia estribaba en que ahora la caminata hasta la chabola con el balde o una bolsa maloliente duraba quince minutos, mientras que cuando niño sólo había que descender a la calle, doblar la esquina de la casona y subir diecisiete peldaños excavados en la tierra de un declive. Yo hacía el recorrido a toda mecha y con el segundero de mi relojito de la primera comunión medía el tiempo que me costaba llegar. Abrigaba la ilusión de bajar alguna vez del minuto; pero siempre me quedaba a cinco o seis segundos de la marca soñada. Por fin una tarde, en que la cherrijana pesaba poco y no escurría, lo conseguí: cincuenta y nueve segundos. Fue, sin exageración, uno de los más grandes triunfos de mi vida, si no el mayor.
Tras llamar con los nudillos a la puerta chapeada, yo aguardaba jadeante, pletórico de vitalidad infantil, la aparición del hombre de los cerdos; su nariz violácea, su chaqueta rotosa, llena de mugre, y las manos enormes y rojizas que me entregaban, en pago por los restos, una almorzada de cerezas, dos o tres onzas de chocolate o cualquier otra golosina. El hombre vaciaba el balde en la pocilga, me lo devolvía y yo echaba a correr hacia la casa. Rara vez entablábamos conversación. Recuerdo que una tarde me dejó ir sin darme nada. Aquella imprevista avaricia me indignó, y para que viera reflejada en mi cara la maldad que conmigo cometía, descendí lentamente los escalones de tierra, volviéndome de continuo hacia él. El porquero permaneció inmóvil en el umbral de su chabola, con la mirada abatida, mirándose al parecer la punta de las alpargatas, y no me llamó. Durante un mes, por despecho, anduve esparciendo la cherrijana por el monte, y en horas en que sabía que el porquero estaba trabajando en la fábrica, me llegaba a la chabola por la parte trasera y a través de un ventanuco sin vidrios me dedicaba a apalear a los cerdos. Al fin me reconcilié con él y a partir de entonces, en lugar de agradecerme los desperdicios con chucherías, me invitó a fumar, pues decía, señalándome el bozo, que yo ya era demasiado grande para caramelos. Más tarde, cuando supo que mi familia tenía previsto instalarse en la casas nuevas de Zapatari, además del cigarrillo empezó a ofrecerme su petaca y me incitaba a beborrotear tragos de su coñá quemajoso, extraído de una garrafa inmunda, revestida de polvo y telarañas, que guardaba en una oquedad próxima al rincón de los cerdos. Le hacía gracia que a menudo, a causa del raspamiento del bebistrajo, se me alterase el gesto. Beber a morro de donde él bebía me daba un asco indecible; pero temeroso de que dejara de tenerme por hombre, no me atrevía a rechazar su ofrecimiento. Si le saltaba con una excusa o me advertía reacio a llevarme la petaca a la boca, descolgaba la azada del gancho, y amenazando de broma con hundirme el cotillo roñoso en la cabeza, me obligaba a beber, al tiempo que en su peculiar lenguaje medio vasco, medio castellano, se ponía a alabar el coñá y decía cosas como que lo tenía puesto a refrescar «ande el choco los cherris pues pa que le entre la solera». Yo me mondaba de risa, porque el viejo en verdad tenía mucha gracia. Poco a poco fui acostumbrándome a su aliento dulzón de borrachingas, a la aspereza del coñá y al calor y fetidez asfixiante dentro de la chabola. El cigarrillo y los sorbos a la petaca se convirtieron finalmente en un rito de adolescencia, que hizo durante años gustoso el encargo de llevar la cherrijana. Yo, en vida de la madre, siempre bebí y fumé a escondidas.
El último jueves de mayo el padre regresó de la fábrica, como de costumbre, poco antes de las tres. Al entrar dio un resoplido, su saludo de los días en que llegaba muy cansado. Luego hincó el paraguas chorreante entre la vajilla sin lavar hacinada dentro de la fregadera. La madre le reconvino. Él, impasible, se sopló una gota de lluvia pendiente de la punta de la nariz y con gran esfuerzo logró soltarse los zapatos. No estaba yo en la cocina para verlo; pero sé que fue así, que siempre era así. A esa hora sólo quedaba él por comer. Se dejó servir en silencio, inapetente, apático, deseoso de siesta. Un instante que la madre se ausentó de la cocina y se quedó él a solas ante el plato rebosante, le oí refunfuñar:
—Estoy de lentejas hasta los huevos.
Como cada día fui a cogerle el periódico antes que lo hubiera apoyado en el porrón, pues sabía que en ese caso no me lo habría de ceder de ningún modo. Llegué tarde. Tenía el periódico desplegado sobre las piernas, abierto por la página de sus queridas crónicas de pelota.
—Venga, jefe, que ya sé que lo has leído —le dije, y para no darle ocasión de negarlo, le señalé varias manchas de aceite en el papel, delatoras de una lectura durante el almuerzo matinal en la fábrica.
Como si no se diera cuenta de que le había cogido el periódico, siguió mirándose un momento a las piernas, y mientras yo salía de la cocina le oí de nuevo rezongar.
—Rediós, cómo queman las putas lentejas.
Aquella tarde, dos semanas después de la reunión en el Goya, tumbado sobre el viejo sofá verde de mi cuarto leí, en la sección de Cartas al Director del periódico, este escrito que desde entonces ha figurado en la primera página de mi colección particular de documentos:
HUELGA DE SURREALISTAS
Después de tantos siglos de silencio anaranjado, entendemos que ha llegado la hora de fustigar a la sociedad con nuestros mensajes antiestéticos. ¡Oh luna, oh ángeles suicidas, oh mariposas inflamadas! Una vez más La Placa está de parte de la locura. Donostiarras, si todavía no habéis asesinado a vuestra madre, si todavía no le habéis destrozado el cráneo a hachazos, sin más objeto que el cultivo de setas venenosas en sus desechos sanguinolentos, entonces ya todo es inútil, no hay remedio, mejor seguid haciendo calceta a la sombra de las trincheras, porque lo que es a nosotros no nos vais a entender ni por el forro. La Placa no piensa ir detrás de nadie recogiendo sus lágrimas con una palita. Culturalmente hablando, esta ciudad es un redil de gilipollas.
Los plaqueños estamos en contra de la indecisión de los mosquitos pusilánimes que no se atreven a picar en el bocio del alcalde. Estamos igualmente en contra de la existencia del universo, al que consideramos una ordinariez, una chapuza, una españolada; pero también nos oponemos a la inexistencia del universo, aunque sobre esta bagatela hay serias discrepancias en el grupo. Estamos por supuesto en contra del realismo, y de la generación del 27, y de las mujeres cuyo pubis espinoso pincha y raspa, y de los carceleros de la poesía, y de todos los carceleros, y del número 4371, y de las letras p, n y v, y de los calvos veloces, y del yogur de pus, y del día de descanso semanal en los bares, y de los derechos y deberes de los ciudadanos, y de las banderas, y de los estúpidos que se agarran como lapas a las banderas. Nosotros los filibusteros de La Placa estamos sobre todo, por mucho que disimulemos, en contra de La Placa. Porque La Placa es una caca. Esa es la verdad. No hay razón para seguir ocultándolo. La Placa es al arte lo que un forúnculo al cuerpo de una diosa. Estamos en vísperas del gran día del terror estético.
Odiennos, se lo suplicamos. Si es preciso nos pondremos de rodillas ante sus ataúdes de ustedes, chuparemos despacito las ruedas delanteras de sus automóviles, nos arrancaremos los dientes de cuajo y los enviaremos por carta a cualquier dirección indicada previamente por sus secretarias tuberculosas de ustedes. Pero, por favor, no olviden comenzar el día odiando el pezón del que mana un ácido calostro, ya que nosotros los plaqueños vamos a hacer todo lo posible por convertirnos en ese pezón. Persígannos, póngannos a asar en la parrilla. Estamos riquísimos. ¿No se dan cuenta de lo ricos que estamos?
El grupo La Placa ha roto aguas. Vive. Por eso protestamos desde las páginas de este periódico honorable, hacemos huelga, nos prosternamos ante el bidón de la basura, mientras a la entrada del cine Victoria Eugenia espolvoreamos esporas de setas sobre las carnes en descomposición de los caídos por la patria. Cualquier día de éstos va a suceder algo gordo en el cementerio de Polloe. Ustedes pueden estar seguros de que sus tumbas serán rajadas a machetazos y de que besaremos en la boca de sus hijas muertas.
La Placa
Fundadores:
Genaro Zaldúa
Josu Ruiz
El Pulcro
Izaskun Ayestarán
Marrajo de Puente la Reina
Beltza el Blancuzco
Soneto Martínez
No sé cuántas veces leí aquella carta del periódico, tumbado en mi trono verde de felpa raída. Al principio me acometió un grandísimo resentimiento, pensando que mi nombre también merecía constar en la lista de firmantes. No obstante, con cada lectura se fue atemperando el sinsabor que arrastraba desde hacía dos semanas, luego que no se hubieran cumplido mis esperanzas de ingresar en el recién creado grupo surrealista, y al fin hube de reconocer la admiración y asombro que aquel escrito me infundía. No menos que la audacia de su contenido, nueva en la prensa local de aquellos años negros, me impresionó que al consejo de redacción de La Voz de España, y en particular a su director, a quien supuestamente iba dirigida la carta, se les hubiese colado por el tamiz selector semejante pedrusco. Era un día lluvioso y triste como la tarde de aquella reunión que no me había deparado nada positivo. Qué lastima, decía entre mí cada vez que emprendía una nueva lectura de la carta. Pensé que a lo mejor no habían sido tan ciegos los responsables del periódico al aprobar su publicación. A diario se oía decir que después de cuatro décadas de sojuzgación, por fin gozábamos de un régimen democrático; se fomentaba la permisividad en nombre de la tolerancia; cundía la sensación de que éramos libres. Además, la inclusión de aquella carta en la página de las dirigidas al director eximía al periódico de cualquier responsabilidad frente a la ley. Con el tiempo, dicho sea de antemano, esa circunstancia contribuiría no poco a la popularidad de La Placa, cuyos comunicados habrían de hacerse pronto habituales en los periódicos de la ciudad.
Oyendo la lluvia azotar los vidrios de la ventana, me puse melancólico. Qué lástima, me decía, de seguro que un porvenir rico en acontecimientos, anécdotas, triunfos, aclamaciones y todo lo deseable que a un artista le quepa imaginar, aguarda a los privilegiados que oportunamente han conseguido montarse en ese carro en marcha llamado La Placa. De sobra conocía yo la procedencia de tal nombre. Y por entender que era apelativo deliberadamente tosco y como de burla, me parecía que ni pintiparado para los que de esa manera se hacían llamar ahora en público. Me recordó, desde luego, al chaval de rostro picoso, el incidente de la Coca-Cola, la rechifla a raíz de aquel verso del que había tomado su nombre el grupo, la torpe tentativa de marcharse sin pagar, y al fin, aunque triste en lo más hondo de mi persona, no pude menos de echarme a reír a solas en mi cuarto.
—Estás como una cabra —rezongó la madre al otro lado del tabique.
Y lo peor y lo que me causaba mayor reconcomio era que la halconera de las gafitas, la tal Izaskun, la del «Sueño al pie de una cuna en llamas», o como quiera que se llamara el horrendo poemote, hubiese sido admitida en el grupo. A sus atractivos, desvergüenza y perfume se debía sin duda su éxito. Otros méritos literarios no se le habían visto. Aunque, para decir la verdad, ¿de qué me valía a mí pensar aquello? ¿Acaso tenía ella la culpa de que yo me hubiese mostrado durante el transcurso de la reunión tan cauto, tan silencioso y, a qué negarlo, tan cobarde? ¿Podría reprocharle que yo no fuera, como ella, una muchacha linda y seductora? Qué lástima, pero qué lástima, me decía una y otra vez, mirando el cielo gris por la ventana. Maldita timidez que me sanguijuelea el coraje y es como una brecha por donde se le escapa al cuerpo la alegría de vivir. El deseo de castigarme me indujo a imaginar el destino que apetecí y no se había cumplido. Aceptado como miembro de La Placa, en pensamiento me vi colaborando en la redacción de la carta para el periódico. Mientras leía en voz alta unas frases de mi cosecha, por el rabillo del ojo me era dado advertir la unánime aprobación de mis amigos. Unos celebraban la musicalidad de mi estilo, otros mi hondura intelectual; había quienes confesaban no saber si admiraban más aquélla o ésta; finalmente, Genaro Zaldúa pronunciaba un discurso elogioso en latín. Esta última pirueta mental resultó una pifia. De manos a boca me acordé del temible examen previsto para el día siguiente. Por la mañana la madre había ido a la capilla de mi antiguo colegio a encenderle una vela a Santa Rita. Lo mismo pensaba hacer al día siguiente. Tal era su costumbre: sobornar a la patrona de los imposibles para que me soplase las respuestas correctas en el curso de los exámenes. Fechas atrás, durante uno de los descansos matinales entre clase y clase, el catoniano jesuita y Checho Aizpurua fueron vistos juntos al fondo de la cantina universitaria. Que si rajaban latinajos, que si el gordo tomaba notas en una agenda, que si sabía las preguntas del examen. Aizpurua, parapetado en su habitual pachorra, ni desmentía ni confirmó; pero tanta tabarra le dábamos que al fin hubo de venirse a partido y subió al estrado para hablar.
—Puedo aconsejar y aconsejo —dijo— especial atención a Salustio, De coniuratione Catilinae, XV-XVI, y ojo por si las avispas a LII-LIV.
No le creí y a mediodía me las apañé para coincidir con él en el autobús. Me confesó que su conversación con Stupor Mundi en la cantina había versado sobre bersolarismo y que no tenía la menor idea de lo que iba a entrar en el examen. En cuanto a la mención a Salustio, había sido una simple estratagema ideada con el fin de eludir el asedio de los pelmas. Dicho lo cual, tuvo antojo de que le hablara nuevamente de la tertulia surrealista en el café Goya, y me pidió que le contase peripecias sobre las que ya le había puesto en autos otro día. Comprendí que no me tomaba en serio y le espeté:
—Creo que tu poema no gustó.