Le concedieron la palabra a un joven que, puesto de pie, se presentó como acompañante de la chica que estaba sentada a su costado. Enseguida se dio cuenta de la inoportunidad de la revelación. Con visible nerviosismo trató de subsanar el desliz. El resultado fue otra confidencia tan a contrapelo como la primera. Los versos que se disponía a leer no eran suyos, sino de su amiga; a él la poesía no le interesaba. Me dije: éste se ha extraviado en un laberinto de palabras y no encuentra la manera de callar. Suponiendo seguramente que al manifestar su falta de interés por el género podía haber disgustado a la concurrencia, formada en su mayor parte por poetas, y sobre todo a la persona que le había confiado unos poemas para que los leyera en público, sintió que debía matizar su aserto, o cuando menos mostrarlo franco de segundas intenciones. Con ese fin, a lo que parece, declaró de sopetón que su amiga era muy vergonzosa. La indiscreción, no hace falta decirlo, desató una lluvia de miradas sobre el semblante ruborizado de la muchacha. Supimos que ésta, temerosa de comparecer sola en la reunión, le había pedido a él que la acompañase. A este punto comenzó la pobre chica a darle tirones de la chaqueta, hasta que logró atraer su atención y que interrumpiese aquel preámbulo tan prolijo como torpe. Le hizo entonces una mueca incomprensible, pero en cualquier caso reprobatoria, que el chaval, en su turbación, no supo por lo visto interpretar. Acto seguido entablaron un ping-pong de susurros con trazas de disputa. Vi a Josu Ruiz poner los ojos en blanco y poco después a Genaro taparse con la mano un gesto con que pedía al Pulcro Matallana que no hablase. Eso me bastó para comprender que tenían juerga entre ellos a costa de los dos pardillos y que por tal motivo ninguno quería inmiscuirse en sus pleitos y cuchicheos. Convencido de que en los tres o cuatro minutos siguientes no habría de suceder gran cosa, determiné acudir en socorro de mi cuerpo, que desde hacía rato no cesaba de demandarme solución a cierto apuro que no preciso detallar; y así, tan discretamente como me fue posible abandoné la mesa y durante breve tiempo permanecí ausente de la reunión.
A mi regreso, la tímida y su acompañante habían salido del café. Aún pude verlos fugazmente a través de la luna de cristal. Andaban por la acera con cara demudada, gesticulando y cañoneándose uno a otro, a gritos inaudibles desde dentro del local, algo parecido a insultos y reproches. Las sillas que a su marcha habían quedado vacantes eran ocupadas ahora por otros contertulios que hasta entonces habían permanecido, por así decir, relegados a una segunda fila. Con todo, el cambio más notable se había producido por la parte de mi rincón, donde Izaskun Ayestarán y su particular proveedor de cigarrillos habían intercambiado los asientos, de suerte que él se hallaba ahora sentado en el contiguo al mío y la muchacha al lado de Josu Ruiz. Su mandarina estaba comiéndola el Pulcro Matallana; el cual, así me vio llegar, se volvió a escupirme una pipa, con la que me atinó en el pecho. Juzgué oportuno dirigirle una sonrisa congraciante para que no notara el incorregible payasete la antipatía que me inspiraba.
Genaro Zaldúa tenía entonces pendencia con un joven engreído, de gafas verdeoscuras, que fumaba en pipa. Era pintor y acababa de obtener un premio en un certamen provincial, según atestiguaba una noticia del periódico que a petición suya los concurrentes iban pasándose de mano en mano. Me vio llegar del retrete e interrumpió la disputa que sostenía con Genaro para pedir a los contertulios que no olvidaran entregarme a mí también el recorte. Pensé: a éste también se lo van a cepillar. Y así ocurrió.
—Me cago en la leche puta —vociferaba Genaro, rojo de excitación—. Esto no es surrealista.
El otro no daba su brazo a torcer, y sin sacarse la cachimba de la boca, señalando su dibujo a lápiz replicaba:
—Es surrealista.
—¡Qué tío más zopenco!
—¿Zopenco yo, que acabo de ganar el concurso de artistas noveles de Guipúzcoa? ¡Venga ya!
—Vamos por partes. Se ve aquí medio muro.
—Nada de medio muro. Un muro semiderruido. Simboliza la connatural fragilidad de…
Genaro le atajó.
—De mi abuela. No me cortes, ¿quieres? Se ve un muro, un árbol seco y una luna ahuevada, eso es todo. ¿Te importaría explicarme dónde cojones está el surrealismo en este dibujo?
—En la conjunción de las partes, en el clima gráfico y si me apuras hasta en el trazo. Este paisaje encarna un estado onírico. Que tu mollera no lo perciba es lo de menos. Y además mi luna no está ahuevada, para que te enteres.
Genaro solicitó a la concurrencia una moneda de cinco duros. Se la dieron y la puso encima de la hoja.
—¿Qué te había dicho? Compruébalo con tus propias gafas. ¿Es o no es defectuosa esta luna?
—No lo es.
—Aj, tío, ve a la calle a vender cupones de la ONCE.
—Mi luna no es la luna de la realidad.
—Porque no has sabido dibujarla, aunque seguro que te has pasado una o dos horas intentándolo.
—Pijadas.
Y de nuevo retornaban al punto inicial de la discusión.
—Esto no es surrealista.
—Es surrealista.
Hasta que el Pulcro Matallana se entremetió con mortífero sarcasmo.
—Que alcen la mano —dijo— los que crean que la porquería del de la pipa es surrealista.
Bastaron esas palabras para conseguir de golpe lo que no había podido Genaro Zaldúa por medio de su prolongada y virulenta discusión: acabar con la resistencia del pintor. El cual, a tiempo de plegar la carpeta y levantarse de la silla para marcharse, dijo con ostensible altanería:
—Se ve que lo vuestro es puramente simiesco.
El Pulcro tiró a degüello.
—Mejor ser un mono que un hijoputa con gafas verdes.
Llegó minutos después aquel momento que yo tanto temía. Me dije, por darme ánimo: todo saldrá más o menos bien con tal que no mires a los ojos de Genaro. Las burlas o las malas críticas se me figuraba que habían de ser como pelillos ligeramente urticantes en comparación con los chorros de ácido sulfúrico que a las veces arrojaban las pupilas de aquel antiguo compañero de niñez. Oí que me nombraban.
—A ver, que lea ahora ése del rincón.
No sé quién, ni si de buen o mal talante, me indicó que, al igual que los otros que me habían precedido, debía efectuar mi lectura de pie. Mientras me levantaba de la silla, con precipitación que hubiera querido evitar a toda costa, se me ocurrió un truco para hacer por un instante invisible mi sonrojo. Y fue que a la manera de pulpos y calamares, que en situaciones de peligro vierten tinta a fin de ocultarse, exhalé suavemente una bocanada de humo, densa y a propósito para que flotase el mayor tiempo posible delante de mi cara. De sobra sabía yo que en un segundo no se vence una turbación, ni aunque fuera la mitad de grande que aquella mía; pero pensé que quizá me sería dado mitigarla reuniendo en esa pizca de tiempo alguna fuerza, algún brío de los que dicen llevamos en nosotros sin saberlo. No sucedió tal cosa; antes bien, sentí que los intestinos se me desasosegaban y que una mano imaginaria de acero me apretaba la garganta. Me tomó en esto un pavor lavativa, cuya pujanza rigurosa arrancó de mí, por donde es de uso, un suspiro ventral, por suerte silencioso, por desgracia líquido, que me llenó la cara de vergüenza y el calzoncillo de lo que no es decoroso que se miente. Preví la escena que sin duda iba a producirse: el jolgorio descomunal, la tempestad de escarnios, las manos en las narices y yo allí, de pie, corrido, tieso como una estatua cagada no precisamente por palomas. Me sorprendió que el mal augurio no se cumpliese. En vano busqué con la mirada algún ceño fruncido, algún conato de risa, alguna mueca ostensiva de rechazo, de repugnancia o de menosprecio en el apacible círculo de semblantes. Me escuchaban con atención comedida. La calma, que persistió después que yo hubiese anunciado el título de mi poema, supuso un gran consuelo para mí y la demostración de que me había librado de uno de los mayores ridículos de mi vida; pero no sirvió para serenarme, porque precisamente aquella calma me llevó a pensar que los presentes esperaban algo de mí, que lo esperaban además todos juntos y que yo, por supuesto, no iba a estar a la altura de las circunstancias. La voz me obedecía e incluso remitió el calor que me abrasaba el rostro. En cambio mis manos, como si ya no me pertenecieran, temblaban y se entrecogían como pinzas de cangrejos en combate, de tal suerte que la arrugada servilleta de papel donde tenía escrito el poemilla se me cayó de pronto al suelo. Habría podido atraparla de un veloz zarpazo; pero no me atreví, y como a fin de cuentas me sabía los cuatro versos de memoria, determiné quedarme inmóvil. Josu Ruiz me saltó con una cuchufleta:
—Advierto a vuesa merced que se le acaba de despeñar la literatura.
Vio tras esto que mi vecino de silla se apresuraba a restituirme el papel caído, y añadió:
—¡Ah, y además os hacéis servir por un lacayo!
No le agradó a Izaskun Ayestarán que la mofa salpicase al muchacho con quien había venido a la tertulia, y por eso y quizá por que no recibiera aquél un nuevo agravio después del que le había hecho ella dejándolo por otro, le propinó sin disimulo un codazo a Josu Ruiz. El golpe disuadió a éste de llevar la burla tan lejos como recelo que planeaba. Con todo, no calló de inmediato, sino que advirtiendo que en otras partes de la mesa suscitaba sonrisas su verba arcaica, agregó con la misma sorna que hasta entonces esta o muy parecida coletilla.
—En fin, leed lo que queráis, que aunque no sea bueno, como ya se nota que sois hombre de categoría, os lo sabremos elogiar.
Al punto comencé yo a leer los versos y me fue bastante bien hasta llegar a aquel repecho de eses que rezaba: «desencadenarse en su saliva», donde me trabuqué. Patente el yerro, rompieron todos a reír. No supe amoscarme, aunque lo deseaba. Mi turbación era demasiado grande para ello. Ni siquiera me atreví a levantar los ojos del papel. Como si tal cosa, continué con la lectura. ¿Que el ruido no permitía oír mi voz? Mejor que mejor. Yo no estaba dispuesto a prolongar un segundo el mal trago ni ellos, al parecer, a perderse una nueva ocasión de alborozarse, conque enseguida se callaron. Apenas hube terminado, me formuló Josu Ruiz una objeción.
—¿Por qué trescientos cofres —dijo— y no cuatrocientos veinticinco o novecientos cincuenta y seis?
La pregunta me hizo el efecto de un alfilerazo. Aquel individuo, que a lo mejor no pensaba más que en lucirse delante de su nueva amiga, arremetía sin saberlo contra lo poco de «Tufo a violetas» fraguado en mi magín. Esta circunstancia me trajo a la memoria el singular ataque a los lectores de Julio Cortázar durante la intervención radiofónica de tiempo atrás. Me dije: si no fuera porque no crees en sortilegios ni milagros, pensarías que estos tipos disponen de algún poder sobrenatural. Sin verte, saben a qué autor estás leyendo; sin conocer tu estilo, descubren el retoque que introdujiste en un poema ajeno que, por lo demás, tampoco conocían. ¿Casualidades? ¿O acaso las arrugas de tu frente, sin que te des cuenta de ello, adoptan la forma de palabras que, reunidas en frases, revelan tus secretos, ponen tu intimidad al alcance de cualquiera que llega y te mira a la cara? Pensando sin orden todo esto en cosa de dos o tres segundos, que fue el tiempo que me tomé para corresponder a la pregunta maliciosa de Josu Ruiz, se me olvidó que mientras estuviera centrada en mí la atención de la concurrencia, por nada del mundo debía fijar mis ojos en los de Genaro Zaldúa. Pero cometí el descuido y perdí en un instante, como Orfeo a Eurídice, mi última provisión de entereza. Alcé los hombros por toda contestación, pues sabía que mientras aquellas dos pupilas negras, escrutadoras, me estuvieran apuntando, cualquier tentativa mía por pronunciar unas palabras acabaría en penoso balbuceo. Pensé con amargura que la gloria no se hizo para moscas ni para gente como yo, predestinada desde el nacimiento a padecer con conciencia minuciosa su insoportable insignificancia. Ya había dicho entre mí adiós a mi porvenir de gran artista, cuando me lo restituyó de sopetón un inesperado golpe de suerte.
—Pues yo creo —terció, dando una graciosa sacudida a su cola de caballo, Izaskun Ayestarán— que el poema del flaco es magnífico.
La desmedida alabanza me habría halagado mucho más si me la hubiese dirigido alguno de los tres gerifaltes organizadores de la reunión; pero bien se echaba de ver que no cabía esperar de su parte mayor elogio que estarse todos ellos callados, y como fue precisamente eso lo que sucedió al término de mi lectura, quedé contento. Era notorio para entonces el ascendiente que habían empezado a ejercer los encantos femeniles de Izaskun Ayestarán sobre su achispado galán. Al amparo de valedor tan importante, ella podía por lo visto arrogarse el derecho de soltar ponderaciones tan gruesas como aquella con que se le había antojado favorecerme, y que aparte constituir el primer juicio no destructivo ni malévolo de la tarde, me ayudó a salir indemne del enorme aprieto en que me hallaba. Ninguno rebatió ni respaldó la loa. Vi que Genaro Zaldúa, en el otro extremo de la mesa, agarraba precipitadamente unos papeles y se ponía a ojearlos. El Pulcro se rascaba el pecho a través de un desgarrón del pijama, mientras Josu Ruiz, con labios ligeramente sonrientes y un fulgor de vidrio en los ojos, tomaba un trago largo de coñá. Sentarme de nuevo fue para mí como llegar sano y salvo al final de un campo de minas. Muy cerca había estado de recibir alguna afrenta; pero a la postre la fortuna y la intercesión benefactora de aquella muchacha parlanchina me permitieron salir no muy mal del trance. Ni por un momento se me ocultó que su alabanza era prestada. Minutos después se presentó la ocasión de devolvérsela. Resbaladizo acababa de recitar su verso memorable que desencadenó un jolgorio de padre y muy señor mío. Salió entretanto el moco, la risas se renovaron; pero al fin volvió la calma y le llegó a Izaskun Ayestarán el tumo de leer su escrito. Ya es mala folla, me dije, tener que intervenir justo después de semejante zaragata. Y no es que sintiera yo pena de la chica; pero sí una suerte de simpatía que resultó determinante a la hora de elegir el encomio con que tenía previsto agradecer el suyo de un rato antes. Se puso ella de pie y sus ojillos nerviosos escudriñaron una tras otra las caras de todos los presentes. Estrujó el cigarrillo a medio consumir dentro del cenicero abarrotado de colillas. Las suyas podían distinguirse con facilidad, por la marca morada del pintalabios en los filtros. Tenía una oreja franca de pendiente y en la otra llevaba uno rematado en un lorito de plata con ojos azules, que oscilaba graciosamente cuando ella dijo:
—Al primero que se ría me lo cargo.
Recitó a continuación, con voz monótona, un largo poema cuyo título rezaba «Sueño al pie de una cuna en llamas» o algo muy parecido. Era en verdad malísimo y ñoño hasta decir basta. Dos rayos henchidos de desprecio me fulminaron desde el fondo de la mesa cuando, con no poco azoramiento, sentencié:
—Excelente.
Una mosca se había posado sobre la montañita de las peladuras. Se frotaba las dos patas anteriores a manera de hombre glotón que hiciese lo propio con las manos a la vista de un manjar apetitoso. El Pulcro le tiró un manotazo con el fin de atraparla; pero tan rápido que la mosca no tuvo tiempo de acudir al puño. Quizá, más sagaz que su atacante, dejó adrede pasar la zarpa de largo. Después alzó tranquilamente el vuelo, y poniendo rumbo hacia la parte donde menos humo había, cruzó por delante de los ojos de Genaro, que no cesaban de mirarme con fijeza.
—Flaco —me dijo Izaskun Ayestarán—, recuerda que te debo un beso.
Transcurrido un rato, tomó el Pulcro la palabra para poner por obra una de sus ocurrencias maliciosas, que fue fingirse el que no era y pedir con voz encogida permiso para presentarse. Se levantó de su asiento, extrajo un papel de una carpeta imaginaria, e imitando los ademanes y titubeos de los que habíamos intervenido anteriormente, dijo:
—Me llamo Sardino Aguado, hermano del célebre Pulcro, que en paz descanse. Dios creó a mis lectores a su imagen y semejanza. Esta es mi lírica: la placa de la Paca da matraca.
Se celebró la chufla y hubo risas y sonrisas. Incluso a Resbaladizo pareció complacerle que el desastrado malandrín parodiara su verso. Se sumó de pronto Izaskun a la broma, diciendo:
—La placa no me aplaca si es de alpaca.
La tertulia se animó, se alegraron los semblantes. Por fin era posible, alrededor de aquella mesa, reír sin reírse de nadie. Josu Ruiz levantó su puro humeante, a modo de antorcha, por encima de la cabeza y dijo:
—La placa saca caca de esta estaca.
Placa por aquí, placa por allá, discurrieron tres o cuatro minutos y aún seguían los tres salmodiando con mucha risa su rosario de disparates.
—En un lugar de la placa, de cuyo nombre no quiero acordarme…
—Miré los muros de la placa mía…
—Entonces dijo dios: «Haya placa», y hubo placa.
Hasta que Genaro, con mal disimulada severidad, les cortó.
—Ustedes los implacables parece que no se han dado cuenta —dijo, al par que señalaba a un chaval sentado junto al Pulcro— que queda ese tío por presentar una muestra de sus obras.
No se le pudo al aludido ceder en peor momento la palabra. Su gesto de sorpresa al verse repentinamente interpelado y los ademanes corteses con que se apresuró a manifestar que no era su propósito interrumpir a los tres bromistas, no impidieron que éstos en sus adentros le achacasen la culpa de que su diversión se terminase. Y así, aún no había despegado los labios cuando se volvió hacia él el Pulcro Matallana y con desdén y claras intenciones de ofenderlo le preguntó qué demonios se proponía recitar y si era tan malo como de su jeta y figura cabía colegir. El chaval aguantó impertérrito la afrenta. Luego, en un tono sosegado y varonil, replicó que nada suyo pensaba ofrecernos, pues aunque era muy aficionado a la literatura, no se dedicaba a escribir y, por tanto, difícilmente podrían causar fastidio a nadie unas obras que no existían. Consideraba que su deseo de conocer a personas que compartieran con él el gusto por los libros justificaba su presencia en la cafetería. Y encarándose de pronto con el Pulcro, añadió:
—Lo que yo no sabía antes de venir aquí es que en la cara y pintas de los escritores se trasluzca el valor de sus obras. A las mías no podrás ponerles tacha, puesto que, como acabo de decir, no me he tomado nunca la molestia de escribirlas. Ahora bien, si, como afirmas, es posible juzgar el talento de las personas a partir de su fisonomía y vestimenta, tendrás que aceptar que en vista de tu aspecto desaseado, tus liendres y tus harapos, sea cual fuere el arte que practiques, ha de ser por fuerza una puta mierda.
Se arredró el Pulcro al percibir los aguijones intelectuales de su aplomado oponente. Como en demanda de refuerzos, se le vio consultar con la mirada a sus amigos. En vista de que ninguno intercedía en su favor, optó por un repliegue estratégico y en silencio, como se pudo ver después, aguardó una ocasión propicia para resarcirse. El chaval, entretanto, continuó su exhibición de sosiego y elocuencia, y declaró su propósito de leer uno o dos poemas de un libro que a ese efecto había traído a la reunión. No bien lo hubo sacado de un bolsillo de su chaqueta, lo reconocí por las pastas de color granate y al punto me fue dado evocar multitud de versos sabidos al dedillo, inolvidables metáforas, el pandero de Preciosa, las voces fúnebres junto al Guadalquivir, la luna en la fragua, barandas, olivos y otros elementos de aquel universo lírico y dramático en el que yo gustaba tanto escarbar entonces a la busca de imágenes y de estímulos verbales para mi fogosa poesía juvenil. El libro atrajo de inmediato la curiosidad de los asistentes.
—A ver, a ver, enseña la portada.
Era, como yo ya sabía, el Romancero gitano, de Federico García Lorca. Apenas se hubo enterado de qué libro se trataba, bruscamente se lo arrebató el Pulcro a su dueño y sin más ni más comenzó a arrancarle las hojas y a rasgarlo. El chaval no se inmutó; aunque en su rostro se vislumbraba una sombra de estupefacción. Intervino Josu Ruiz con aire sentencioso:
—Colega, esto es lo último que podríamos soportar aquí.
Acto seguido emprendió Genaro Zaldúa una violenta diatriba contra Lorca, a quien, con patente desprecio, llamaba García a secas. Afirmó, entre otras cosas, que era «el poeta más fusilado del mundo» y lo tildó de hombre vacuo, populachero y cascabelero. De esta guisa lo puso a parir durante varios minutos, con exaltación que alechuzaba sus ojos y le bañó la frente en sudor. Por fin, tras un rudo manotazo al borde de la mesa, concluyó:
—García es la Coca-Cola de la literatura española. Ligero, azucarado, lleno y lleno de aire, de nada. Benditos sean los eructos aliviadores de la cargazón que originan sus versitos y tonadillas. Escuchad, ni García ni la guerra de marras que nos libró de él nos interesan.
El Pulcro Matallana terció con socarronería, remedando el acaloro de su compañero:
—Nosotros, surrealistas, sentimos asco por la literatura.
Se encaró con él entonces Izaskun Ayestarán, preguntándole con qué fin, si tal era su parecer, habían convocado la reunión. El pilluelo respondió sin vacilar:
—Esta reunión forma parte de una estrategia para destruir el arte.
Dicho lo cual, el muchacho que había querido leer algún poema de Lorca tomó unos cuantos jirones de su libro, y echándolos a volar, dijo como para sí que a él le gustaban la literatura y el arte, y se marchó tranquilamente del café.