9

Tenía yo por entonces una noción bastante novelesca de los hombres misteriosos, extraída, según creo, de las muchas narraciones de aventuras que solía leer. Examinaba de refilón los ademanes de Josu Ruiz, fijándome asimismo en sus palabras, y aunque no le hallaba a él por ninguna parte afinidad con esos personajes insólitos que pueblan algunos libros de Stevenson, de London o de Melville, me formé la idea de que era un individuo próximo al enigma. ¿A qué enigma? Continuamente, hablando conmigo mismo, me formulaba la pregunta, sin conseguir en ningún momento explicarme por qué un joven que hacía cosas normales, al menos en apariencia, y decía otras por el estilo, me producía tamaña extrañeza y acaso también una vaga inquietud. Presentía algo, pero no sabía qué, y era tal la fuerza de mi presentimiento que cuando por fin presencié el prodigio no estuve seguro de si ocurría realmente o si se trataba de una argucia maquinada por mi cerebro para aliviarse de su propia confusión. Fue que luego de haber pagado Josu Ruiz su cuenta junto a la barra y mientras regresaba en busca de la pelliza y de la chica que había conquistado en el transcurso de la reunión, se me figuró por un instante ver en torno a su cabeza una a modo de aureola azul, muy tenue, que enseguida se disipó. Aunque no dudé en atribuir la momentánea visión al efecto obnubilador de los malos humos de mi tagarnina, todos mis esfuerzos por encontrarle una explicación racional no hicieron sino reforzar la sospecha de que aquel muchacho a ratos silencioso, a ratos locuaz, llevaba adosada a su persona la sombra de alguna clase de misterio.

Tenía a la muchacha cogida por la cintura y la teba del puro entre los dientes cuando se despidió. Por el lustre de sus ojos supuse que estaba borracho. Se pavoneaba y pensé: he ahí el hombre que pasaba por debajo de la nube el día que llovió la gota de ventura. Le preguntó el Pulcro Matallana, como con perplejidad de polluelo desamparado, por qué se iba y adónde y si pensaba volver; a lo que Josu Ruiz no quiso contestar sino arrojándole suavemente una larga bocanada de humo al rostro. Desde su posición al otro extremo de la mesa, Genaro Zaldúa lo escrutaba con ceño adusto. No era tal vez su enojo por demás si se considera que ausente Josu Ruiz e incapaz por lo visto el Pulcro de hacer cosa seria en público, se quedaba él solo al cargo de la tertulia. La repentina marcha de su compañero presentaba además todos los indicios de una escapatoria veloz hasta el pajar más próximo. Pasó éste a su lado con leve contoneo, con una especie de oscilación que atribuí a sus ganas de lucirse, y poniéndole una mano sobre el hombro, le dijo:

—Por la noche te llamaré.

Pero fueron en balde sus palabras, pues al momento de pronunciarlas, Genaro, para darle sin duda a entender que no quería oírlas, desvió ostensiblemente la mirada hacia la pared. Fue entonces, me acuerdo, mientras se dirigía a la puerta agarrado a la muchacha, cuando descubrí su cojera. Cada vez que pisaba con el pie izquierdo, el cuerpo se le vencía hacia esa parte, tal si una de sus piernas se hundiese de continuo medio palmo en el suelo y la otra nada, de donde le venía a él aquel balancearse que ni era tambaleo de borracho ni pasitrote de petimetre. Me había, pues, equivocado también al juzgar sus andares. Y acaso en esa persistente dificultad para hacerse una opinión estable acerca de su persona residía el misterio a que yo la asociaba y que de manera tan intensa me había estado intrigando durante toda la tertulia. Arreciaba la lluvia cuando cruzaron el pedazo de calle que podía divisarse a través de la luna de la cafetería. La muchacha llevaba extendida sobre la cabeza la lujosa pelliza de cuero. No tardé en darme cuenta de que a la marcha de ambos, la reunión, propiamente dicha, había terminado.

La chica se llamaba Izaskun Ayestarán. Había llegado al Goya de la mano del chaval a quien se le disparó el moco cuando la algazara a costa del motejado Resbaladizo. Alto y con trazas de mansurrón el uno, pequeña la otra y vivaracha, no debía de unirles un amor particularmente imperecedero, según conjeturé al observar que desde un principio ocupaban asientos separados, él junto a Josu Ruiz y ella enfrente, no lejos de donde yo me hallaba. Tampoco vi que la muchacha dirigiera a su acompañante una sola vez la palabra con amabilidad ni para cosa distinta que pedirle cigarrillos y que se los encendiera. Fumaba sin cesar, oada la boca, que es puesta como a propósito para pronunciar la o, el pitillo entre los dedos tiesos y finos, succionando el humo con tanta ansia que se dijera le urgía no respirar el aire natural. A su llegada se esparcieron por el recinto los intensos efluvios de su perfume, que aún siguieron acariciando los olfatos después que ella se hubiese ido del café. Vestía zarrios de luto, amplios y colganderos, que le daban un a modo de aire brujesco o de viuda joven y estrafalaria, y no sé si por broma o por crédula llevaba prendida en la delantera de su jersey la mandarina con que, según el mensaje radiofónico de aquella mañana, debían los aspirantes comparecer en la reunión. El rostro lo tenía redondeado, ancho y un poco amarillento, ternillosa la nariz y la frente tersa, con dos pequeñas prominencias ahuevadas a los costados, en cuyas curvaturas se reflejaban como sobre loza barnizada las luces del local. Recuerdo haber visto un semblante parecido en un cuadro de Lucas Cranach.

No quiero decir con ello que careciese de atractivo. Sin llegar a hermosa, era guapilla, en parte, creo, porque a pesar de que algunas de sus facciones, vistas por separado, parecían no muy bien trazadas, la suma de todas ellas creaba un conjunto armónico y de buen ver, y en parte también porque a su apariencia de extrema fragilidad se añadía la inteligencia y gracia que mostraba en todo. Iba, por así decir, armada de ojos, que eran tan chiquitines como insolentes. A través de las gafas con montura de alambre, miraban por lo general muy fijamente al centro mismo de las pupilas de quien los mirase; pero no al modo quieto del pasmado o del ciego, antes bien con malicia risueña que a mí, particularmente, no poco me conturbaba. Más que mirar podría decirse que pinchaban. Con todo, el rasgo más llamativo y, con diferencia, el más lindo de su rostro eran los labios. Pintados de violeta, gruesos y brillantes, rebosaban sensualidad. Se me hace que no debía ella de ignorar cuánto la agraciaban, pues a menudo los adelantaba o recogía, pronunciando con insinuación de beso, por mejor exhibirlos, las oes y las úes, y otras veces los dejaba, estoy seguro, entreabiertos de propósito. Les restaba, no obstante, encanto el ser ella parlanchina, pues sabido es que no hay hermosura dicharachera, yo al menos no alcanzo a imaginarla. Sea como fuere, nunca se le veía a la muchacha la boca más bonita que, cuando olvidada de ser coqueta, guardaba unos segundos de silencio. No menos admirable era su larga melena lisa y negra, recogida en una cola de caballo punto menos que suntuosa, que se le derramaba hasta casi lo más bajo de la espalda. Yo, desde mi rincón, no me cansaba de contemplar aquella cascada de cabellos, pues era en verdad preciosa.

Tuve entretanto curiosidad por saber cómo sería la parte de su persona que quedaba debajo de la mesa. Con ese fin dejé caer mi cucharilla al suelo y me agaché a recogerla. Distinguí su faldulario, una especie de arbusto negro de tela en medio del bosque de perneras. Sus zapatos de tacón, pequeños y no nuevos, caído el uno sobre una baldosa blanca, sobre una negra el otro, parecían dos piezas abandonadas en un tablero de ajedrez. Estaban empapados y tal vez por esa razón había decidido ella quitárselos. No bien la supe descalza, me tomó grandísimo deseo de mirar sus pies; pero comoquiera que las piernas de mi vecino o el ribete del mantel debían de ocultarlos a mi vista, resolví, por dar satisfacción a mi capricho, ponerme a cuatro patas debajo de la mesa. Lo cual hecho, sentí de pronto temor a que lo mismo que poco antes había sido descubierto poniendo la mano en un vaso ajeno, alguno reparase en mi ridícula postura, y adivinando quizá mi propósito, lo declarara al resto y dieran todos en hacerme burlas y preguntas. Fue entonces, al par que con prontitud me desgateaba, cuando los vi, envueltos en medias oscuras de malla, mientras acariciaban las rodillas del contertulio de enfrente. Imaginé que los ponía ella a calentar en los pantalones del mozo dócil por quien había venido acompañada al café; pero tan pronto como hube retornado a mi asiento, descubrí con asombro que era Josu Ruiz el recibiente de aquellas friegas secretas. Supe de esta forma la clase de interés que a la muchacha se le seguía con su constante indagar la vida de él, y comprendí que no sólo por causa del coñá empezaba éste a mostrarse cada vez más jovial, más decidor, más amigable. Pícaros simuladores, qué bien escondían su avenencia, sin hacer gestos ni intercambiar donaires que delatasen los chanchullos de amor en que andaban a hurtadillas conchabados. ¿Será posible, me decía, que a las partes altas de sus cuerpos les resulte indiferente lo que se traen entre pies las bajas? El novio, a todo esto, callaba y sonreía junto a Josu Ruiz, ignorante del engaño y siempre listo a pasarle cigarrillos a la traidora, cuando no resignado a recibir a cada poco una palabra dura de ella.

Luego de unas palmadas de Genaro para llamar al orden, se convino en que cada cual ofreciese una muestra lo más representativa posible de su arte, teniendo en cuenta, se nos dijo (o más bien se nos advirtió), que tan sólo aquellos que probaran estar en la onda del surrealismo serían admitidos en el grupo.

—Los demás a la puta rúe —sentenció enfáticamente Josu Ruiz.

Intervino en primer lugar un muchacho dentudo, redicho, salivoso, de ademanes que aun para una mujer resultarían tal vez demasiado femeninos; el cual, al hablar, aflautaba la voz y ponía de continuo los ojos en blanco. Hablaba de una manera en verdad estomagante, sacando la lengua a orear cada trece o catorce sílabas, que era cosa desagradable y fea por demás. No poco engreído ponderó unas prosas suyas que reputó de poéticas, oníricas, herméticas y…

—Corta el sermónico —atajó Genaro Zaldúa, remedándole el tonillo con más enfado que coña.

Como todos los presentes sin excepción tuvieran entonces la mirada puesta en el afeminado, me pareció que aquélla era la ocasión propicia para lanzar la cucharilla al suelo. Me hallaba hecho un gato debajo de la mesa, a la busca de los pies de Izaskun Ayestarán, según he contado antes, cuando oí al Pulcro Matallana decir con ánimo faltón:

—Lo más probable es que seas un escritor malísimo, así que abrevia, lee dos o tres líneas. ¿No ves que hay mucha gente esperando su turno?

Volví a sentarme. El afeminado, de pie, acababa de emprender la lectura de su escrito.

—Amor, amor, ¿ya estamos en el templo de los adioses?

Se le escuchaba atentamente, y aun creo que el estilo de su prosa, no tan amanerado como él, agradaba a la concurrencia. Pero incurrió de buenas a primeras en un «pienso de que», seguido en breve de un no menos craso «condució por tu carmín», y de modo simultáneo apareció en los semblantes del auditorio un rictus de malévola complacencia. Su perdición, sin embargo, no vino por el lado de la gramática. Un oh pictórico de ñoñería, exhalado a la par que un remilgo, acabó con la paciencia de Genaro Zaldúa.

—¡Basta de mariconadas! —rugió de sopetón.

Visiblemente despechado, se apresuró el marica a recoger sus papeles, apuró de un rápido trago su copichuela de licor y sin decir palabra abandonó el café. Llevábamos apenas treinta minutos de reunión y ya era el tercero que se iba de aquel modo.

Al poco rato se levantó Genaro Zaldúa de su silla, y diciendo, mientras se mesaba las barbas, que enseguida volvería, se encaminó con andares de cuartazos a la barra. Pero antes de llegar a ella torció hacia las escaleras que conducían a un entrepiso angosto donde se hallaba el retrete. Su ausencia marcó una pausa en la tanda de lecturas, que la mayoría de los congregados, divididos espontáneamente en corrillos, aprovechó para entablar conversación, pasarse papeles de mano en mano, reír y bromear. El cambio repentino y general de actitud me trajo a la memoria escenas del colegio. Ocurría en ocasiones que en medio de una explicación cualquiera, aquel maestro que tan mal me quería, enmudeciendo de golpe se ausentaba varios minutos del aula. ¿Adónde iría? Los colegiales se entregaban a toda clase de fantasías y conjeturas con el fin de esclarecer el sentido de tan misteriosas desapariciones, sin llegar durante largo tiempo a ningún resultado convincente, hasta que al cabo de los meses un rapaz, que debía de ser más avispado que los otros, dio en advertir que el maestro solía marcharse deprisa y regresar despacio. Sospechando la razón de ello, la reveló a sus camaradas, que al punto, con gran alborozo, la declararon verdadera. En adelante el temible docente fue conocido por todos los alumnos del colegio con el sobrenombre secreto del Cagón. Durante sus clases guardaban los niños un silencio sepulcral; pero no bien se quedaban a solas en el aula, trababan reñidos combates de arroz lanzado con el canuto del bolígrafo, o se arremolinaban con bulliciosa curiosidad en torno a la revista repleta de mujeres desnudas que alguno tenía escondida en el pupitre, y siempre armaban una algarabía de cuidado que terminaba súbitamente, en el momento en que el centinela que vigilaba el pasillo a través del ojo de la cerradura emitía el silbido de alarma.

En aquel intervalo de apacible conversación, que habría de durar hasta el regreso de Genaro Zaldúa, se produjo la primera escaramuza erótica de cintura para arriba entre Izaskun Ayestarán y Josu Ruiz. Y fue que éste, con cara alegre y hablar pausado en que se traslucía su intención de recrearse en una victoria obtenida de antemano, dijo de pronto:

—¡Qué idea, colgarte una mandarina!

—Si no recuerdo mal —replicó ella con viveza—, es lo que pedíais por la radio.

—Presiento que tu manera de practicar la obediencia nos hará amigos.

—Mi gloria es complacer, mi triunfo arrodillarme. Adoro el tango.

—Pues no sé qué me da que esa mandarina pesa lo suyo. Lamentaría que sufrieses por nuestra culpa.

Y agregó con sorna:

—Dime que no sufres, dímelo.

—Pierde cuidado. No me falta donde apoyarla.

—Ya que fardas de cumplidora, ¿por qué no has venido ataviada de rojo? Era lo ordenado. Uyuyuy, señora, me temo lo peor. Sintiéndolo mucho, habrá que expulsarla a usted de este concilio de poetillas por insurgente y heterodoxa.

—Me arrojaré al mar.

—Qué lástima, siendo usted tan joven y —bajó la voz— tan guapa.

—El rojo me sienta de cráneo. Yo, de negro. Soy hija de la noche. Por cierto, tampoco vas tú de rojo.

—Es que me viste mi madre. Además, yo soy el que establece aquí las normas, no el que las tiene que cumplir.

De sus bocas salían las palabras envueltas en humo de tabaco, de suerte que como tenían los rostros fronteros, no más de tres palmos distantes de una punta de nariz a otra, se bañaban mutuamente con sus bocanadas, blancas y ligeras las de ella, azulinas, perezosas y mucho más espesas las de él. Me parecía que así como por debajo de la mesa les había visto tentarse con las piernas, por arriba, para no infundir quizá recelos al novio de ella, se hacían las caricias con el humo. El Pulcro, sentado a la diestra de Josu Ruiz, advirtió la esgrima de insinuaciones, mordacidades y galanterías que sostenían su amigo y la muchacha, y no sospechando lo que era, se conoce que creyó se habían enzarzado aquéllos en una contienda de agudezas y quiso meter baza. Pero no bien hubo pronunciado media sílaba, comenzó Izaskun a atizar manotazos al aire por donde debían llegarle las palabras del adolescente y de esta forma le obligó a tragarlas. Acto seguido lo envió Josu Ruiz a la barra con una comisión. Prosiguieron después a sus anchas el flirteo, sin nadie que a su alrededor los incordiase; esto vale asimismo para el novio de ella, que embebido en unos papeles que le habían pasado, no prestaba la menor atención a los devaneos de su pizpireta amiga. En cuanto a mí, dudo que aun percatándose de que los espiaba, les hubiera despertado mi existencia mayor interés que la de algunos cuadros con estampas típicas de la ciudad que colgaban en las paredes.

Reconvino Josu Ruiz con guasa a la muchacha porque además de no haber cumplido el requisito de vestirse de rojo, le faltaba la rosa de color morado.

—Créeme —añadió, inflando el pecho con petulancia donjuanesca— si te digo que la flor te hubiese favorecido quinientas veces más que esa fruta vulgar que te da un aire de árbol navideño en casa de pobres.

Notó que se había propasado y rápidamente intentó rectificar.

—Bueno, quien dice quinientas dice diez.

Dio de pronto un respingo y con el rostro crispado, sin dejar de sonreír, se miró a las piernas. Tuve por cierto que acababan de propinarle a escuso una patada. No era lerda Izaskun Ayestarán. Había tomado a mal aquel reparo a su atractivo y, picada, discurrió castigar la insolencia del galán. Con ese fin negó que hubiera acudido sin rosa a la tertulia.

—Pues yo no la veo —replicó él, ya con una pierna, como advertí enseguida, dentro de la trampa.

La chica se pasó la yema del índice por los labios pintados de violeta, afirmando que ellos eran la rosa. Luego, el rostro inmóvil, la barbilla ligeramente adelantada en señal de desafío, preguntó a Josu Ruiz si se atrevía a comprobarlo. El otro, cauteloso, arrimó la nariz puntiaguda a la flor sensual, dispuesto a olerla. No la besó, aunque quiso, según me indujo a creerlo así la forma como se le estiró y temblaba golosamente el belfo. Sonreía con certeza de su triunfo, sabiéndose observado por todos los presentes, el novio de ella inclusive, a quien el lance parecía divertir más que a ninguno. A mí, que nunca había conocido el amor de una mujer, ni, a decir verdad, de nadie, me colmaba de admiración el desparpajo con que aquellos dos se apresuraban a concertar sus voluntades. Izaskun inclinó hacia un lado la cabeza, revelando sin tapujos que apetecía el beso; pero era argucia femenina. Ya estaba el otro a pique de fundir su boca con la de ella, y yo y acaso los demás lo mismo con la mirada y con el pensamiento, cuando la chica, mediante una sacudida brusca de su cuello, rehusó el contacto. Tan equívoca esquivez avivó en Josu Ruiz el deseo de disfrutar de aquellos dos hermosos pétalos. Se quejó de no haber tenido apenas tiempo de percibir su aroma. Con infinita astucia, como a continuación pudimos ver, se hizo ella rogar unos instantes y al fin fingió allanarse al capricho del incauto, que con entera ignorancia de lo que le aguardaba, se dio de nuevo a olisquear la linda boca. Y fue que de repente, cuando más confiado estaba, en el rostro el gesto seráfico del que se abandona por completo a un goce, le tiró Izaskun Ayestarán un feroz mordisco a la nariz. No la soltaba de entre los dientes por más que el otro se lo pedía y suplicaba, diciendo que le hacía daño. Pero de nada le valían sus quejas ni le aprovechaban sus intentos de liberarse, que por fuerza habían de ser débiles si quería evitar que tirones y forcejeo agudizasen su dolor. En esto comprendió la causa de aquella punición y dijo:

—Perdona, perdona por haberte comparado con un árbol de navidad.

Izaskun Ayestarán lo soltó al instante y todos los presentes pudieron ver en la nariz de él la tremenda marca de la dentellada.