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El muchacho que fracasó en su intento de huida tenía la cara llena de hoyos y granos; de éstos, muchos en sazón, rojos con su pezonzuelo blanco en el vértice por donde debían de supurar poco a poco, pero sin interrupción, el pus que comunicaba a su tez un brillo de grasa. Llevaría cosa de dos o tres minutos sentado a la mesa cuando el Pulcro Matallana le inventó el apodo.

—Resbaladizo —le espetó—, con esa jeta podrías montar un negocio de yogures y mantequilla.

La befa no hizo gracia a nadie; pero en adelante el muchacho no tuvo más nombre que el que le había endilgado el Pulcro de mala fe.

—Resbaladizo —le dijo una vez Genaro Zaldúa.

—Qué —contestó el otro.

—Hola.

El muchacho encajaba las burlas con resignación, dulcificando la mirada y sonriendo azorado cada vez que alguno le dirigía la palabra con ánimo de mofarse. Mostraba así ser de suyo diestro sufridor y persona con quien debido a su talante dócil cualquiera podía permitirse familiaridades. No a otro sino a él le fue encargado, tras el incidente con el joven camarero, acudir a la barra en busca de la primera ronda de consumiciones. Para que no olvidase traer ninguna, le dieron un papel donde estaban todas anotadas. Él se fue y volvió al instante con las manos vacías, ya que, según refirieron luego, la lista de pedidos estaba escrita en alemán. Le prestaron bolígrafo y papel, y mientras tomaba nota de lo que algunos le pedían que trajese, el Pulcro Matallana se dio a burlarse de él, diciéndole mordacidades como «a la juventud viruelas» y otras aún más afrentosas, de las que recuerdo ésta:

—Los que quieran nata facial que se pongan a la cola cara a Resbaladizo.

Se dirigió el muchacho por vez segunda a la barra y regresó después de un rato con una bandeja abarrotada de bebidas, que depositó en el centro de la mesa. Alargaron los que habían pedido consumición el brazo para tomar lo suyo y otro tanto se disponía a hacer Josu Ruiz, puesto de pie, cuando de súbito retiró la mano como si hubiera recibido en ella una picadura.

—¿Quién ha sido el canalla? —preguntó con voz tan fuerte que por un instante se hizo el silencio en el café y docenas de ojos se volvieron a mirarle.

Acto seguido, al par que señalaba la bandeja, añadió de forma tan por demás gesticulante que empecé a creer que posiblemente fuera su cólera fingida:

—¡Pensar que he estado a punto de tocar esa ponzoña!

Idéntica extrañeza se dibujaba en el rostro de casi todos los concurrentes. Mirábamos el lugar señalado por el dedo de Josu Ruiz y no veíamos sino unos cuantos vasos, tazas y copas encima de la bandeja; nada, en suma, que en apariencia pudiese suscitar un enojo tan desmedido. Se incorporó a este punto Genaro Zaldúa, los vigorosos antebrazos cubiertos de vello, y mesándose las barbas espesas, con ademanes patriarcales y voz sosegada, dijo:

—Señores aspirantes, parece confirmada la presencia de al menos un yanqui entre ustedes. Es mi deber comunicarles que la reunión queda interrumpida en tanto no se conozca la identidad del intruso. Sepan que nuestra organización surrealista sostiene desde 1776 una guerra a muerte con los Estados Unidos de América.

—Resumiendo —terció Josu Ruiz, aleteando nerviosamente con una mano—, ¿quién es el idiota que ha pedido la Coca-Cola?

Mostró intención de querer añadir algo; pero el Pulcro Matallana, a quien las ocurrencias y chascarrillos parecían quemarle dentro de la boca, le arrebató la palabra para lanzar una especie de ultimátum.

—Que salga el sinvergüenza o me la bebo.

Esto dicho, se apoderó del vaso, y antes que ninguno de los presentes tuviera tiempo de afearle la mala acción, de un solo trago lo vació. Advirtiendo después que de una y otra parte lo escrutaban con ojos reprobatorios, por justificar su grandísima gorronería alegó, mientras roía a sus anchas la media rodaja de limón, que su único propósito había sido averiguar si el «bebistrajo abominable» contenía vodka, ginebra «u otro cualquiera de los antídotos con que de ordinario», dijo, «solemos habilitarlo para calmar la sed de nuestros esforzados militantes». Alzó a todo esto Resbaladizo la mano en demanda de la palabra, y, modoso y balbuciente, confesó haber sido el pedidor del líquido vitando. Su vocecilla sonaba con un temblor de disculpa; pero de nada le valió la humildad, pues al instante le comunicó en tono imperioso Josu Ruiz su inmediata expulsión de la tertulia, y aun le señaló la puerta del café para que no tuviese duda de que debía marcharse sin demora. El muchacho no se movió. Ya porque la timidez le impidiese desclavar las nalgas del asiento, ya porque, como de continuo le hacían padecer alguna burla, interpretase que no lo despachaban de verdad, el caso es que Resbaladizo mantuvo sus granos en el café hasta casi el fin de la reunión, cuando —en mala hora, por cierto— intentó la huida torpemente. Yo estaba persuadido de que aquel revuelo en torno al vaso de Coca-Cola era un fingimiento de la peor especie; me daba que la actitud colérica de Josu Ruiz, la avilantez del Pulcro y la intervención engolada de Genaro Zaldúa formaban parte de una farsa acaso convenida de antemano. Y me dije: ten cuidado con esta gente, que me parece nos ha atraído a este lugar para escarnecernos y pasar una tarde de juerga a nuestra costa. No vio la conveniencia y necesidad de conducirse prudentemente una muchacha marisabidilla, recia de carnes y por lo visto también de temperamento, que arrogándose funciones de abogado, intercedió en favor del acnoso. Con mucho brío y palabras atropelladas se dio de pronto a reprochar a los organizadores de la reunión lo que todos sabían y callaban. Concentrado en encender y saborear su nuevo puro, hizo Josu Ruiz como que no la oía motejarlo de despótico. El Pulcro sonreía a lo delfín, al tiempo que contestaba a las recriminaciones de la muchacha levantando en señal de brindis su vaso de calimocho, que como ya se sabe es una parte de vino tinto y otra de aquel líquido que él había llamado abominable. Genaro Zaldúa, en cambio, la paró en seco.

—Yo soy libre —replicó la regordeta— de beber y comer lo que me dé la gana.

Genaro arrojaba fuego por los ojos.

—Tú, pequeña, serás libre de lo que quieras menos de pertenecer a nuestro grupo.

—Pues me voy —respondió ella muy envarada, poniéndose de pie.

—Pues te vas a la mierda.

—Mejor que vaya a hacer gimnasia para adelgazar —agregó el Pulcro; pero la muchacha, que ya se había puesto en camino hacia la barra, no oyó la ofensa.

Más tarde, convenido que cada cual presentase alguna muestra de su quehacer surrealista, le tocó el turno a éste a quien apodaban Resbaladizo. El cual, no bien fue pronunciado su mote, se irguió con prontitud junto a la esquina de la mesa donde llevaba largo tiempo sin abrir la boca, agazapado al abrigo del corpachón de Genaro Zaldúa, que era quien presidía. Las luces del local se reflejaban en la pátina untuosa que recubría su semblante cacarañado. El rubor se extendía hasta el último recoveco del monstruoso relieve. Entre los dedos del muchacho temblaba levemente una hoja escrita que acababa de extraer de un cartapacio lleno de ellas. Al solicitar licencia para leerla, cometió un desliz de bulto, y fue que se le escapó decir «soneto breve». La repentina contracción de disgusto en el rostro de Genaro Zaldúa no auguraba nada bueno. Se le dijo lo mismo que con anterioridad a otros aspirantes: que la reunión no había sido convocada con objeto de reclutar jóvenes promesas de la literatura local, sino individuos con madera de surrealistas, dispuestos a participar en una rebelión cultural sin precedentes en el País Vasco, escribieran bien o mal, pues eso era lo de menos, y que, por consiguiente, se le autorizaba a leer cualquier cosa con tal que se ajustara a ese principio elemental. La reconvención aniquiló las últimas reservas de entereza que le quedaban a Resbaladizo; pero aún tuvo el chaval, en medio de su descompasado nerviosismo, un rasgo de cordura. Y fue que declaró que como seguramente su escrito no era por completo surrealista, acaso lo más conveniente fuera devolverlo al cartapacio y ahorrarnos la molestia. Carne de ludibrio, pensé, al tiempo que Genaro Zaldúa le ordenaba:

—No seas cobarde y lee.

El muchacho mencionó el título del poema y acto seguido, en un tono hueco que tiraba a declamatorio, dio comienzo a la lectura. Arrancó con decisión, como buen miedoso. Pero no pudo pasar del primer verso. Una tempestad de carcajadas le impidió seguir. Yo nunca en la vida había presenciado una algazara semejante. Participé en ella de buen grado y su recuerdo aún me mueve a risa. En aquel momento ninguno de los tres convocantes de la reunión podía prever las repercusiones que para su grupo tendría poco tiempo después aquel verso irrisorio. Me acuerdo de la seriedad con que Resbaladizo lo recitó, estirando la voz como una hilaza de goma.

—La placa rajaré de tu sepulcro…

—Pues claro que sí, chico, con un martillo automático —le atajó Josu Ruiz, al par que despedía una bocanada de humo por la boca.

Ahí fue el delirio, el descojonen tremens que acertó a intercalar alguno entre carcajada y carcajada. Ahí no se excusaron de regocijarse ni las patas de la mesa. Ahí el Pulcro, histriónico, sofocado por su alegría convulsiva, se caló el sombrero de copa hasta más abajo de los ojos. La bufonada llevó el jolgorio a extremos epilépticos.

—Que me meo —retozaba la chica de la mandarina en el pecho, añadiendo así más leña al incendio de risas.

En el otro extremo de la mesa, Genaro Zaldúa, sudoroso, lívido de felicidad, se carcajeaba con espasmo, agarrándose el abdomen como para evitar que se le cayera al suelo. Josu Ruiz, por el contrario, con la cara crispada al modo de a quien le aqueja un dolor insoportable, expresaba su alegría en silencio, meneando los hombros arriba y abajo. Me vino de pronto a las mientes la figura obesa de Checho Aizpurua y pensé: ahora estará rezando de rodillas, no sabe lo que se pierde. El jolgorio empezaba a remitir, cuando lo reavivó involuntariamente un chaval sentado a mi izquierda, a quien al par de un golpe de risa se le disparó por las narices un moco de dimensiones caballunas. Quién vertía lágrimas de alborozo; quién, por la misma razón, cabeceaba en señal de haberse quedado sin fuerzas. Acá, muerto de risa, se quejaba uno de dolor de vientre; allá enrojecía otro, con la boca abierta de par en par, por falta de aire. Y desde todas partes del café la gente observaba a la ruidosa pandilla con sonriente curiosidad, con indulgencia incluso, en que me parecía traslucirse vivo deseo de sumarse a nuestro júbilo. Erguido en medio de aquella algarabía, el pobre Resbaladizo, serio primero, luego tibiamente sonriente, otra vez serio y en todo instante corrido, no pudiendo disimular por más tiempo su desánimo, recogió cuidadosamente su hoja de papel y con gesto contrito volvió a tomar asiento. Aviesamente le invitó Genaro a proseguir la lectura del soneto. Resbaladizo rehusó sin levantar la mirada del mantel. Josu Ruiz, que se había incorporado para dirigirse una vez más a la barra en busca de coñá, le pidió perdón en nombre de todos. Pienso que debió de ser entonces cuando, compadecido del muchacho, resolvió pagarle en secreto la consumición. Este, no obstante las humillaciones recibidas, aún permaneció por espacio de media hora en su asiento junto a Genaro, lo mismo de encogido y silencioso que cuando a raíz de la farsa de la Coca-Cola, Josu Ruiz había decretado sin contemplaciones su expulsión. Pensaba yo que al pobre diablo le faltaba valor para marcharse, temeroso de que si se levantaba de la silla alguno repararía en él y le dirigiría la palabra para hacerle una nueva vejación. Su problema resultó, sin embargo, de una especie bien distinta de la psicológica. El muchacho no tenía dinero para pagar lo que había consumido.

Devuelto a la mesa por el camarero, que acababa de impedirle la huida, Resbaladizo —las pupilas veladas por un destello lacrimoso— pidió prestados los diez, quince o veinte duros, ya no me acuerdo, que costaba su bebida. Genaro no tuvo piedad.

—Cojonudo, tío. ¿Y ahora cómo huevos hacemos nosotros para pirarnos?

Descargó un puñetazo brutal sobre la mesa. Fugazmente se fijaron en mí sus ojos negros, enormes, de búho. Caramba con Pichablanda, me dije.

—Además, no concedemos créditos a yanquis. Arréglatelas como puedas, pardillo. Friega vajilla, barre el suelo; pero, eso sí, haz desaparecer de mi vista cuanto antes tu mantecoso careto.

Y cuando el chaval, libre de su deuda, por fin se hubo marchado, añadió, como hablando para sí:

—Me revientan estos caguetas de los cojones.