6

En el tercero, un mocetón agorilado, corpulento, de espesas barbas negras, abundante melena, rostro frentudo y ojos grandes, escrutadores, reconocí enseguida al compañero de infancia Genaro Zaldúa, el hijo de los ladrones. La inesperada aparición de aquel antiguo conocido, al que me unía un pasado en muchos aspectos borrascoso, me turbó. ¿Este aquí?, pensé, al tiempo que el corazón me daba un vuelco. Largo rato estuve considerando la conveniencia de marcharme. Desde la lejana época de nuestros juegos y andanzas infantiles por los montes, los huertos, las riberas del río maloliente, así como en el frontón y la única calle del barrio de Illarra-Berri, a las afueras de la ciudad, donde vivíamos los dos en la misma casa destartalada y gris, aunque en portales diferentes, apenas nos habíamos visto media docena de veces, todas ellas fruto de encuentros fortuitos en los que siempre pasamos de largo sin saludarnos. Verdad es que en los últimos tiempos lo había visto con alguna frecuencia deambulando cerca de las aulas de historia, con una carpeta y libros bajo el brazo, por lo que supuse, sin darle al caso la menor importancia, que se habría hecho estudiante de dicha especialidad. Después de tantos años de separación Genaro Zaldúa estaba muy cambiado. Con todo, sus ojos saltones lo delataban, de forma que por ellos, y en menor medida por otros rasgos semiocultos bajo las barbas y la melena, me fue posible identificarlo tan pronto como vi su rostro aparecer tras el sombrero de copa de aquel a quien apodaban el Pulcro. Genaro ofrecía un aspecto saludable, fornido, en cierto modo polifémico, sobre todo a causa de la pelambre que se le desparramaba con desaliño por los hombros y la espalda. Nada de ello permitía recordar al niño desmedrado, a la criatura enfermiza y frágil que había sido alguna vez. No bien le dirigí una mirada de refilón, después que hubo tomado asiento al otro extremo de la mesa, me saludó afablemente, por mi nombre. Tanto como su cordialidad inesperada, me impresionó el timbre varonil de su voz. Correspondí haciendo un leve e indeciso gesto con la mano. Asomó entonces por la abertura de su sonrisa, junto al hueco de una pala perdida, la otra rota por la mitad que siete u ocho años antes yo le había quebrado de una pedrada. Me turbé pensando que me enseñaba la melladura para recordarme que aún tenía una cuenta pendiente conmigo. La expresión de su cara era, sin embargo, amistosa, lo que terminó de confundirme, pues no se compadecía en absoluto con el rencor que presumiblemente él debía de abrigar contra mi persona. El temor me aconsejó salir cuanto antes de la cafetería; pero al tratar de incorporarme falló mi decisión y fallaron asimismo mis piernas, que, agarrotadas, no me obedecieron. Me encontraba además en un sitio muy poco a propósito para emprender una fuga discreta. Aquel rincón elegido de intento (pues se me figuraba que mejor que en ninguna otra parte pasaría allí inadvertida mi pobreza) no era posible abandonarlo sin molestar a varios concurrentes que estaban sentados entre la mesa y la pared, lo que a buen seguro habría centrado sobre mí la atención de todos. Aparte de que por mucho que extremase la cautela y el disimulo tenía que pasar por fuerza junto al mismo a quien deseaba perder de vista.

Nunca hubiera imaginado que de aquella figurita enclenque y asustadiza a la que en tiempos tanto había hecho sufrir, resultaría alguna vez semejante tiarrón. Y por mitigar mi asombro, me decía: ¿acaso el águila majestuosa no procede de un pollo esmirriado? Tenía Genarito Zaldúa poco más o menos mi edad y muchos motes, ya que los niños del barrio con frecuencia le inventaban alguno. Pero con la misma facilidad con que se los ponían los olvidaban, a excepción de uno, debido a mi malicia, que le acompañó como una sombra a lo largo de toda su niñez. Aunque le colgaran éstos un mote y aquéllos otro, a la hora de llamarlo, como quien dice, por su verdadero nombre, todos coincidían en el por mí inventado, Pichablanda, pues él era en forma y contenido, en esencia y accidente, y de la coronilla hasta los pies, Genarito Pichablanda. Ningún apodo lo nombraba y definía mejor que ése. Los otros servían a lo sumo para insultarlo, para reprocharle su poquedad y cobardía. En su ausencia, cuando no era posible soltarle escarnios a la cara, nadie aludía a él sino llamándolo Pichablanda, y yo jamás lo nombraba de otro modo, para que no se perdiera el mote.

La intrépida pandilla arrabalera lo despreciaba por blandengue. Todos sabían que para juegos que entrañasen algún peligro o requiriesen arrojo y fuerza física no se podía contar con él. El propio Genarito, consciente de su impotencia, optaba por retirarse tan pronto como advertía que los otros estaban a punto de entregarse a una de sus acostumbradas aventuras, por regla general violentas, cuando no brutales. Y por esta razón se le veía muchas veces jugando solo ante el portal de su casa. Solo o conmigo, pues en realidad nos parecíamos bastante. Su carácter medroso apenas debía de diferir del mío, según los demás chavales me lo daban a entender de vez en cuando comparándome desdeñosamente con aquel protocagueta. Le cogí por ello una ojeriza feroz.

Illarra-Berri era en las postrimerías de la dictadura un barrio solitario, similar a una aldea, con muchos árboles, huertos y un puñado de casas mugrientas que daban cobijo a familias de extracción social humilde. Habrían de transcurrir aún algunos años antes que la ciudad lo engullera poco a poco, rodeándolo con sus implacables tentáculos de hormigón. Se hallaban las escasas viviendas que lo componían alineadas a uno de los bordes de una carretera vecinal que terminaba abruptamente un par de kilómetros valle adentro, a las puertas de una fábrica de leche. Cerca de ésta funcionaba un negocio de chatarrería, con su depósito de herrumbre en pleno campo. Debido a ello atravesaban el barrio a todas horas del día camiones cargados de chatarra, a cual más viejo y ruidoso. A su paso quedaba flotando por el aire una nube de humo negruzco, que al posarse en las fachadas les daba la coloración hollinosa con que siempre las recuerdo. Paralelo a la carretera fluía, por el fondo de un talud, un río infecto, en cuyo cauce remansado nadaban a placer las ratas. En los días de calor su fetidez obligaba a los vecinos a cerrar las ventanas. Mi padre aseguraba que en sus buenos tiempos él y otros solían pescar anguilas y truchas en aquellas aguas. Supongo que los peces fueron expulsados del paraíso antes que yo naciera, pues la verdad es que ni exprimiendo mi memoria hasta la última gota consigo recordar otro río frente a nuestra casa que aquel acloacado a cuya orilla discurrió mi niñez. Vivíamos aún en la zona cuando el ayuntamiento, tras un largo tira y afloja con los portavoces del vecindario, se allanó por fin a subvenir la construcción de un colector subterráneo.

Illarra-Berri, con ser un barrio pequeño, albergaba una considerable población de chiquillos. Yo era uno de tantos que cada tarde, a la vuelta del colegio, se juntaban en el frontón provistos de pala y pelota. Corrientemente emprendíamos alguna expedición al monte, donde a veces nos sorprendía la noche subidos a los árboles o construyendo una chabola con ramas. Ninguno se acordaba de la cena, hasta que un cambio en la dirección del viento nos traía de repente las voces con que nuestras madres nos llamaban desde lejos. A toda mecha corríamos entonces ladera abajo sin cuidarnos de ortigas ni de zarzas, espoleados por la esperanza ilusa de llegar a tiempo de eludir los azotes que a cada cual ya le estaban esperando en su casa.

Recuerdo que con varas de avellano solíamos elaborar las lanzas y las espadas con que nos armábamos para jugar a la guerra, uno de los entretenimientos predilectos de aquella asilvestrada chiquillería. A mí, cuando se juntaba un número suficiente de guerreros, no me querían ni los de un bando ni los del otro, y me daban quince segundos para salir del campo de batalla. Buscaba entonces con la vista a Genarito Pichablanda, que, por temor a ser enrolado, solía permanecer escondido a la sombra de algún arbusto. Tan pronto como advertía que no me dejaban jugar, me hacía señas desde su escondite para que me reuniese con él. Yo me agazapaba a su lado y juntos afilábamos lancitas con la navaja, mientras jugábamos a imaginar escaramuzas y refriegas no muy distintas de las que a veinte o treinta metros sostenían enardecidamente los otros chavales. No era por demás el apartarnos a sitio resguardado, que no pocas veces aquellas lides de espadachines y lanceros entabladas por simple pasatiempo se convertían a la más mínima desavenencia en verdaderos combates a palos, y tanto Pichablanda como yo sabíamos por experiencia que en tales ocasiones convenía hallarse a buen recaudo.

Descontando esas veces en que excitados por el ardor bélico y los aromas de la tierra, los chicos se dejaban arrastrar por los impulsos primitivos de la especie, no recuerdo que se produjeran otras riñas que las de rigor entre muchachos que conviven estrechamente y pasan mucho rato libres por la calle. Aquella pandilla se regía como todas de acuerdo con un código elemental basado en el prestigio de la fuerza. Según esto, el comportamiento de cada individuo depende de su posición en una jerarquía tácita. Aprende así uno a conocer y valorar las ventajas que por lo común comporta una complexión robusta; yo al menos me pasé la infancia deseando tener los puños de fulanito, la valentía temeraria de menganito y los diecinueve pelos del pecho de zutanito. Uno sabía en todo instante quiénes dentro de la manada infantil eran más fuertes que él mismo, quiénes más débiles, sobre cuántos tenía la facultad de extender su dominio y ante cuáles, por contra, le convenía agachar la cabeza con sumisión. Podía ocurrir que a un chaval le diera por crecer y aspirara sin notarlo a sobreponerse a otro que hasta entonces le había precedido en el orden de fuerzas. Inevitablemente sobrevenía entonces la pelea que volvería a poner las cosas en su sitio. La astucia desempeñaba un papel importante en las relaciones del grupo, en especial entre los débiles, es decir, entre los que tenían necesidad de trucos y arbitrios secretos para protegerse; pero en ningún caso servía para suplantar a un puño de hierro. Genarito Pichablanda y yo ocupábamos los lugares más bajos de la jerarquía; o mejor dicho, yo y Genarito, pues él, tan cándido, tan inofensivo, tan enteco, era el único niño de mi edad a quien podía ofender y maltratar a mi antojo, motivo por el cual buscaba a todas horas su compañía.

Muchas tardes, a la hora de la merienda, solía ir a buscarlo a su casa. Bajaba a la calle con mi pan y mis onzas de chocolate, entraba en su portal y subía corriendo la escaleras hasta el piso de arriba, donde tenían los Zaldúa su vivienda. En la puerta colgaba una aldaba con forma de mano que sujeta una bola. Aporreada con fuerza, como yo lo hacía, provocaba ungran estrépito y salpicaba de chispas la oscuridad del rellano. Casi siempre abría la madre, una mujer modosa, cariacontecida, más bien menuda y con una vocecilla muy dulce. Parecía enferma y acaso la pobre señora lo estaba de verdad. Yo no sé recordarla sin su sempiterna mueca triste, sin rulos ni bigudíes en la cabeza, sin su delantal lleno de lamparones ni su aire melifluo y bondadoso cuando a veces me reconvenía por los aldabonazos. Lentamente entornaba luego la puerta, dejándome fuera a la espera de una contestación. Yo aplicaba el oído a la ranura; pero jamás lograba oír una voz, como si madre e hijo se comunicasen por señas o conversaran encerrados en algún cuarto. Nadie sabía cómo era la casa por dentro, y la poca parte de pasillo que yo alcanzaba a ver de vez en cuando desde fuera no permitía de ningún modo desvelar el misterio. Después de un rato regresaba la mujeruca y me susurraba quedamente que sí, que Genaro se estaba peinando y enseguida saldría. Aparecía éste, en efecto, poco después, despidiendo su característico olor a jabón de glicerina. La madre le retocaba un rizo, le alisaba la camisa por detrás o le limpiaba la nariz con un pañuelo, al tiempo que le advertía de los mil y un peligros que podían acecharle por la calle, le rogaba que no se ensuciase ni volviera tarde a casa y le decía de continuo palabras cariñosas. Aquellos mimos, no sé por qué, me exasperaban, haciéndome concebir un odio ciego por el muchacho. La madre lo acariciaba y besaba antes de entregármelo, como quien dice, y a veces descendía en pos de él un tramo de escalera para estamparle otro beso en la frente. Asomada a la ventana, nos veía salir del portal y a continuación madre e hijo se decían adiós con la mano. Cualquier chaval de Illarra-Berri habría preferido escupir a su madre a dejarse besuquear en presencia de testigos. Para Genarito las carantoñas maternas eran la cosa más natural del mundo y ni siquiera parecía comprenderme cuando yo le reprochaba que consintiese en ser tratado como una muñeca. Algunas veces, bajando por las escaleras en penumbra, yo lo agarraba con ira por el cuello y le besaba en la mejilla, más o menos en el punto donde su madre lo había hecho poco antes. Era una forma de agredirlo. Él, que lo sabía, procuraba complacer a quien le superaba en fuerza mostrándose pasivo, no fuera que a mi puño le diese por seguir el mismo camino que a mis labios; pero ignoraba que lo que verdaderamente me encendía y llenaba de coraje era su pasividad, y así, por que conociera a qué saben los besos desprovistos del azúcar del amor, fingiendo darle otro le arreaba de improviso una dentellada, o bien lo tiraba al suelo o lo empujaba con fuerza contra la pared.

A fin de que me revelase pormenores relativos a su casa, le formulaba a veces alguna que otra pregunta al respecto; pero no directamente, sino como quien no quiere la cosa, valiéndome por lo general de pequeños trucos y embustes.

—Anteayer —le decía, por ejemplo— mi padre pintó de blanco el techo de la cocina. ¿Vosotros también tenéis pintado de blanco el techo de la cocina?

Genaro nunca picaba, quizá porque a él, avisado por su madre, no se le ocultaba mi propósito; y para decepción de la mía, que era quien me encargaba aquellas averiguaciones, jamás conseguía yo sonsacarle ningún detalle de importancia.

Podía suceder que al poco rato de salir juntos a la calle, el pobrecillo regresara a su casa con las ropas empapadas, gimiendo como un perrito y dejando a su paso un reguero de agua pestilente, ya que a mí a menudo se me antojaba, ¡zas!, tirarlo al río. Yo quería creer que de este modo le imponía un justo castigo por hacerme presenciar las vergonzosas escenas de ternura a la puerta de su casa. Lo cierto era sin embargo que me procuraba grandísimo deleite verlo hundirse y chapotear dentro del cauce hediondo, blanco a causa de los vertidos lácteos, mientras prorrumpía en chillidos, no sé si de espanto o de asco, que me obligaban a picar de soleta sin pérdida de tiempo, no fuera que alarmados por el lloriqueo de Pichablanda llegaran de pronto los otros chicos a defenderlo y me arrojasen a mí también al agua, como ya había acontecido en una ocasión. Con frecuencia le hacía la bribonada; él, que era tan avispado para no contarme cómo tenía la casa, se dejaba sin embargo conducir por mí una y otra vez hasta la orilla del río. Recuerdo que una tarde en que barruntó que me disponía a darle el alevoso empujón, se dio la vuelta y, mirándome con mucho miedo, dijo que no era necesario que lo tirara, que ya se metía él. Le pregunté un tanto sorprendido la causa de querer entrar al agua por su propia voluntad y, con segundas intenciones, si es que en su casa no había bañera. A todo lo cual respondió él diciendo que lo único que deseaba era no volver a lastimarse la rodilla con las piedras del fondo.

—Ah, bueno, pues entonces métete —le dije. Y se metió.

También me acuerdo de cierta trastada que le hice una tarde estival en que para sorpresa de ambos se nos llamó a participar en una guerra de espadachines. Fuimos admitidos porque faltaban combatientes para completar los bandos, aunque en honor a la verdad debería decir que se nos obligó a jugar, a mí al menos no me pareció en absoluto amistosa la invitación. Una vez más tuve constancia del poco aprecio que los chavales del barrio nos profesaban. Se liaron a discutir los dos capitanes porque ninguno de ellos nos quería para su partida. Zanjaron finalmente el pleito acordando que Pichablanda y yo valíamos por uno y que combatiríamos a las órdenes de quien arrojase su lanza a menor distancia. Nos acogió el perdedor de muy mal grado entre su gente, y tan pronto como nos hubimos retirado con toda la facción al punto de salida, desdeñosamente indicó el lugar adonde debíamos apartarnos para hacer de centinelas, amenazándonos con propinarnos, dijo, «una somanta de hostias si le fallábamos». Se volvió después hacia los otros y juntos se dieron a urdir un plan de guerra, mientras Genarito y yo salíamos en silencio del campo de batalla, un herbazal comprendido entre dos frondosas arboledas, al amparo de cada una de las cuales tenían las facciones ubicados sus respectivos campamentos. En el nuestro, atada por una pierna al tronco de un roble, trazaba líneas en el suelo con un palito la reina a quien se nos había mandado custodiar. Pues era así que cuando los muchachos decidían subir al monte a jugar a la guerra, se procuraban dos niñas cualesquiera que los capitanes se repartían con el fin de guardarlas bajo estricta vigilancia, ya que el objetivo principal del juego estribaba en apoderarse de la que defendía el adversario, de forma que la partida que lo consiguiese se alzaba con la victoria en el combate. No era fácil encontrar un par de niñas que se prestasen a tomar parte en aquellos entretenimientos tan bárbaros como seguramente tediosos para ellas, y de ordinario había que arrastrarlas a la fuerza por el camino arriba, amordazadas para que no chillasen, y una vez en el monte amarrarlas a un árbol con una cuerda. No de otro modo había llegado hasta nuestro campamento la que Genarito y yo debíamos guardar aquella tarde. Aunque desde el declive en sombra donde nos encontrábamos no se podía divisar a los contendientes, una repentina algarabía nos delató que la batalla había comenzado. A este punto le ordené a Genarito que se deslizara hasta el borde de la espesura y sin dejarse ver (ya que nos tenían asegurada una pega de patadas si nos alejábamos más de medio paso de la reina) observara cómo iba discurriendo la refriega y volviera luego a comunicármelo. Arrastrándose por la tierra se llegó hasta un montículo, desde el que me dio a entender por señas y susurros que los nuestros estaban cediendo terreno. Presentí lo que se nos avecinaba; no en vano me había tocado una vez hacer de reina del bando que resultó derrotado en la batalla. La tarde era calurosa, el cielo de un azul pictórico, revestido de deslumbrante claridad. Pájaros y grillos cantaban sin interrupción. Vi en esto a mi compañero de guardia mudar de sitio y apostarse al abrigo de unas zarzas. Llevaba Genarito una gorra amarilla de visera que vista por detrás daba a su cabeza el aspecto de un meloncito. El miedo me desasosegaba y aquella forma redonda ejercía sobre mí una atracción tan poderosa como extraña.

—Resistiremos, Hilarín —dijo de pronto.

Me supo mal, muy mal, el celo con que el mayor cagueta del barrio se disponía a cumplir hasta el último aliento la misión que nos había sido encomendada. Su falta de temor reavivó de golpe en mí la inquina que le profesaba. Con sigilo me aparté de la reina, que seguía embebida en sus dibujos con el palito. De puntillas y sin hacer ruido fui acercándome a Pichablanda, y tan pronto como hube llegado a su lado, por la espalda, le asesté en la gorra amarilla un palazo descomunal que le hizo caer de bruces sobre las zarzas. Solté a continuación a la niña para que pudiera escapar conmigo; pero ella prefirió quedarse a socorrer a Pichablanda, que al parecer sangraba malamente por una brecha en la coronilla. Perseguido por sus agudos gemidos, escapé a todo correr monte abajo. Supe otro día que los dos bandos se concertaron para ir en mi busca y apalearme.

No menos pérfida fue una jugarreta de que le hice víctima algunos meses después. Al cura del asilo Matía, residencia de ancianos donde en común con otros barrios de la zona tenía Illarra-Berri su parroquia, considerando al parecer el estado semisalvaje en que vivía aquel enjambre de chiquillos, se le ocurrió que había que idear para ellos algún entretenimiento bendito de dios y con ese propósito fundó un grupo de baile. La falta de recursos no impidió que la iniciativa del sacerdote obtuviera un éxito inmediato. Varios vecinos costearon un chistu; un segundo fue alquilado con dinero del cepillo de la iglesia; el dueño de un bar aportó el tamboril; una docena de madres abnegadas, entre ellas la mía, confeccionó los atuendos (no siempre a la medida, todo hay que decirlo), y de esta forma, con ayuda de muchos y la buena voluntad de todos, el grupo de dantzaris se consolidó. De la noche a la mañana se hizo la paz en el monte. Los pájaros se quedaron solos. La vegetación fue cubriendo las fortalezas y guaridas construidas con ramas. Las espadas se pudrieron olvidadas en los caminos de lodo. Chicos y chicas se tomaron con tanto ardor el aprendizaje del baile que, no satisfechos con la hora y media de ensayo diario, proseguían en la calle por su cuenta los ejercicios sin la presencia aleccionadora del maestro, sirviéndose para ello de un pequeño tocadiscos que enchufaban en el interior de un taller mecánico. La música se mezclaba de costumbre con el ruido de los martillazos sobre chapa, con el siseo de la pistola de pintar, con los chisporroteos del soldador; pero a ninguno de los entusiastas bailarines parecía incordiar tal cosa. Subidos al remolque de una camioneta aparcada junto a la puerta del taller, Pichablanda y yo disfrutábamos de lo lindo presenciando los saltos acrobáticos, el ágil aletear de los pies despegados del suelo, las arduas cabriolas, así como las patadas a lo alto, los giros y contragiros, los prolongados alaridos de júbilo y toda la compleja combinación de pasos y movimientos propios de la atlética danza vasca. Genarito vibraba de emoción, y contagiado por el ritmo de la aguda musiquilla y el tenaz tamborileo, agitando inconscientemente los pies y las manos también bailaba sobre la furgoneta. Otras veces contemplaba absorto las progresiones de la danza, fijas y dilatadas las pupilas de sus ojos saltones, que parecían los de un hipnotizado. Frecuentemente, al término de alguna pieza, le acometía un rapto de entusiasmo y se encaramaba al techo de la camioneta, donde con no poco riesgo de caerse daba saltos sobre la chapa despintada, aplaudiendo frenéticamente a los sudorosos bailarines que le pagaban con bromas y reverencias tan encendidos homenajes.

Y llegó el 20 de enero de un año de mi adolescencia, día festivo por ser el de san Sebastián, patrón de la ciudad y de nuestro barrio, donde según eral costumbre en fecha tan señalada los balcones amanecieron engalanados con banderas blanquiazules y verdiblancas, únicos símbolos de carácter local que estaban por aquel entonces autorizados. La víspera había llovido a raudales y por la noche otro tanto; pero de amanecida escampó y durante toda la mañana lució en el cielo límpido un sol cegador. El programa de fiestas, reducido y sujeto de un año para otro a muy pocas variaciones, incluía en aquella ocasión una notable novedad, ya que estaba prevista para ese día la presentación en público del grupo de dantzaris, razón por la cual se había hecho instalar en el frontón un imponente tablado sobre el que, además del baile, se iba a celebrar asimismo un combate de boxeo y la competición anual de bersolaris. Fue un día aciago para Genarito y su familia, un día de los que se llevan de por vida clavados como un estilete en la memoria.

Acabada la misa de once, se congregó en el frontón de Illarra-Berri una gran muchedumbre formada en su mayor parte por familiares de los dantzaris y demás gente del lugar. Era, sin embargo, notable la presencia de numerosos vecinos de caseríos y barriadas próximas, a quienes el buen tiempo reinante había animado a participar en la fiesta. Cerca de un centenar de personas abarrotaba el frontón a la hora prevista para el inicio del baile. Situado en la sombra, el tablado conservaba la humedad debida a los últimos aguaceros. Desde él se expandía un intenso olor a madera recién serrada. En la cara de muchos asistentes se podía advertir la enorme expectación que había suscitado en ellos el número de baile, lo cual no tenía nada de raro, ya que no pocas de aquellas personas, algunas de ellas deudos de los bailarines, habían contribuido mediante su trabajo o sus donativos a hacer posible la idea del cura, y era razonable que desearan comprobar el resultado de sus desvelos. Allá encontré por fin a Genarito, después de haberlo buscado inútilmente durante casi dos horas, sin que nadie hubiese sabido darme razón de él, ni siquiera su madre, a la cual, cuando me abrió la puerta, le caía una lágrima por la mejilla. ¿Sería posible que mis salvajes aldabonazos la hubiesen apenado hasta ese extremo? Poco antes del mediodía divisé a su hijo subido a lo alto de un muro, en la parte trasera del frontón. Estaba primorosamente endomingado, con un abrigo celeste, impecable, que yo no le conocía, zapatos negros de charol, el cabello peinado a raya y el rostro limpio, claro y sonriente. Parecía un muñeco. Sus ojos grandes escudriñaban el gentío. Reparó en mí y por medio de ademanes me convidó a sentarme a su lado. Mi respuesta consistió en una mirada henchida de odio. Se detuvo de golpe en el aire la mano con que me llamaba. Genarito sonrió en señal inequívoca de sumisión. Yo le correspondí amenazándole con el puño. Visiblemente turbado, desvió él entonces la mirada hacia otra parte y yo, con todas mis fuerzas, deseé que se cayera de espaldas al río que discurría por detrás del muro.

El baile empezó con retraso por culpa de uno de los dos chistularis habituales, que al fin no apareció. Durante los primeros compases se produjeron algunos fallos que en los días posteriores los vecinos habrían de achacar a los rayos del sol, que al parecer habían ofuscado a los dantzaris; aunque yo me acuerdo perfectamente de que el tablado quedaba por entero a la sombra del frontón. No siempre era monocorde el retumbo de las abarcas sobre los maderos de la plataforma. Con los saltos y los giros algunas boinas rodaron hasta el público, que las cogió con alborozo, viendo tal vez en ello un alarde de brío por parte de los muchachos. Detrás del tablado, el cura contemplaba el espectáculo con serena unción; pero a las veces algún que otro saltito o meneo de cabeza delataba los esfuerzos que debía hacer para refrenar su alegría. A su lado el maestro de baile daba continuas indicaciones a sus pupilos y de vez en cuando no podía disimular algún gesto de disgusto. La gente aplaudió con entusiasmo la primera pieza. La segunda desató el delirio. Al término de la tercera las manos despedían humo. Los altavoces anunciaron entonces una breve pausa, «para que nuestros bravos mutiles y guapísimas neskas recuperen el aliento». El público prorrumpió en aclamaciones, dispuesto ya a aplaudir y vitorear por cualquier causa. Sucedió a este punto una desgracia, y fue que, bajando del tablado, el chistulari se cayó por la escalerilla de madera; acudieron prestamente a socorrerlo algunos que se reían de la cómica caída, pero que de pronto dejaron de reírse porque, mira por dónde, el pobre chico, de aquella forma tan tonta, acababa de partirse una pierna. A tiempo de retirarlo el cura se santiguaba con gesto de indignación, como si el músico se hubiera herido aposta. El maestro de baile, pálido y anonadado, se secaba el sudor de la frente con un pañuelo. Corrían de boca en boca rumores acerca de la posible suspensión del baile. Los altavoces preguntaban una y otra vez si alguno de los presentes sabía tocar el chistu. Así las cosas, logré acercarme hasta el cura y le dije al oído:

—Padre, aquel chavalín que está sentado allá arriba, el del abrigo azul claro, ése, padre, ése sabe todas las canciones.

Mandó el cura que trajeran el niño al escenario. El pobre Pichablanda se vio de pronto arrancado de su privilegiada atalaya y conducido de mano en mano, por encima del mar de cabezas, hasta el tablado, donde nada más poner los pies en el suelo le metieron un chistu en la boca. Ni siquiera tuvo ocasión de declarar que no sabía tocarlo. Su aliento produjo un pitido involuntario. El cura se volvió hacia mí enfurecido.

—Sabe tararear las canciones —dije.

Genarito negó, yo reafirmé. Zamarreado por el impaciente sacerdote, el muchacho, a pique de ponerse a llorar, confesó conocer las melodías, pero que por vergüenza no se atrevía a cantarlas. El público más próximo le increpó y el cura, perdida la calma, le largó a vista de la muchedumbre una sonora bofetada. A viva fuerza lo colocó a continuación junto al micrófono y le conminó a mostrar sin pérdida de tiempo sus dotes musicales. Pichablanda, con el rostro bañado en lágrimas, empezó a tararear un zortzico lastimero. No hubo más remedio que concederle unos minutos para que se le pasaran los sollozos. Los dantzaris subieron de nuevo al tablado. Vi que Pichablanda recibía una bolsa de golosinas. Poco después, con ánimo mustio, comenzó a canturrear. Durante media hora remedó junto al micrófono el sonido del chistu. No siempre alcanzaba a oírsele, borrada su vocecilla aguda por el estrépito de los pies sobre las tablas. De este modo el número de baile, deslucido y ya no tan ovacionado por los espectadores, que acabaron diseminándose antes de su conclusión, pudo llevarse a término. Se retiraron los bailarines y quedó Pichablanda solo en el escenario. Me fijé en la mojadura de sus pantalones y sentí por él algo acaso parecido a la pena. Poco más tarde, durante la comida en casa, me enteré de que era hijo de ladrones.

Pocas veces vi a mi padre despotricar de un modo semejante. Sus puñetazos sobre la mesa hacían ondear la sopa en los platos. En balde trataban mi madre y mi hermana de tranquilizarlo.

—Te oirán —le decían.

Pero él, para demostrar lo poco que le importaba que le oyesen, se volvía hacia la pared y gritaba lleno de ira:

—¡Ladroneeees!

A primera hora de la mañana, un intercambio de reproches entre mi padre y un vecino por causa de un charco putrefacto en medio de los dos portales, que ninguno quería considerar dentro de su jurisdicción para no tener que limpiarlo, reveló casualmente la fechoría. Se supo que Valeriano Zaldúa, el padre de Genarito, había desfalcado a la comunidad tres mil pesetas que le habían sido confiadas el mes anterior. A mi padre le encorajinaba sobre todo la astucia con que el tipo había obrado. La noticia corrió como un lagarto, escaló paredes, se coló por intersticios y llegó por fin al piso de los Zaldúa. Mientras comía la sopa, me acordé de la lágrima que esa mañana lloraba la madre de Genarito Pichablanda al abrirme la puerta. Tres mil pesetas, en aquellos tiempos, suponían una cantidad considerable para la mayoría de los moradores de Illarra-Berri. Una cantidad suficiente para sumir en la desesperación a una familia.

Valeriano Zaldúa era un hombre flaco, oscuro, de cejas espesas y nariz aplastada y violácea a quien por las tardes, a la caída del sol, se le veía llegar montado en su bicicleta. Se me hace a mí que formaba parte del crepúsculo; que éste, sin él, quedaba como incompleto. En los días ventosos se sujetaba la boina con la mano. Me acuerdo asimismo de su cogote, fino y subido, como dicen que es usual entre los vascos de raza. Por algún motivo que desconozco lo apodaban Canuto. Tenía fama de borrachingas, al igual que otros, pero también de jugador. Por ser hombre escurridizo y silencioso, poco dado a relacionarse con los vecinos, le perseguían infinidad de rumores. Se contaba que una noche lo habían visto chocar con su bicicleta contra una pila de ruedas, a la puerta de un garaje que se hallaba a la entrada de Illarra-Berri, y que maldecía a dios y que por lo tardío de la hora nadie salió a socorrerlo y que al alba lo encontraron dormido sobre un charco de petróleo. Se decía también que se jugaba las perras en el frontón, que había perdido años atrás un caserío en las apuestas, que por culpa de su vicio la mujeruca y el chaval pasaban hambre.

A finales de otoño una crecida del río había arrancado parte de la acera, delante de la casona. Al paso de los camiones cargados de leche o de chatarra, comenzó a agrietarse el asfalto de la carretera. Reunidos los vecinos de nuestro portal, frente al que se hallaba el daño, acordaron construir sin demora, con dinero de la caja común y algo más que puso cada uno, un pretil de defensa. Así se hizo. Sobró cemento, sobraron buenas intenciones y para no desperdiciar ni aquél ni éstas la obra fue prolongada de forma gratuita a lo largo del borde del talud correspondiente al otro vecindario. A Canuto le había tocado ese año, que pronto terminaría, el turno de administrador. A él, por tanto, le fueron entregadas las tres mil pesetas con que a sus vecinos les pareció oportuno contribuir al pago del pretil. Ni un solo céntimo se pretendía aceptar de ellos, y tanto insistieron como los otros resistieron, de suerte que con riesgo de enfadarse mutuamente los unos deliberaron pagar «por cojones» y los otros por los mismos no cobrar. La zorrería con que Canuto Zaldúa se embolsó el dinero mantuvo a ambos vecindarios en calma durante un mes. Mientras que los de un portal se enorgullecían creyendo haber saldado la deuda de honor, estaban los del otro persuadidos de que al fin se había impuesto su razón, y de esta manera vivieron todos en buena avenencia hasta que la rotura de una tubería formó aquel charco pestilente. Trabaron entonces pleito entre ellos, los hombres con los hombres, las mujeres con las mujeres; pidieron los de un lado un acto de generosidad que compensase el suyo de cuando sufragaron el pretil, y al aducir los del otro lado el pago de las tres mil pesetas, se conoció el desfalco de Canuto. Era, como he dicho, un 20 de enero, día de san Sebastián. Sobre las tres de la tarde se improvisó una reunión delante de la casona. Las mujeres, aunque a regañadientes, hubieron de conformarse con seguir las deliberaciones desde las ventanas. Se oyó a todo esto el correr de una persiana en el piso de los Zaldúa.

—¡Baja, Canuto! —le gritaron.

Bajó. Vi a mi padre zamarrearlo y a Canuto dejarse zamarrear como un pelele. No vi más porque mi madre me arrancó de la ventana. Por la noche me enteré de que el pobre diablo había dado palabra de restituir poco a poco el dinero sustraído. Sé que pagaba al principio de cada mes; pero nunca oí decir cuánto.

Me puedo imaginar que el penoso incidente hubiera acabado por difuminarse con el tiempo en la memoria de los vecinos. Tarde o temprano Canuto habría enjugado la deuda y la gente iría olvidando paulatinamente pormenores de la desdichada historia, hasta guardar de ella un recuerdo impreciso. Pero sucedió después de algunas semanas el escándalo que había de hundir de una vez para siempre a la familia Zaldúa en el oprobio. Y fue que una noche desaparecieron dos gallinas de una de las chabolas que había en el patio trasero del edificio. A los gritos furiosos de la dueña se llenaron las ventanas de delantales, moños y murmuraciones.

—¿Si habrán sido otra vez ésos?

—¿Quién si no?

Alguien propuso esperar a que los hombres hubieran vuelto del trabajo para llevar a cabo una pesquisa.

—¡Ni hablar! —replicó una voz enérgica que salía de detrás de una hilera de sábanas colgadas—. Esto lo arreglamos nosotras en un periquete.

Eran al pie de nueve o diez que jadeaban como yeguas cuando derribaron la puerta a coces. Un viejo anhelo se cumplía: franquear el umbral de la misteriosa vivienda. De nada le sirvieron a la madre de Genarito los lloros ni las súplicas. El tropel de matronas sentía prurito de husmear y revolver. Pincharon colchones, abrieron gavetas, alumbraron la carbonera. Las gallinas no aparecían. Hallaron una habitación abarrotada de tiestos con hortalizas; hallaron conejos enjaulados, costales llenos de ropa vieja y mucha suciedad; pero no hallaban ni pluma de las aves.

—Ya las oiremos. Titas, titas.

Pasaba el tiempo, crecía la decepción. En esto, cuando ya algunas mujeres se mostraban partidarias de poner fin al registro, levantó una de ellas por simple curiosidad la tapa de una olla puesta sobre el fuego y descubrió, sumergidas en el agua borbollante, las dos gallinas sin desplumar. La mujeruca debía de haberlas ocultado allí precipitadamente. Sus sollozos no lograron infundir una pizca de piedad al mujerío justiciero, que la molió a golpes mientras ella negaba el delito y balbucía que las gallinas eran suyas, compradas por su marido en el mercado de San Martín. Y las otras: «habráse visto qué descaro»; y ella repitiendo sin parar que no las había robado, ay virgen santa y esas cosas. Conocí el suceso por mi madre, que cuando volvió a casa traía en la mano un mechón de la mujer. No me pareció de humor para preguntarle si había visto a Pichablanda.

Desde aquel día los Zaldúa vivieron con las persianas bajadas. Fue un año de calor. Salían lo imprescindible de casa, casi siempre a horas en que la calle estaba desierta, y con frecuencia Canuto demoraba su llegada en bicicleta hasta la anochecida. Alguna mano artera había tachado su nombre en la plaquita del buzón y escrito en su lugar ladrones. Mi madre supo de una escena penosa en el tenducho de comestibles. La tendera se había negado a vender pan y leche a la madre de Pichablanda, y entre insultos y gritos le había exigido el pago de lo que adeudaba, que por lo visto no era mucho, pero suficiente para largarle un rapapolvo de alivio. La mujeruca se vio forzada a efectuar la compra en otro barrio. Y después en otro, pues adondequiera que fuese la perseguía su mala fama. En Illarra-Berri, tanto entre adultos como entre menores, y acaso sobre todo entre éstos, Zaldúa y ladrón vino a significar lo mismo.

Mucho peor que su familia lo pasó el candido de Genarito, en quien los despiadados chavales se cebaban con una saña de tigres. Ni que decir tiene que perdí la exclusiva de hacerlo sufrir. De un día para otro Pichablanda se había convertido en una presa que todos codiciaban. En cuanto lo veían aparecer, de paso hacia alguna parte, le dirigían a coro burlas y escarnios, rematados de costumbre en un estribillo que decía:

Ahí viene el ladrón, ladrón, ladrón,

de robarle el pito

al ratón, ratón, ratón

Pero no sólo de palabra lo mortificaban, sino que muchas veces salían a su encuentro cuando él volvía de la escuela y sin más ni más se daban a zarandearlo, cubrirlo de escupitajos y maltratarlo de todas las maneras posibles, bajándole por ejemplo los pantalones para embadurnarle el trasero con pintura o metiéndole bajo la camisa arañas y culebras, de que era muy temeroso. Otras veces lo arrojaban al suelo y todos a una le meaban encima, o bien por turno dentro de la bolsa donde él guardaba los trebejos de escolar. Cuando por fin lo dejaban irse, él pasaba a mi lado llorando, y a veces traía escrita en la frente o la mejilla la palabra ladrón.

Ya nunca más jugamos juntos ni le saqué chispas a la aldaba de su casa. Muy pronto el río y yo comenzamos a añorarlo. ¿Qué estaría haciendo allá arriba, tras la persiana siempre bajada de su cuarto? Tenía mucha maña para el dibujo y me lo imaginaba pintando en penumbra aquellos soldados con casaca y morrión que siempre le salían tan bien. Fueron días de soledad (no estando él, me faltaba valor para acercarme a los otros), días de aburrimiento, días que culminaron en una tarde calurosa de verano en que al bajar a la calle encontré a los Zaldúa cargando sus enseres en una furgoneta roja. Se mudaban. Apenas vi a Genarito salir del portal con una silla al hombro, me acometió una rabia descompasada, abrasadora, feroz, y esta vez supe con certeza por qué: había comprendido que a la marcha del pobre diablo, yo pasaría a convertirme en el más débil de todos los chicos de mi edad, en la última mierda del barrio. En adelante yo sería Pichablanda. Esta certidumbre me colmó de amargura. La mano se me fue sola al tiragomas cuando vi que Genarito corría hacia mí diciendo que quería despedirse. Antes que me pudiera abrazar, le acerté una pedrada terrible en medio de la sonrisa. Durante medio instante, por así decir, me miró con la fijeza de sus enormes ojos pasmados. Luego se llevó la mano a la boca que chorreaba sangre, y gritando que yo le había roto un diente, regresó tambaleándose a los brazos de su madre, que lo tomó amorosamente, le enjugó las lágrimas y le hizo subir a la furgoneta, con la que enseguida partieron.

Los Zaldúa se trasladaron a vivir a Pasajes Ancho, allá por el camino de Francia, cerca del puerto donde Canuto trabajaba de estibador. Dos o tres años después apareció en el periódico su esquela mortuoria. Esto era, si mal no me acuerdo, por la época en que nosotros nos instalamos en uno de los pisos nuevos de Zapatari, barrio cercano a Illarra-Berri. A mi hermana Petra le contaron que Canuto Zaldúa había muerto aplastado bajo no sé cuántas toneladas de chatarra desprendidas del gancho de una grúa. Parece que la mujer cobró una indemnización cuantiosa, pues se supo que al poco de enviudar se mudó con el hijo a Amara, una zona mejorante de San Sebastián, donde contaban que había puesto una tienda de golosinas.

Transcurridos varios años, el azar nos reunió a Genaro Zaldúa y a mí, una tarde lluviosa de 1979, en un rincón de la cafetería Goya. Estaba muy cambiado; pero, como he dicho, lo reconocí enseguida, por los ojos.