A mi llegada al Goya, un chaval, que supuse sería el sobrino del tabernero, esparcía serrín por las baldosas de la entrada. Hallé la cafetería con más luz que a media mañana y también más concurrida. Corrillos bulliciosos de bebedores se arracimaban delante del mostrador, y envuelto en una nube de humo de tabaco, conversaba aquí y atendía allá el ojeroso tabernero. Me pareció conveniente que no me viera. La cabeza agachada, los pasos de gato y dentro del pecho un redoble de palpitaciones, me dirigí al recinto contiguo, donde hacía cosa de media hora que debía haber comenzado la tertulia. Me las prometía muy felices pensando estaba a pique de ocurrirme la primera peripecia de una más o menos gloriosa carrera literaria, pues yo, como la mayoría de los hombres, según creo, abrigaba el candido presentimiento de no haber venido al mundo en vano. Me llevé, con todo, una decepción de padre y muy señor mío cuando vi que no había nadie sentado a la mesa cubierta con el impecable mantel blanco. Se me figuró entonces que el pretendido cónclave de surrealistas era una broma. Volví la vista a todas partes, tratando de descubrir en algún rincón, o en la calle, o en alguna de las ventanas del edificio frontero que se podían ver desde el interior de la cafetería, a los autores de la travesura, a quienes imaginaba entregados a la lindísima diversión de contar los pardillos llenos de esperanza que, como yo, iban llegando al Goya. Estaba, pues, claro que todos mis esfuerzos, preparativos y maquinaciones de ese día no habían servido para nada. Me indigné, me indigné como pocas veces, y acometido de un ramalazo de coraje, decidí marcharme, abandonar la poesía, emprender una guerra personal contra la humanidad, convertirme en árbol. Por suerte encontré muy pronto la manera de desfogar la rabia que me corroía, y fue que llegado ante la puerta, me di a estropearle al joven camarero su trabajo, llenándole de pisadas la playita de serrín que absurdamente se empeñaba en mantener intacta. Hasta cierto punto el muchacho se interponía en mi camino. Quiero decir que aunque no taponaba la salida, se hallaba lo suficientemente próximo a ella como para hacerle creer que su cuerpo semiagachado suponía un obstáculo punto menos que insalvable. Acercándome a él por detrás simulé que no podía abrirme paso ni por su derecha ni por su izquierda, y de este modo le pisoteé a placer los flancos y la retaguardia. Oyó el chaval que a su espalda alguien chascaba la lengua con disgusto y se apartó rápidamente a un lado y yo tras él, y acto seguido, al otro y yo lo mismo, como si atados ambos con una cuerda él tirara de mí, de suerte que al cabo de unas cuantas idas y venidas no quedó un palmo de serrinada sin hollar. Para que no pensase que le hacía todo aquello adrede, le pregunté con fingido malhumor si se había propuesto retenerme en el local. Sin decir palabra se hizo a un lado y yo pasé adelante. Desde el umbral, donde me detuve a mirar la lluvia, oí que renegaba, erguido en el centro de la fechoría. Me dije, con el puro en la boca: por hoy ya te has mojado bastante. Y formé propósito de permanecer en el café hasta que escampara; eso sí, firme en mi determinación de no hacer gasto. Conque entré de nuevo, a tiempo que el muchacho sacaba del costal un puñado de serrín. En los surcos del entrecejo le columbré la mala idea y, por cerciorarme, amagué un salto. Él, que sin duda no esperaba la finta, lanzó el serrín con fuerza hacia donde creyó que con él me atinaría. En ese instante, toda la irritación que me recomía dio un brinco de sapo y se zambulló en las pupilas acuosas del chaval. Pasé ante él como vieja beata que vuelve de comulgar y me dirigí directamente a la mesa blanca, resuelto a celebrar yo conmigo la reunión. Donde mejor me supo me senté. Reencendí la tagarnina, y no me había dicho dos palabras entre dientes cuando vi a través de una voluta de humo levantarse de una mesa vecina a un tipo de párpados oscuros, atuendo raído y edad puede que tres o cuatro años mayor que la mía, el cual, enristrando hacia mí, me alargó una mano y se presentó como poeta. Le convidé a tomar asiento, aunque me parece que sus nalgas ya se habían puesto en camino de posarse antes que yo les mostrara cortesía. No bien se hubo sentado, sacó sin vergüenza ni temor unos papeles en los que tenía escrito un largo poema, la mejor obra, según dijo, salida nunca de su mano. Manifestó deseos de leérmela y saber qué juicio me merecía. Al punto comenzó a bisbisear versos que los ruidos del local me impedían entender, e hizo al poco un alto en la lectura para averiguar, escudriñando mi semblante, la impresión que su poema me causaba. Con simulada rotundidad le dediqué una retahíla de elogios a cual más grueso, enderezados a que él, en recompensa, cesara de arrojarme fuego por los ojos.
—Juraría —le dije para terminar— que el comienzo de tu poema guarda similitud con el universo pictórico de Emst.
A lo que contestó él no poco ufano:
—Ya me figuraba que sería admitido en vuestro grupo.
Me fue imposible evitar cierto retintín al declararle que me tomaba por quien no era. Decepcionado, dobló los papeles, los restituyó a un cartapacio que llevaba consigo y ya no hablamos más. Poco a poco otros jóvenes que se hallaban dispersos por la cafetería, se acercaron a nosotros y fueron tomando asiento a la mesa.
Seríamos al pie de doce o trece los que nos habíamos juntado cuando, pasadas las seis de la tarde, aparecieron en fila india los tres organizadores de aquel cenáculo juvenil.
El primero fumaba un puro fachoso, no muy distinto del mío. Al parecer se le había mojado viniendo por la calle y apenas le tiraba. Desde mi sitio, en el rincón, yo le veía succionar con toda su alma, hechas hoyuelos las mejillas, sin que en ningún momento lograra exhalar una cantidad de humo digna de llamarse bocanada. Con frecuencia aplicaba la llama de su encendedor al extremo del veguero. La otra punta, mordida y chupada, se conoce que se le deshacía dentro de la boca, pues de continuo se inclinaba él para escupir alguna hebra de tabaco. Al poco de comenzada la reunión, se le terminó la paciencia, arrojó el puro al suelo y lo pisó. Acto seguido se dirigió a la barra y regresó visiblemente satisfecho, dando profundas caladas a otro nuevo que era el doble de fino y corto que el anterior, pero humeaba de maravilla.
Este del puro se llamaba Josu Ruiz, persona de pocas carnes y de no muchas palabras. Vestía pelliza de cuero con forros y vueltas de piel, prenda de moda entonces entre quienes podían sufragar lujos semejantes. Él la colocó con esmero, y aun diría que con mimo, sobre el respaldo de su silla. Me parecieron sus modales, si no refinados, correctos, o quizá lo creí yo así por contraste con la rudeza patente de sus camaradas. No le faltaba, sin embargo, un punto del aspecto desidioso de quien acaba de levantarse de la cama. La barba de cacto, los ojos encendidos y la mirada mustia daban a su fisonomía un aire de mastín, de perro grande y manso al que no es posible contemplar sin contagiarse de su somnolencia. Llamaba la atención la forma de su cabeza, que era tal que parecía un segmento de tablón, idóneo para cegar aspilleras si no lo impidiesen las orejas, salientes en demasía. Era por añadidura pelón, ya que hacía poco tiempo que había sido licenciado del ejército. Esto dijo con sorna para contestar a una muchacha curiosa, la cual dio en interesarse por su vida y le hizo muchas preguntas, y una de ellas se refería a si era él estudiante o lo había sido y tenía ya obtenida alguna licenciatura.
Al principio, viéndolo saborear en silencio su cigarro y aspirar el aroma de su coñá antes de llevar la copa lentamente hasta los labios, sordo al chisporroteo incesante de asertos, de réplicas, de puntualizaciones, dije entre mí: he ahí un hombre aplomado, impasible, con personalidad. Bastó, sin embargo, que tomase una vez la palabra para advertir de golpe cuán errada había sido mi suposición. Tras la engañosa apariencia de mesura se ocultaba un individuo gesticulante, sarcástico e impulsivo, que al excitarse hablaba aleteando con las manos como un colibrí y a quien no parecía causar gozo ninguno que se le contradijese. De vez en cuando, luego que algún concurrente hubiera manifestado una opinión con la que él no estaba de acuerdo, se estremecía y daba un brusco respingo sobre la silla; perdida la calma, sus manos, sus cejas, la piel de su frente y diría que todas las partes móviles de su cuerpo comenzaban a agitarse como si contendieran unas con otras por hacerse con los derechos de refutación. Le sucedía siempre en esos casos que al abrir la boca para expresar su parecer, alguien, sin mala intención, le tomaba la delantera. Ponía él entonces poco empeño en hacerse oír; antes al contrario, volviendo de inmediato a su puro y su coñá, se serenaba y durante un tiempo se abstenía de participar en el coloquio. De esta forma, como intervenía pocas veces, y las más de ellas no pasaba de pronunciar una sílaba o dos, nadie echaba en falta sus opiniones ni, por lo visto, esperaba que las tuviese. Me fijé en que sus gestos de enojo eran cada vez más ostensibles y que empezaba a mascullar, y presentí que lo mismo que al comienzo de la reunión había terminado por hartarse de la breva mojada, tarde o temprano se sulfuraría. Y así ocurrió. Dialogaban algunos, hacia la parte central de la mesa, sobre si estriba o no en la fama el supremo objetivo que han de perseguir los artistas. Josu Ruiz no participaba en la plática; pero se conoce que tenía la oreja orientada en aquella dirección. Una vez más llegó a sus oídos una afirmación que no era de su gusto. De nuevo se lanzó, como quien dice, a rebatirla y de nuevo un contertulio le arrebató sin darse cuenta la palabra. No pudiéndolo él resistir, descargó un furioso puñetazo contra la mesa. Tazas y platillos tintinearon; los presentes, repetida en cada uno de ellos idéntica mueca de extrañeza, enmudecieron, al par que todas las miradas convergían en Josu Ruiz. Y dijo éste en un tono que difícilmente habría podido ser más categórico:
—Lo que se hace sin ambición, sin sana ambición se entiende, es cosa que casi nunca vale nada. Es cagar.
—¿Piensas tal vez que cagar es insano? —repuso sonriente aquella chica que, sentada junto a él, habría de formularle más tarde muchas preguntas acerca de su vida, y que llevaba prendida con un imperdible a su jersey, hacia la parte alta del pecho, a manera de broche, una vistosa mandarina.
El desparpajo de la muchacha desató una risotada general, a la que el propio Josu Ruiz se sumó de buena gana. En adelante dejó de mostrarse retraído; aunque tengo para mí que no poca parte de su creciente locuacidad y buen humor era debida a las copas de coñá que bebía sin descanso. Relató aventuras de su reciente servicio militar en un cuartel de Ceuta, historias más bien inverosímiles en las que él de todas todas desempeñaba la función de héroe. Sucedió que al hilo de uno de los chuscos relatos reveló su edad. Veintiún años tenía, nueve menos de los que en un principio yo le había calculado.
Entró en segundo lugar un adolescente con sombrero de copa y facha de pillastre, a quien sus compañeros apodaban el Pulcro. Imaginé que lo llamaban así por ironía, pues su figura desastrada representaba aproximadamente lo contrario de lo que la generalidad de las personas acostumbra entender por pulcritud. De lejos se advertía, sin embargo, que su miseria no era obra de un destino riguroso, sino fingida con probable propósito de exhibirse y escandalizar. La primera vez que habló pensé: menudo bicho, y a partir de ese momento, cuanto hizo y dijo en el transcurso de la tertulia confirmó de todo en todo esa opinión. El Pulcro llevaba sus antojos de provocador al extremo de mostrarse muy desconsiderado con el prójimo. En su boca parecía el idioma, más que un instrumento de comunicación, un arma blanca, con la que él repartía navajazos a tente bonete. Ante sus compañeros se mostraba en cambio dócil y temeroso. Le reprendieron éstos varias veces por uno u otro motivo, con acritud en que se echaba de ver el ascendiente que sobre él tenían. Le mandaban que callase y se quedaba tamañito, sin osar nunca enfrentarse con ellos ni contradecirles, en tanto aprovechaba la menor ocasión de zaherir a cualquiera de los otros asistentes.
A menudo se jactaba de sus andrajos y cochambre y ponía por obra alguna guarrería. Así, por ejemplo, simulaba sacarse piojos de las greñas, introducirlos en la boca y masticarlos con deleite, al par que encarecía su sabor a marisco fresco y convidaba a probarlos. Contó una vez que debido a los hongos se le estaban poniendo los pies blancos, especialmente en las uñas y entre los dedos; que algunos días daba en raspárselos con un cuchillo de la cocina y que el polvo y escamas que de esta forma se extraía los empleaba para sazonar secretamente el almuerzo que su padre acostumbraba llevar a la oficina. Pretendió a continuación que todos los presentes que tuvieran hongos en los pies levantaran el brazo; pero ninguno de sus dos amigos consintió en que siguiera adelante con la majadería. En otro momento aseguró que las ladillas de su ingle izquierda eran dulces, mientras que las de su derecha amargas, pese a lo cual no sentía predilecciones, sino que según las horas comía las de un lado o las del otro, y con frecuencia también mezcladas. Dijo, en fin, entre otras muchas indecencias, estar muy orgulloso de poseer, con cuarenta y tantos días sin bañarse ni ducharse, la marca de desaseo de su colegio.
En toda la tarde no se quitó el sombrero de la cabeza, tampoco cuando fingía despiojarse, ya que entonces sólo lo levantaba hasta dejar una abertura por donde meter los dedos. El sombrero era negro, como por lo demás toda su indumentaria, razón por la que parecía se hubiese disfrazado de antiguo cochero de carruajes fúnebres, al menos mientras mantuvo oculta la prenda risible que llevaba debajo del gabán. Cubría su torso esmirriado una camisa de pijama, rota aquí, deshilachada allá, y en todas partes ajada y llena de lamparones. Como constantemente hurgaba en los agujeros, no paraba de alegrarlos. Se hizo por fin en la zona del pecho un desgarrón por el que podía meter la mano fácilmente, y con ella dentro se rascaba sin disimulo, acusando una y otra vez a su padre de haberle pegado la sarna.
Suscitaba, la verdad sea dicha, entre los reunidos a la mesa más sonrisas que rechazo, no sé si a causa de su corta edad y pintas de diablillo; o porque sus agresiones eran sólo de palabra; o porque al estar sobremanera claro que jugaba a niño terrible y a pordiosero, ninguno o casi ninguno de los presentes le tomaba en serio. Podía suceder también que éstos, con tal de ser admitidos en el grupo, estuvieran quizá dispuestos a soportar cualquier humillación. En cuanto a mí, yo no le encontraba al muchacho la gracia por ninguna parte, como tampoco, al parecer, sus compañeros, que ni le reían las gracias ni le permitían a menudo terminarlas. Estos a veces le hacían callar mediante un seco imperativo, acompañado de una mirada feroz. El Pulcro obedecía sin rechistar y durante un lapso, por lo general breve, no molestaba a nadie. En silencio se dedicaba entonces a enredar en los descosidos de su pijama o a combatir con las uñas algún picor, hasta que, para congraciarse con sus amigos, decía afablemente alguna cosilla. No bien advertía que de nuevo le dejaban tomar la palabra, rebullía en el asiento y, recobrando la sonrisa de golfín, volvía a sus cuchufletas y mordacidades. No le faltaba inteligencia para ofender según el punto débil de cada uno, en cuyo rápido descubrimiento mostraba notable perspicacia, y aunque los más le dispensaban indulgencia, milagro me parecía que ninguno le parara los pies, y aun zumbara un soplamocos.
Ya una vez, al poco rato de su llegada, estuvo a punto de producirse por su culpa un altercado. El joven camarero anotaba con ceño hosco los pedidos en una minúscula libreta. Se me hace que, aparte realizar a regañadientes su trabajo, le disgustaba sobremanera servir a gente de edad afín a la suya, y que por ello nos ponía mala cara y se mostraba muy poco inclinado a agradarnos. Le notó el Pulcro aquella cuerda tensa y se la quiso tañer, diciéndole de sopetón:
—Esclavo, ¿hay vodka en este cuchitril inmundo?
Quedó el chaval durante medio instante como muerto de pie; revivió de pronto, la cara crispada de ira, e hizo amago de arrojarse sobre el Pulcro, que sujetándose el sombrero de copa con una mano, se apresuró a buscar refugio tras la silla. Se interpuso Josu Ruiz entre los dos mocitos; pidió calma al uno, ordenó con ademán imperioso al otro que se sentase, todo ello a la manera de un director de colegio que, sin sacarse el puro de la boca, hiciera una demostración de autoridad reconciliando en público a Juanito y Pepito. Tomó después al camarero cordialmente por el hombro, y hablándole no sé qué cosa, se apartó con él y lo apaciguó. Convinieron ambos en el transcurso de su conversación privada que aquél no habría de estar pendiente de nuestra mesa, sino que cada uno de nosotros acudiría por su cuenta a la barra a pedir consumición. Me alegré yo muchísimo al saber esto, por lo que ya he contado en otra parte.