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Se levantó algo de viento y la lluvia entraba a rachas en el soportal. Por esta razón, y porque nos parecía que se estaba juntando demasiada gente detrás de la columna, acordamos Aizpurua y yo proseguir nuestra plática en un bar que se hallaba a la vuelta de la esquina. Entramos y pedimos pacharán. Llevó Aizpurua la copa al encuentro del labio ligeramente adelantado, que la esperaba ya con un poquitillo de temblor. Despuntó un ápice de lengua rosada, y se disponía micompañero a efectuar el primer sorbo cuando su vista se fijó de repente en mí. Al punto se demudó y detuvo el trago. Me escrutaba, no sé si estupefacto, pero desde luego sorprendido; fruncía el ceño y se dijera que acababa de descubrir en mi semblante los estigmas de una lacra horrible. Y dijo con mucha guasa, cambiando de repente la expresión:

—Oye, ¿no estarás por casualidad en camino hacia la reunión esa que anda convocando estos días por radio una pandilla de guillados?

Apenas hube asentido, estalló él en carcajadas, y riendo me estrechó varias veces con fuerza entre sus brazos.

—Tienes que calentar el carácter —me dijo— con unas cuantas copas. Si se dan cuenta de que eres un pajarito, te despedazarán. Echa unos tragos y sal de ti mismo hasta que suenen las doce campanadas.

Seguidamente pidió otra ronda de pacharanes; quise suponer que a su cuenta, porque a mí, la verdad, no me alcanzaba el peculio para mucho gaudeamus. Sin terminar de beber, hizo que nos sirvieran otra copa, y no contento con que me achispase, se le ocurrió que me convenía fumar un puro.

—Créeme —dijo—. Chupando de veguero impresionarás en ese concilio de mariposas. Fuma y vence.

Él mismo encajó en mi boca una tagarnina torcida y gruesa, que extrajo de un bote roñoso lleno de ellas. El tabernero se lo había puesto en las manos. De pronto, uno con boina y bigote que estaba de mirón al costado de una mesa donde se jugaba a los naipes, se vino, sin ser de nosotros llamado, a darme fuego.

—Chaval —dijo, retirando de manera paulatina la mano para obligarme a humillar la cerviz en seguimiento de la llama—, el día que ese tronco llegue a colilla serás abuelo.

Aizpurua, inclinado sobre la barra, se había puesto a escribir no sé qué cosa en una servilleta de papel. Oyó al entrometido y se volvió de golpe a replicarle:

—Se conoce que usted no sabe con quién habla. Aquí donde lo ve, flaco y tímido, mi amigo es escritor.

—¿Escriqué?

—Escritor.

—Por mí como si es obispo. Van cien duros a que este joven no aguanta media breva sin desmayarse.

Detrás de la barra el robusto tabernero secaba vajilla con el delantal. Tenía los antebrazos cubiertos de tatuajes. Terció enfurruñado.

—No seas metete, Amilibia. Deja vivir a los jóvenes.

—Tú, Pascual, sólo atiendes al interés. Hace mil años que llevo viendo ese puro asqueroso dentro de la lata.

—¿Y qué?

—A ti también te juego los cien duros.

El tabernero no hizo caso del desafío; impertérrito, continuó secando la vajilla. Aizpurua, que por señas había pedido más pacharán, se encaró de nuevo con el pelma y le dijo:

—Si fuera usted más despierto habría encontrado en la débil persona de mi amigo vestigios de una antigua corpulencia. Tenía usted que haberlo visto levantando la piedra de ciento ochenta kilos en las últimas fiestas de Hernani. Doce alzadas en tres minutos. Hoy, pálido y demacrado, apenas es capaz de sostenerse. Un cáncer le está comiendo la tráquea.

El tal Amilibia se quitó la boina como si le quemase sobre la brillante calvicie. Ensayó indeciso una mueca en son de disculpa, y estrujando el billete de quinientas con el puño, lo ocultó en un bolsillo de su chaqueta. Resuelto a secundar la malicia de Aizpurua, doblé la cabeza lentamente, fingiendo desolación y que me pesaba se hablase de mi enfermedad en público. Me miraba Amilibia boquiabierto y turbado, sin saber qué decir. A mí me parecía que ya habíamos hecho suficiente escarmiento al pobre diablo; pero Aizpurua, que no debía de creerlo así, continuó con el embuste, diciendo:

—Mi amigo se muere cualquier día de éstos. Mañana, quizá esta noche o dentro de media hora. Los médicos no pueden ayudarle. La diña y está resignado.

Hizo una pausa para apurar un resto de pacharán. Y continuó en el mismo tono sosegado que hasta entonces:

—Comprenderá usted que mi amigo está en su derecho de fumar este puro viejo sin que nadie le moleste. Quedándole tan poca vida, ¿qué necesidad tiene de cuidarse?

—Claro, claro —farfullaba el pasmarote—, siendo así la cosa…

—Eres un metete, Amilibia —intervino el hercúleo tabernero—. ¿A qué vienes a joderle al chico sus últimas horas?

Amilibia, muy corrido, pidió disculpas; satisfecho de que se las aceptáramos, quiso mostrarnos buena fe haciéndonos un gusto, y para ello extrajo del bolsillo el billete de quinientas y lo arrojó sobre la barra, dispuesto a apoquinar los pacharanes y mi cigarro. Porfiaba que habíamos de beber otra ronda a sus expensas; pero rehusamos de firme, y tras agradecer el convite, salimos a la calle, donde con no poca risa celebramos la burla. De vuelta al soportal, Aizpurua me enseñó lo que había escrito poco antes en la servilleta de papel. Era un poema.

—Llévalo —dijo— a tu reunión de ángeles. Me imagino que te pedirán alguna muestra de tu sabiduría surrealista. Enséñales esta nonada sin decir que es apócrifa y a lo mejor quedas como un rey.

Muy lejos estaba yo entonces de suponer que aquel papel fino y arrugado contenía el primer texto que, andando el tiempo, habría de publicarse con mi nombre. Rezaba así:

TUFO A VIOLETAS

Después de un infeliz hartazgo de matrices

formando turbias filas de moribundos

los hombres buscan para desencadenarse en su saliva

aquellos viejos cofres repletos de guijarros

Pasaban de las cinco en el reloj de la catedral. Aizpurua expresó su deseo de verme al día siguiente en clase. Le picaba, dijo, la curiosidad por conocer con detalles cómo había discurrido la tertulia surrealista. Me deseó suerte, así como un pronto restablecimiento de mi presunto cáncer de tráquea. Tras esto y un abrazo que me dio, nos despedimos y se fue. Ignoro por qué razón permanecí junto a la columna viéndole alejarse, con su típico bamboleo, por una de las aceras que bordean la catedral. Caminaba presuroso, apartado de las fachadas que habrían podido protegerle de la lluvia. De pronto se detuvo. Advertí que volvía la vista y de un salto me oculté. Cosa de medio minuto estuve sin moverme; luego me asomé con precaución. Aizpurua acababa de subir la escalinata. Volvió de nuevo el rostro, pero no parece que llegara a divisarme. Por fin enristró hacia el atrio, que en aquellos momentos se hallaba vacío, abrió el portillo y se metió en el templo.

De camino al Goya, me detuve cerca de veinte minutos bajo la marquesina de una tienda de juguetes. Una y otra vez desdoblaba la servilleta y releía el poema de Checho Aizpurua. ¿El poema? ¡Para sí quisieran esos cuatro rengloncetes sin sentido una denominación tan noble! Y me decía entre mí: la tarea de componer poemas está reñida con la improvisación; un poema es el resultado de una búsqueda prolija; como todo quehacer artesanal, la obra poética requiere esmero, lucidez y un hombre a solas. Entendía perfectamente que el gordo Aizpurua, no siendo poeta, se tomase a broma la poesía; de igual modo habría yo podido pitorrearme de sus venerados clásicos griegos y latinos, que, con independencia de su valor histórico o literario, me dejaban frío, por no decir helado. Para mí, en aquellos tiempos, nada existía más santo ni solemne que el arte de la poesía y consideraba, en consecuencia, que la barra de un bar no era el sitio más apropiado para practicarla.

Después de releerla seis o siete veces, aprendí de memoria la fruslería poética de Aizpurua. Por temor a que me oyese hablar a solas alguno de los numerosos transeúntes que pasaban a mi lado, no me atrevía sino a recitar los versos entre dientes, a la manera de quien bisbisea una oración. Y a decir verdad me parecía que musitados mejoraban, o cuando menos que podían decirse con mucha ligereza, como si entre todos ellos conformaran una secuencia rítmica. Poco a poco fue atemperándose el desdén que al principio me habían inspirado, y aun terminó por complacerme su falta de ilación, pues inferí de ella que aquel escrito era genuinamente surrealista y podría, por tanto, prestarme un valioso servicio en el transcuno de la tertulia. Reconocí que lo había juzgado con precipitación, sin entender que Checho Aizpurua, al redactarlo para mí, me había hecho el favor de extenderme una especie de salvoconducto. El rugoso papel me confirió de pronto la confianza de quien lleva un arma oculta en el bolsillo.

Con todo, me desasosegaba grandemente un pensamiento, y era que mi orgullo habría de sufrir una dolorosa desgarradura en el caso bastante probable de que los asistentes a la reunión acogieran con elogios los versos que pensaba presentarles como míos. Para mitigar el reconcomio que este barrunto me producía, determiné hacerme autor de alguna parte del poemilla, de suerte que si alguien lo admiraba, sintiese yo que me salpicaban algunas gotas de su admiración. Con ese ánimo apoyé el papel en la luna de la juguetería y según mi gusto y entender le puse un punto y varias comas, pues consideraba por aquel entonces que privar de signos de puntuación a un escrito era como parir un niño sin párpados o sin orejas. Hecho lo cual, retoqué él último verso, escribiendo trescientos donde decía aquellos, que se me antojaba vocablo poco expresivo, y sin mayor causa cambié guijarros por trompetas. Estas modificaciones, que no afectaban a lo esencial del poema, me procuraron gran satisfacción. Me dije: Hilario Goicoechea, la casa sigue siendo de otro, pero hay en el último piso un cuarto que te pertenece. No tengas aprensión de morar en lo tuyo.

Quiero referir ahora (pues tengo intención muy firme de que mi historia se asiente en la verdad) que una razón de mayor peso que retocar el poema de Aizpurua o saberlo de corrido, me retenía junto a la tienda de juguetes. Y era la pobreza lastimosa en que me hallaba desde la mañana a consecuencia de la compra de libros sobre surrealismo. Resuelto a poner por obra algún truco que me ayudase a mantener en secreto mi penuria, decidí llegar con retraso al café Goya, pues pensaba que me libraría de hacer gasto si me incorporaba a la reunión una vez que los concurrentes hubieran solicitado y recibido sus respectivas consumiciones. Con un poco de suerte, se habría congregado en torno a la mesa un número tal de caras nuevas que a nadie llamaría la atención la llegada de otra; pero si no era así, sino que a lo mejor, notada mi presencia, todos callaban de repente, procuraría mediante un leve gesto de saludo presentarme de la forma menos aparatosa posible. Acto seguido llevaría a efecto las fases segunda y tercera de mi plan, consistente la una en tomar asiento en parte donde me pareciese que estaría a buen recaudo de miradas, la otra en acechar la ocasión de apoderarme con cautela de algún vaso o taza vacía para que nadie reparase en que me había faltado de beber. Esto decidido, me despedí de las muñecas del escaparate, del tigre de peluche, del robot con cara de pocos amigos, del cerdo-hucha y del trenecito en cuya locomotora se encendía una luz intermitente del color de la brasa de mi puro. Seguía el cielo blanquinoso derramando tristura sobre la ciudad.