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Sobre las cuatro de la tarde coincidí en el autobús con Checho Aizpurua, un compañero de facultad. El cielo seguía cerrado, revestido de esa tristeza gris que difumina las líneas del paisaje y penetra como una aguja en el humor de los hombres. Llovía con lentitud desapacible, con lentitud enconada, con lentitud pertinaz a que algunos atribuyen nuestra histórica cerrazón de carácter. Mientras aguardaba al autobús me entretuve pensándolo. El ventarrón de días anteriores había descuajado el tinglado de la parada. Los dos postes metálicos y la cubierta de uralita habían ido a parar al fondo del ribazo. El sirimiri caía como salpimentado sobre el inmóvil corrillo de esperantes. Pasó un camión envuelto en una nube de bahorrina y alguno que se llenó de zarrapastras, con voz acerba masculló una palabrota. Iba llegando más gente, que en cuanto se enteraba del retraso del autobús ponía el mismo gesto de enfado que los otros. Si aparecía alguno provisto de paraguas, era de notar un forcejeo a solapo por situarse junto a él. Un repentino escalofrío me llenó la boca de flujo agrio. Pensé que, como solía afirmarse, un clima frecuentemente inhóspito nos hizo a los vascos introvertidos, huraños y taciturnos; aunque poco después, viendo al ansiado autobús enfilar la recta de la avenida de Tolosa, me acordé de que siempre he sido partidario de rehuir las generalizaciones. Hoy como ayer se me figura que emitir juicios que abarquen indiscriminadamente a esta o aquella clase humana (los negros son tal, las mujeres son cual) es practicar una filosofía de pelotón de fusilamiento. Apiñando gente uno consigue ahorrar bastante munición.

No muchas tardes lluviosas como aquélla hubieron de sucederse para hallar confirmada la sospecha de que existía entre nosotros, determinando a menudo nuestras opiniones sin que acabásemos de advertirlo, o fomentando complejo de inferioridad en el paisanaje, una especie de pensadores públicos diestros en enunciar razonamientos con ademán sereno, palabras ecuánimes y tono afectuoso, pero siempre contrarios a lo vasco. Alguno hubo, ansioso de entrometerse, que arrojó la piedra desde lejos. Así cierto vate rosáceo y marchito de primeros del siglo XX, por más señas mexicano, al calor de cuyas ripiosas blanduras, siendo adolescente, padecí unos cuantos atardeceres de arrobo solitario, del que por fortuna me costó poco tiempo recobrarme. A éste se conoce que le puso la nariz bermeja un lengüetazo que arreó a una chorrada juvenil de Unamuno, vino ya entonces agrio con que aún se empeña en regalarse algún gaznate. El tal, que se tenía por músico de palabras, sentenció aquello, equiparable a una condena, de que los vascos son poetas por excepción. Lo cual, dicho sea de paso, es cierto en todas partes. En cuanto a nosotros, por lo visto son incontestables las pruebas de nuestra inexistencia: nos faltan días de sol, alegría, misterio, tapias encaladas, caballeros noctívagos que declamen sonetos junto a las rejas, hembras escotadas que sacudan gallardamente la melena mientras departen con picardía en versos de ocho; en cambio, sobra quien nos censure. Y ¿con qué propósito? Dicen que aparte apilar bosta, segar hierba y —como aseveró Jorge Luis Borges con ignorancia de lo que alababa en pueblos mucho menos marineros— estrujar las ubres de las vacas, lo propio de los vascos ha sido contemplar mudos y pasivos el tránsito de tribus que dejaron testimonio escrito de sus crímenes y tuvieron, por tanto, historia; no haber incurrido por timidez, por cazurrería, en conquistas ni invasiones y desconocer, en consecuencia, el hábito de transformar la culpa en epopeya; seguir al cabo de milenios aferrados a los mismos valles y los mismos montes; comer en demasía. Parecido a éste era el raudal de pensamientos que interrumpió la llegada del autobús.

De Checho Aizpurua se rumoreaba que leía un libro a diario. Tenía los ojos como yo siempre he imaginado que los tienen las personas que leen mucho: pequeños y vivos, con la añadidura, en su caso, de que parecían sonreír constantemente tras los cristales gruesos de las gafas. Conversaba escudriñando, como si leyese con fijeza en los semblantes de sus interlocutores. Era muy gordo. La obesidad aindiaba hasta cierto punto sus facciones y era causa de que al caminar su cuerpo enorme se bambolease al modo de un tentetieso. Tenía la tez rosada, los mofletes salpicados de barrillo, poco cuello y una cabellera abundante y lacia, en la que hundía a menudo sus dedos aporretados con el más que probable fin de aliviarse los picores. Por las mañanas solía llegar al aula extenuado, ya que para acceder a la facultad había que vencer una cuesta empinada, bajo cuyo remate en puente discurrían las vías del ferrocarril; o bien, si alguno le hacía el favor de traerlo en coche, subir un largo tramo de escaleras. Cualquiera de ambos caminos representaba un considerable tormento para él. Quienes nos sentábamos a su alrededor estábamos acostumbrados a sus resoplidos y sudores, y a escondidas medíamos los minutos que tardaba su estertor en esfumarse. Pintas y campechanía delataban su origen rústico tanto como el duro acento con que hablaba castellano, idioma que, según sus propias palabras, aprendió en la escuela y no en el caserío donde había nacido y vivía, situado en las afueras de Usúrbil, un pueblecito distante al pie de una docena de kilómetros de San Sebastián. A sus veinte años de edad, aquel mocetón melenudo, cuellicorto, casposo, obeso y con aspecto de peón de chatarrería, pasaba por ser y era una eminencia en el campo de la filología románica. No recuerdo haberlo visto nunca cargado de libros que no fueran los dos o tres imprescindibles para las clases de cada día, al contrario de otros estudiantes que, sin pensar en leer una sola página de las bibliotecas portátiles que arrastraban consigo, hacían ostentación de su poder económico. Checho Aizpurua, a quien de vez en cuando oíamos departir en latín por los pasillos con el profesor de la asignatura —aquel jesuita riguroso y atrabiliario—, procuraba dar un toque jovial a su portentosa sabiduría. Una saludable tendencia al cachondeo ahogaba en él la tentación de lucirse. Ocurrente, extravertido y cordial, a todas horas se le veía rodeado de un séquito de compañeros que le buscaban, bien para admirarlo y regocijarse con sus agudezas, bien para exponerle dudas, sobre todo en vísperas de examen. Durante los recreos engrosaban a veces el grupo profesores encontradizos, a quienes frecuentemente ayudaba en sus trabajos particulares. Más de uno lo eximía de examinarse, mientras que otros suplían la prueba escrita con un coloquio de fuste en la cantina, que los demás estudiantes escuchábamos con la boca abierta. Nunca olvidaré la mañana en que el profesor de fonética y fonología le propuso en broma intercambiar los puestos. El gordo Aizpurua rehusó tajante, pero empezaron los presentes a jalearlo y tuvo batería de ellos para que mudara de parecer, y al fin acabó allanándose a cederle su silla al profesor, subió al estrado y estuvo cerca de una hora matándonos de risa con su descacharrante disquisición acerca de las fricativas en lengua española.

A fuerza de empellones logré incrustarme en la masa humana que abarrotaba el autobús. La puerta se cerró a mi espalda con un golpe seco de guillotina, segando las protestas de los diez o doce infelices que se quedaron a la intemperie. Viajé cosa de dos kilómetros con el envés de mi persona aplastado contra una gabardina mojada, hasta que, ya en el barrio del Antiguo, se apeó una parte del pasaje. Ráfagas de frescor vivificante entraron allí por las puertas abiertas, expulsando el aire estadizo que empañaba los cristales. Yo aproveché la holgura que se formó de pronto en el pasillo para colocarme en un lugar acorde con el deseo de una vida más larga. Entonces lo vi. Desde la plataforma del fondo contemplaba prójimos con gesto risueño. Me dije: ve a pedirle orientación en materia de surrealismo. Y sin perder un segundo me abrí plaza hasta él.

—¿Adónde con esas prisas? —me dijo—. Para y sosiega, que ni los periódicos ni la radio han tenido tiempo de difundir la noticia de tus espectaculares novillos de esta mañana. La policía no te persigue aún.

—Me figuro que soy hombre muerto.

Non est, quod timeas. Por desgracia sobrevivirás. La plebe estudiantil está defraudadísima. Pontifex pasó lista como de costumbre, llegó a la ge, no respondiste. Algunos se frotaban las manos, en la inteligencia de que pronto tu sangre culpable salpicaría la pizarra. El cruel magister escrutó la masa silenciosa para confirmar tu ausencia, esgrimió el lápiz y anotó tu nombre en la agenda de los morituri. Podía percibirse en el ambiente ese olorcillo a regocijo encubierto que precede a las ejecuciones públicas. Ex improviso una de las chavalas que se sientan por nuestra zona truncó la fiesta declarando ante el senado que te había visto por la mañana correr hacia el dentista con las manos en la quijada, en señal de horrible padecimiento.

—¿Y con esa trola cándida me das por salvado?

—¡Hombre! Yo en tu lugar me arrancaría por si acaso una muela, la picaría con un buril y la llevaría a clase en un frasquito, no vaya a suceder que al tyrannus le entre antojo de pedirte una prueba de tu padecimiento. Aunque yo, la verdad, me temo lo peor, o sea, que tu crimen quede impune. Y esto digo porque la chica ha sabido derrochar verosimilitud a centenadas al llamarte varias veces en el curso de la berza pobre muchacho. Pontifex dio muestras de condolerse. Seguro que anda jodido de algún molar.

Ergo ¿estoy absuelto?

Salva res est, siempre que no olvides presentar la reglamentaria disculpa con la firma falsificada de tu viejo.

—A mi padre conviene no abrumarlo con esas tareas intelectuales. Dudo que sepa escribir más allá de la tercera letra de su nombre.

—Pues es un genio, porque al mío, en ocasiones semejantes, todo lo que se le ocurre es escarbarse los dientes con la punta del bolígrafo.

A la salida del túnel de Miramar, un frenazo me arrojó de sopetón contra las carnes de Aizpurua, que se protegió tensando el vientre. La violenta sacudida produjo una avalancha de viajeros en el pasillo, dos de los cuales se desplomaron con una imperturbabilidad más propia de bolos que de seres dotados de ánima viviente. De tal suerte quedaron abrazados en el suelo uno encima de otro, que a no saberse que era sin voluntad aquella indecente trabadura, se armara a lo mejor un escándalo de alivio. Se desató, luego del susto, un torbellino de quejas con destino al conductor. Este, desde su puesto, las repelió sin contemplaciones lanzando una andanada de groserías. No lejos del rincón donde Aizpurua y yo nos encontrábamos, vi que una mano venosa de anciana pugnaba por descorrer una ventanilla. Se me hace a mí que la anciana consumía todas sus pobres fuerzas en estirar el brazo y alcanzar con las yemas el agarradero prendido al cristal. Rozaron los dijes temblorosos de su pulsera la cabeza del mutil fornido, que a su lado usufructuaba el asiento sin piedad de canas ni de arrugas. Se irguió por fin el fortachón a poner por obra el propósito de la mujer; y hecho, se sentó y así no tuvo más molestia de ella. Bocanadas de fragancia marina penetraron a través del hueco y como a la rebatiña se apresuraban a inhalarlas docenas de narices. Le pedí a todo esto a mi compañero que me explicara en qué consiste el surrealismo.

—Tengo un compromiso intelectual de aquí a una hora —agregué—. Si me echaras un cable…

—¡Goicoechea, en qué lío te habrás metido!

Le dije la verdad: que pretendía ingresar en un grupo surrealista sin saber una palabra acerca de ese movimiento artístico.

—Pero algo sabrás —replicó mirándome con fijeza—, un par de generalidades, lo más elemental.

—Lo único que yo sé es que mi surrealista favorito se llama… —y como no lograra acordarme del nombre, hube de buscar el papel donde lo tenía anotado— Max Ernst.

—¿El pintor?

—Ah, pero, ¿es pintor?

—La llevas buena, Goicoechea.

Al entrar en la calle de San Martín, flanqueada por edificios denegridos, ya dentro del casco urbano, el autobús dio de improviso un tumbo, al que siguió un nuevo frenazo, tan violento como el de poco antes. Chirriaron los neumáticos con quejido de puerco que el matarife arrastra a viva fuerza. Escamados quizá después del barquinazo anterior, los viajeros supieron agarrarse debidamente a las barras y no se produjo caída ninguna. El conductor profirió por la ventanilla una sarta de palabrotas y en la acera de enfrente el destinatario del verbal pedrisco blandía su paraguas en señal de que no le faltaban ganas de tener pendencia con quien a punto había estado de atropellarlo. Me preguntó Checho Aizpurua si me sonaba el nombre de Breton. Y dije, acordándome de las clases de literatura de la universidad:

—¿Te refieres a Bretón de los Herreros, el dramaturgo del siglo diecinueve?

Aizpurua puso los ojos en blanco, reunió paciencia y me dijo:

—¿Por qué no aguardas al curso próximo antes de hacer pinitos literarios? Tal vez algún profesor se anime el año que viene a tratar el surrealismo. A mí particularmente jamás me ha interesado quitarle el zurrón a esa pilonga. El surrealismo, desengáñate, es un cadáver artístico sepultado, descompuesto y comido por los gusanos hace varias décadas. En tiempos constituyó ciertamente un acontecimiento novedoso y llamativo que trastornó el cacumen de multitud de intelectuales, pintores, poetas y demás. Pero acallada la bulla inicial, se vio que el movimiento era simple humareda. Hoy nadie se toma en serio al surrealismo, aunque hay que reconocer que dio lugar a unas cuantas ocurrencias que aún suscitan sonrisas. Yo me apeo en la siguiente parada. ¿Y tú?

Descendimos en la plazoleta del Buen Pastor. Llovía y Aizpurua se dio prisa en cubrirse la cabeza con la capucha de su chubasquero. Luego de apartarse varios pasos con el fin de echar una carta en un buzón, me hizo señas para que nos reuniéramos en los soportales de la acera de enfrente. Reanudamos el coloquio al amparo de una columna, en uno de cuyos lados podía leerse esta pintada: ETA MATALOS. En lo alto del frontispicio de la catedral el reloj de esfera blanca señalaba las cinco menos veinte. Personas con indumentos de luto se arracimaban en el atrio, esperando el comienzo de algún oficio religioso, probablemente un funeral.

—Los surrealistas se ponían a escribir como ardillas espantadas para no tener tiempo de reflexionar sobre lo que escribían. Los estimulaba el despropósito de actuar sin voluntad. Creían que de este modo se exteriorizan las más recónditas interioridades del ser humano. Les interesaba este ejercicio con independencia de toda moral y sin reparar en que los resultados tuvieran o no validez estética. Jugaron a locos, a soñadores, y por eso, no sin razón, la crítica literaria suele encasillarlos en el romanticismo. Yo no sé si me comprendes, Goicoechea. ¡A saber qué te traes tú entre manos esta tarde!

Agradecido, le declaré que sus explicaciones me resultaban muy aleccionadoras y le pedí por favor que no las interrumpiese, porque tenía la completa seguridad de que me iban a servir de mucha ayuda.

—Pues lo que te decía, se dejaban llevar por el impulso impredecible de la mano y no pocas veces por los dictados del alcohol y los estupefacientes. Eran gente muy agresiva. Entre ellos mismos, a la menor desavenencia, se ponían los ojos como melocotones. Después corrían a contarlo en los periódicos y revistas, y de este modo, alardeando de brutos, iban dándose a conocer en todas partes.

Frente a nosotros la catedral se erguía con imponente compacidad, la piedra revestida de verdín y enganchadas en las agujas de ambas torres vedijas de bruma tenue.

—La escritura automática es puro narcisismo y yo no creo que de la falta absoluta de método pueda resultar jamás una obra apreciable. Los surrealistas eran tipos expertos en llamar la atención, eso es todo. En España el surrealismo no tuvo el mismo carácter beligerante y exhibicionista que en Francia y contribuyó a crear un periodo de fecundidad literaria, aunque restringido a la poesía, que como tú bien sabes es un terreno donde suelen abundar los majaretas.

Las objeciones de Checho Aizpurua al surrealismo aquella tarde turbia y lluviosa no consiguieron apartarme de mi propósito; antes bien avivaron mi curiosidad, exacerbando el estado de impaciencia y nerviosismo que me embargaba. Tenía la impresión sobrecogedora de hallarme en los prolegómenos de un acontecimiento crucial de mi biografía, en vísperas acaso de una batalla en la que, para alcanzar la victoria, habría de esforzarme con el denuedo y la pericia de un combatiente de primera línea. Ardía dentro de mí, al modo de una brasa en medio de toda aquella zarabanda de pensamientos y emociones, el placer previo al pecado mortal que se comete a sabiendas, y aunque a la sazón ya no mantenía trato con las divinidades, no por eso dejaba de representarme al surrealismo —impulsado seguramente por una interpretación superficial de las palabras de Aizpurua— con tintes religiosos, a la manera de una oscura herejía, de una confabulación satánica, de un goce espiritual perverso.

De cuanto había dicho mi compañero de facultad en el autobús de línea y más tarde bajo los arcos de la plazoleta, frente a la catedral del Buen Pastor, quizá yo no retuve sino lo meramente episódico. Fuerte hechizo ejercieron sobre mí, por ejemplo, sus alusiones a las bebidas alcohólicas, las drogas y las pendencias, que me llevaron a columbrar, tras el vocablo surrealismo, una fiesta mágica con mucho bullicio y diversiones maléficas. Esa vislumbre se me figuraba confirmada por el jolgorio radiofónico que tanto me había impresionado al amanecer. Cierto que a mí, por mi carácter retraído, no me iba a resultar fácil adaptarme al estilo desvergonzado de aquella gente vocinglera; pero al mismo tiempo abrigaba grandísima confianza en mi destreza camaleónica a la hora de aparentar lo que no se es ni se cree de veras y sobrevivir una vez más con ayuda del disimulo. Y si a la postre el proyecto surrealista a que yo deseaba incorporarme a toda costa, no fuera sino lo dicho por Aizpurua —triquiñuela, charanga, ruidosa vaciedad—, no se me daba en el fondo poco ni mucho de ello, pues muy poco podía yo perder no siendo nadie en el mundillo de las letras y porque tampoco era yo tan simple que no supiese discernir de mis escritos auténticos algunos otros que adobaría de vez en cuando con el objeto de satisfacer las exigencias de ortodoxia por parte de mis futuros correligionarios. Y así, determiné que llegada la ocasión me partiría en dos mitades; la del poeta encerrado con su verdad secreta en casa y la del surrealista de quita y pon dispuesto a bailar el agua a cualquiera.