Salí de casa diciéndome: sé valiente, Hilario, no faltes esta tarde a la reunión en el café Goya. Sentía miedo, es decir, mucho miedo, un miedo semejante al que se me suele propagar por todo el cuerpo cuando se acerca mi turno de abrir la boca ante el dentista. Y me repetía una y otra vez: no te arrugues, aprovecha esta magnífica ocasión de darte a conocer.
La audacia de aquellos tipos excéntricos de la radio me había impresionado. Su locuacidad y desparpajo se me figuraban la cosa más opuesta a mis hábitos de escritor secreto. En una palabra, ellos eran como leones que rugen y se pasean con porte majestuoso por el centro de la llanura, yo el ratoncillo gris cuyo mayor empeño en la vida consiste en esconderse.
Pensaba que lo mismo que tenían acceso a una emisora de radio, así también les abrirían con gusto la puerta de esta editorial o aquel periódico. Su forma desenfadada de expresarse me indujo a suponer que serían gente decidida y práctica, de quien no poco me convendría aprovecharme. Deseaba con todas mis fuerzas que me admitiesen en su grupo. Sí, esa tarde, a las cinco, iría sin falta al Goya, al encuentro de un destino que preveía pródigo en favores. Abrigaba la certidumbre de que para mí, Hilario Goicoechea, había llegado la hora de rebelarse contra la propia insignificancia. ¿Cómo atreverme después a mirar mi rostro en el espejo si dejaba escapar tamaña oportunidad? Ten valor, me decía, y cerrando los ojos le insté al futuro a que enviase a mi mente imágenes premonitorias. Al punto la cabeza se me llenó de volatería. Mi imaginación resonaba con aplausos. No daba abasto para recoger galardones. Simultáneamente se me homenajeaba en Madrid y Buenos Aires. Cada mañana, mi familia contemplaba atónita el pelotón de editores que se arrodillaban ante mí y por turno me suplicaban les entregase, a cambio de lingotes de oro, poemas míos con el fin de hacerlos imprimir. La verdad es que ya empezaban a ponerse pesados.
Una entre tantas fantasías me procuró especial deleite. Ese año de 1979 tenía yo de profesor de literatura del siglo XX a un tipo cuarentón, muy mediocre, con cara cetrina, gestos de conejo y un mucho, se murmuraba, de policía en ratos libres, aunque a estos rumores, que yo sepa, nunca los acompañó una prueba confirmativa. Este señor pasaba las horas de monótona disertación estirándose los calcetines por debajo de la mesa. De vez en cuando se tomaba un descanso para pasar una página de sus apuntes, picar un mamotreto o atusarse el bigote. Como si estuviera descontento con su salario, departía las clases con desgana, limitándose a un esfuerzo intelectual mínimo que de ordinario consistía en regurgitar con invariable soniquete lo que cualquiera podía leer, tal cual él lo bisbiseaba, en los manuales de uso común. Era hombre de oratoria enjuta, con sarpullido de no obstantes y por consiguientes, sin modulación ni viveza, de forma que sus discursos semejaban jaculatorias escuchadas a través de una pared. Unos lo llamaban Calcetines, otros El Panteón. Yo guardo de él risueña memoria. Aquella mañana de la moscarda, mientras me dirigía a la facultad convencido de mi inminente triunfo como poeta, gozaba imaginando a Calcetines en el aprieto de tener que incluir mis obras en el temario, a la zaga de valle-inclanes, barojas, camilojosecelas, celayas y otras célebres momias literarias. Pobrecillo. ¿Dónde iba a encontrar la bibliografía adecuada? ¿Dentro de qué corriente o escuela pensaba clasificarme? Me lo figuraba inseguro y nervioso, estirándose los calcetines con frenesí, hasta rasgarlos y clavarse las uñas en las piernas. Tartajeaba y se contradecía; gruesas gotas de sudor bañaban su frente; a fin de aligerar el sofoco, deshacía el nudo de su corbata y se soltaba el cuello de la camisa. No se me ocultaba su empeño por evitar que su mirada y la mía se encontrasen; pero a veces intentaba de reojo averiguar en mi semblante la opinión que me merecían sus asertos acerca de mis obras. Yo aprovechaba esas ocasiones para sacudir la cabeza en señal de desacuerdo, lo que sin duda colmaba de turbación al pobre hombre.
Los jueves no había clase con Calcetines. Empezaba la jornada con el áspero latín, el hueso de los estudios, y era con diferencia el peor día de la semana. Aquel jueves de mayo determiné, en contra de mis inveteradas costumbres autobusescas, ir a pie hasta la universidad. Corría el riesgo de llegar tarde, lo que me pondría en el brete de tener que justificar el retraso mediante papeleta con frase humilde y firma del padre, pues el jesuita riguroso que departía la asignatura trataba a los alumnos igual que a parvulitos. El cielo estaba encapotado, pero no llovía. Calmados los furiosos vientos de la víspera, formé propósito de aprovechar la placidez del paseo matutino a través de las calles, por la playa y a lo largo de la orilla del río, para tratar de poner orden en mi agitado cerebro y urdir algún tipo de estrategia enderezada a procurarme, al menos durante los primeros veinte minutos de la reunión, una aceptable presencia. Desde el comienzo de mi solitaria caminata advertí que mi problema, aunque sencillo de comprender, tenía difícil solución. ¿Cómo adoptar de una manera convincente, entre las nueve de la mañana y las cinco de la tarde de aquel día, los ideales, los gustos, la jerga, los ademanes propios de un escritor surrealista?
A vueltas con mis pensamientos y lucubraciones, me adentré en la playa. Era hora de bajamar, y caminando absorto y entretenido por la arena comenzó a llover. Tan sólo pinteaba, pero espoleado por el recuerdo de los recientes aguaceros que durante días habían sembrado la alarma en la ciudad, eché a correr en busca de un lugar cubierto donde resguardarme. Y a poco de hallar cobijo bajo el saliente de una casa de la calle de Zubieta, comprendiendo que ya no llegaría a tiempo a clase, determiné meterme en alguna librería con el fin de abastecerme de obras que explicasen el surrealismo y dedicar la mañana a estudiarlas. En principio no importaba cuáles, con tal que no fuesen costosas ni abstrusas, lo uno porque empezaba a estar escaso de fondos, lo otro porque suponía que para llevar a efecto mi intención bastaba cualquier obrilla divulgativa de la que yo pudiese extraer sin dificultad unas pocas nociones elementales, media docena de nombres, un par de episodios y tres o cuatro fechas dignas de mención. Con tales rudimentos ya me las apañaría por la tarde.
—No, de eso creo que no nos queda.
El dependiente depositó sobre el mostrador un enorme mampuesto azul marino que resultó ser un catálogo, y al par que lo hojeaba musitando títulos y nombres, me dirigía alguna que otra mirada oblicua por encima de las gafas, como para cerciorarse de la seriedad de mi solicitud. Persistía en su rostro la expresión de dientes apretados que se le había puesto mientras acarreaba el pesado librote. No tuve mejor fortuna en la siguiente librería, donde me dijeron:
—Aquí, joven, sólo vendemos libros normales.
En la tercera tienda me ofrecieron un hermoso volumen sobre pintura surrealista, rebosante de láminas en color y fotografías; pero lo tuve que rechazar a causa del precio. Cuando por fin, en dos lugares de la Parte Vieja, encontré lo que buscaba, eran ya las once y pico, demasiado tarde para tratar de ponerme al día en una materia que yo no había sospechado tan vasta ni compleja. Me quedaba, con todo, algo más de una hora para tomar el autobús de vuelta a casa, y decidí emplear ese tiempo en demostrarme que no había espacio en mí para desánimos ni resignaciones. Tuve de improviso una ocurrencia, y fue que sin cuidarme poco ni mucho de la lluvia me dirigí al café donde por la tarde había de celebrarse la reunión. Por el camino, pensando en que sus organizadores habrían tenido alguna causa concreta, acorde con su peculiar talante, para convocar a los nuevos en el Goya, barrunté que debía de tratarse de un sitio extraordinario. Imaginaba hormigas negras que bullían a millares por los suelos y paredes, camareros con la indumentaria agujereada como un queso ojoso, mujeres, por supuesto desnudas, que pedían auxilio dentro de bañeras con leche, y como ésas, me venían a las mientes otras muchas visiones estrafalarias, sugeridas tal vez por los dibujos de los volúmenes sobre surrealismo que había estado ojeando esa mañana.
En el Goya me esperaba una desilusión. Encontré un local de lo más corriente, mitad tasca, mitad cafetería, con el mostrador atestado de tapas, serrín esparcido por las baldosas, la habitual máquina tragaperras (colocada entre la pared y un jugador impenitente) y un tabernero ojeroso, de aire soñoliento, que con dos dedos detrás de la oreja me dio a entender que debía hablarle más alto. Pedí por vez segunda una taza de café, y cuando después de no poco aguardar me fue servida, pasé a un recinto contiguo con suelo ajedrezado y mesas de madera bruñida, donde tomé asiento junto a una luna con vistas a la calle. Sin demora me puse a la tarea de anotar en un folio los nombres de aquellos surrealistas que advertí figuraban a menudo en los índices, los pies de las ilustraciones y otras partes señaladas de los libros. Confeccioné una lista ni corta ni larga, que leí y leí hasta familiarizarme con los nombres y ser capaz de repetirlos de memoria. Figurándoseme que por la tarde podría darse el caso de tener que nombrar a mi surrealista predilecto, o referirme a alguno en particular, decidí que mencionaría a Max Ernst, no por nada, sino que sin saber quién era ese hombre ni qué obras hizo, me encapriché con su apellido.
Total, que en un soplo discurrió una hora y llegó la de volver a casa. Guardados los libros, me levanté. Fuera seguía lloviznando. En esto llamó mi atención una mesa formada por varias unidas y cubierta con un vistoso mantel blanco, encima del cual podía verse un rótulo con la palabra RESERVADO. Le pregunté al tabernero si aquella mesa larga del rincón era para los escritores que tanta publicidad estaban haciendo por la radio de su local. Él me lo confirmó, hablando en términos que difícilmente habrían podido ser más elogiosos, las apacibles facciones demudadas por súbito avivamiento. Suponiendo, después de haberme visto embebido en libros y papeles, que yo también fuera escritor, me preguntó si por la tarde pensaba reunirme con los otros, a lo que respondí sin vacilar que con ese motivo había tomado de madrugada un tren en Vitoria, donde le dije que tenía mi residencia.
—En mi ciudad —agregué— no hay nadie que no haya oído hablar del café Goya de San Sebastián.
Inclinándose sobre la barra, me secreteó a la oreja que a su mujer le habían insinuado que por la tarde vendrían operarios de Televisión Española a filmar la tertulia.
—Me huelo que tendré un mundo aquí —dijo con visible complacencia—. A ver si camelo a mi sobrino para que venga a echarme una mano a cambio de unas pesetillas.
No bien salí a la calle, me acometió grandísimo deseo de castigarme, por considerar que en materias artísticas e intelectuales siempre había seguido veredas falsas, y con esa intención metí los pies calzados en el agua de la fuente de la plaza de Zaragoza, al tiempo que maldecía con amargura todos, absolutamente todos los libros por mí leídos hasta esa fecha, achacándoles me hubieran alumbrado con malas luces malos caminos. Hice promesa de prestar en adelante sólo atención a las obras afines a mi nuevo credo surrealista. Y aquel mismo día abandoné la lectura de Los premios de Julio Cortázar a mitad de un capítulo, en la página 183.