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El último año de colegio me enemisté con dios y resolví hacerme poeta. Fue una decisión firme que quise tuviera alguna solemnidad, y para ello me llegué una noche hasta una explanada solitaria de las afueras de la ciudad y estando allí solo, sentado sobre una piedra, improvisé una fórmula de juramento con los ojos puestos en las estrellas. Acto seguido regresé a casa y compuse mi primer poema, que decía:

Bajo los faroles tristes

de la calleja mojada

un día a la muerte yo

voy a romperle la cara.

Supuse que si no sublime, debía de ser cuando menos muy meritorio, por cuanto había empleado cerca de dos horas en escribirlo. Ávido de recibir alabanzas, al día siguiente lo sometí a la opinión de un compañero a quien yo tenía por uno de los menos brutos de la clase. Este me miró asombrado, se me figuraba que lleno de admiración; pero de pronto se apartó de mí, y agitando en el aire la cuartilla con mi poema, proclamó, de forma que todos en el aula le oyesen, que yo era maricón.

Cada día, durante semanas, hube de soportar infinidad de alusiones, chirigotas e insultos, que me pusieron al borde de tomar en serio la idea de matarme. Parecía como si todos los alumnos de la clase contendieran en ofenderme, sin que yo pudiese hacer nada por impedirlo, ya que ninguno había entre aquellos desalmados a quien sobrepujara en fuerza. Viene a cuento referir ahora que la debilidad física ha sido la mayor condena que el destino ha impuesto a mi vida. Que a ser yo más robusto y musculoso, tendría otro carácter y acaso por ello mismo habría medrado más.

Al cabo de un tiempo, cuando ya el acoso de mis compañeros empezaba a remitir, llegó el asunto a oídos de un maestro que me quería peor de lo que yo pensaba. El cual, averiguado el motivo de los escarnios que diariamente se me hacían, delante de toda la clase me pidió una mañana, no sin cordialidad, que escribiera el poema en el encerado. Lejos de barruntar sus verdaderas intenciones, como había dicho que mis versos tal vez ofrecerían materia para el comentario, los tracé con esmerada caligrafía, considerando que aquel docente, que a menudo se definía como amante de los libros, con su autoridad y explicaciones lograría hacerlos apreciables para quienes tan despiadadamente me zaherían. Yo estaba persuadido de que él quería favorecerme y que su protección me iba a granjear algún prestigio. Pero terminado de escribir el poema, el maestro se dedicó a humillarme, para alborozo y juerga de los otros colegiales, que celebraban con enormes risotadas cada una de las ironías. Y entre otras cosas dijo que no le entraba en la cabeza que un muchacho como yo, de complexión tan endeble, pudiese propinarle a la muerte, no ya una tunda, sino ni siquiera un pellizquito en el palo de la guadaña; que no era su propósito desanimarme, pero por mi propia seguridad me aconsejaba acudir armado a la pelea, y, en fin, que si matando a la muerte hacía a los hombres inmortales, me lo sabría él premiar con una buena nota a final de curso. De ahí en adelante, y por su culpa, se me llamó El Vencedor de la Muerte, más tarde sólo El Vencedor, mote del que no pude librarme hasta que abandoné el colegio para ingresar en la universidad.

Dos años mantuve en secreto mi vocación, temeroso de que si llegaba a conocimiento de alguno se repitieran las escenas afrentosas del colegio. Aún me inquietaba más imaginarme el disgusto que se habría de producir en casa si por casualidad un miembro de mi familia llegaba a encontrar mis papeles escondidos. Inspirado por la cautela, ideé un código de escritura consistente en utilizar, para cada letra de un vocablo cualquiera, la inmediatamente posterior en el abecedario. Según esto, la a se leía b; la b, c, y así sucesivamente hasta la z, que se leía a. Ningún verso mío de aquella época he conservado; pero en mi memoria perviven unos pocos, entre ellos éste de catorce sílabas que reproduzco tal como entonces solía escribirlos:

Fñ fll bjsf nj wjeb chpnp ipkb tfchb qfñef

Aquella sencilla estratagema me ayudó a ocultar con éxito mis inclinaciones literarias. Con todo, saberlas a resguardo de mis semejantes no me procuraba satisfacción ninguna, sino dudas enconadas que andando el tiempo llegaron a hacerse insoportables. Una contradicción suscitaba mi desasosiego: por un lado escondía mis obras como un animalillo medroso entierra sus provisiones; por otro aspiraba a la fama, que es el aire que, vivos o muertos, respiran los poetas. Llegó un instante en que yo mismo me convencí de estar dedicándome a una actividad indecente. Mi fe en la poesía flaqueó y a pique estuve de abandonarla para siempre, si no fuera porque un amanecer de mayo de 1979, cumplidos los veinte, descubrí por un curioso azar que yo no era el único joven de la ciudad que componía versos.

Por aquellos días una serie de vendavales azotó a San Sebastián. Algunas calles quedaron sembradas de tejas; árboles y postes se partieron; la marejada arrastró varias embarcaciones hasta la playa y una familia de portugueses se ahogó al caer con su automóvil en el río Oria. Escapando del viento, una moscarda encontró refugio en nuestra casa, urgida al parecer por el apremio de criar, se alojó en los entresijos de un pernil casi nuevo que teníamos colgado tras la puerta de la cocina, donde aovó.

La madre descubrió las larvas un jueves, a la hora del desayuno. Yo estaba sentado a la mesa de la cocina, absorto en la lectura de una novela de Julio Cortázar, llamada Los premios. La madre se ocupaba en prepararme el almuerzo y como de costumbre rezongaba al sospechar que yo pasaba el rato leyendo libros que nada o muy poco tenían que ver con mis estudios. Cada cierto tiempo solía encargar a mi hermana que lo averiguase; pero las pesquisas de ésta, tan meticulosas como descaminadas, jamás conducían a ningún resultado concreto, y así, aunque a regañadientes, me era tolerada la lectura. No menos enojaba a la madre mi manía de olfatear las páginas de los libros. Hasta es posible que aquella mañana refunfuñase por haberme sorprendido alguna que otra vez con la nariz metida entre las hojas, y no tanto por estar embebido en la historia de aquellos personajes agraciados en una lotería con un viaje de placer a bordo de un carguero enigmático. Profirió de improviso un recio juramento. Yo me volví sobresaltado, y en ese instante me puso el pernil delante de los ojos, tan cerca que casi rocé con la cara la carne sobre la que bullía una gran cantidad de gusanillos blancos. En tono imperioso (que por lo demás era el suyo habitual) me pidió que la ayudase a encontrar la moscarda. Tenía temor a que si no dábamos pronto con ella y la matábamos, nos llenaría de cresas la comida. No hubo, pues, más remedio que cerrar el libro, levantarme, fingir que escudriñaba rincones y paredes; en una palabra, resignarme a pasar simulando obediencia los veinte minutos que faltaban para ponerme en camino hacia la universidad. No bien se ofreció ocasión, me fui a la sala a fin de hacer como que continuaba por allá la batida. Estaba convencido de que todo empeño era inútil, por cuanto me parecía lo más probable que el bicho hubiese abandonado hacía días nuestra casa. La madre, a todo esto, bajó al sótano en busca de un serrucho. Había resuelto, dijo, tajar la parte picada del pernil. Tan pronto como hubo cerrado la puerta, reanudé la lectura de Los premios, y estando en ello, de pie junto a la ventana de la sala, percibí de repente un zumbido cerca de la oreja. Aparté la vista de la página, y luego de breve búsqueda, hallé a la moscarda posada sobre el aparato de radio, en una de las baldas de la estantería. Sucedió entonces aquel azar que habría de restituirme la fe poética, casi perdida del todo por aquella época. Y fue que como me producía mucha repugnancia tocar el bichejo piloso e irisado, me limité a ahuyentarlo, y acto seguido encendí la radio, no por nada, sino que me faltaba luz para leer a gusto, la moscarda me traía sin cuidado y la madre no estaba junto a mí para prohibirme escuchar música. No era una canción lo que en aquel momento sonaba por la radio, sino una voz áspera, que en un remedo de arenga, con ostensible insolencia, decía estas o similares palabras:

—Aquí estamos, gentualla. Este es el día temible que predijeron los profetas. No quisisteis escucharles. Con malos modos los desterrasteis de la ciudad. Y ahora ¿quién os guardará de la justicia implacable? Ay de vosotros y de vuestra casa y descendencia. Hemos venido a destruir en nombre del arte vuestra paz, para que haya paz. Vuestros espíritus anquilosados ya no sabrían desplazarse, ir de A a B, sin muletas. Y precisamente son esas muletas las armas con que os vamos a baldar.

El discurso, a ratos incomprensible por causa de ciertos ruidos de fondo, se prolongó por espacio de dos o tres minutos. Lo interrumpió de golpe un tremendo alboroto como de cencerros y carracas; el cual acabó bruscamente, según debía de estar acordado entre los que lo provocaban. A la bulla sucedió el silencio y a éste, que duró varios segundos, una voz distinta de la primera, no tan áspera, aunque asimismo ahuecada y fingidora de solemnidad.

—Buscamos personas robustas…

Un pujo de risa le impidió continuar. Tomó entonces la palabra una tercera voz, de timbre menos borroso que las anteriores, voz que sin ningún género de duda salía de una boca adolescente.

—Buscamos jóvenes con talento —dijo— para engrosar las filas de un grupo absolutamente surrealista ya formado. Los interesados, ah, esa vil canalla, deberán personarse hoy jueves a las cinco en punto de la tarde en la cafetería Goya, calle de Hermanos Iturrino, etcétera. Los susodichos gusarapos vestirán de rojo riguroso, a fin de que se les reconozca con facilidad. Por la misma razón ostentarán una mandarina fijada con imperdibles a la altura del pecho. Para los que gusten de santo y seña, tenemos éste: «Don Alfonso, créame, la muerte es una falacia».

Se oyó tras esto doblar papeles, murmullos y un son solitario de cencerro o campanilla. Habló después la voz del que poco antes no había podido hacerlo por causa de la risa, y dijo:

—Se abstendrán de asistir al cenáculo niños prodigio, sabihondos de cualquier especie, hijos de policías, lamedores de almorranas, pies planos…

La absurda lista, que yo escuchaba con sonriente complacencia, me deparó de pronto una sorpresa.

—… lechuzas infectas, contrabandistas de testículos dorados, lectores secretos de Cortázar, a los que hostigaremos sin piedad…

Me quedé pasmado, la sonrisa helada en la boca, pensando si era víctima de un espejismo acústico o si aquellos guasones tenían la facultad de ver a los oyentes a través de los resquicios de las radios. Pero, sobre ser grandes mi asombro y extrañeza, nada llegaba a excitarme tanto en aquellos momentos como saber que existía en la ciudad, en mi ciudad, un grupo de jóvenes escritores.

De este anonadamiento y repentina confusión me desperté al sentir que la madre introducía la llave en la cerradura. Me apresuré entonces a apagar la radio y a esconder el libro. Vi la moscarda posada en el respaldo de un sillón; se la señalé a la madre, declarándole que aún no me había sido posible atraparla.

—¡Eres tan torpe! —masculló, y abriendo la ventana de par en par, con ayuda de una bayeta consiguió en un santiamén que el bicho saliera volando a la calle.