Capítulo 9

La noticia apareció en la televisión a las siete de la mañana.

Allí estaban todos. Elmore y Diana Farrell informando a la prensa de un crimen horrible. Estaban diciendo que no querían adelantar acontecimientos pero todo indicaba que era un asesinato sujeto a un extraño ritual por el sadismo empleado con la víctima.

En otro de los repetidos cortes televisivos, aparecía Carl Northon descubriendo la identidad de la víctima como la de la doctora Gina Hartford. Sin embargo, no citaba para nada ni la relacionaba en absoluto con lo que les había ocurrido a los científicos desaparecidos.

Al mismo tiempo que lo hacía Hastings, tanto Mullhouse como el inspector Fowler de la policía de Seattle, también contemplaban la misma noticia en la misma cadena de televisión. Las reacciones de ambos sin embargo, fueron muy dispares.

Mullhouse sumó una nota negativa más a su estado de pesimismo recalcitrante y Fowler añadió un motivo más a su intención de continuar investigando por su cuenta, desoyendo por completo las órdenes de los federales.

—Tan sólo necesito un pequeño golpe de suerte —se dijo el policía a sí mismo—. Con eso tendría la excusa que necesito para evitar que me jubilen antes de hora.

Tres horas después de que Fowler formulara su deseo, el timbre de la puerta del apartamento de Mullhouse empezó a sonar como si lo estuviera pulsando un poseído. Mullhouse corrió a abrir la puerta.

—Ah, eres tú. ¿A qué viene tanto alboroto?

—¿Has visto las noticias? Se han cargado a la doctora. A esa que estaba escondida.

—Sí, ya estoy enterado de ello.

—¿Has hablado con Northon después de conocer la noticia?

—No, no lo he hecho —dijo Mullhouse cerrando la puerta y caminando hacia el salón de su biblioteca, precediendo y guiando al visitante.

—¿Todavía no lo has hecho?

—No —respondió de nuevo Mullhouse sin ni siquiera volver el rostro.

—No lo has hecho, ni lo harás —dijo el visitante al mismo tiempo que le calvaba en la nuca una aguja de plata de unos doce centímetros de longitud en forma de estrella.

El presidente de la «Nature World Corporation» se desplomó muerto sobre el suelo del pasillo, justo a la entrada de su biblioteca. El visitante dejó clavada la aguja en la nuca de Mullhouse.

El estilete era un doble mensaje que Hastings entendería a la perfección.

El cadáver de Kevin Mullhouse fue encontrado por la criada al regreso de la compra. El grito que profirió cuando vio el cuerpo tendido sobre un charco de sangre pudo oírse a doscientos metros a la redonda.

El sol se colaba entre las cortinas del ventanal de la biblioteca y la casualidad quiso que un rayo incidiese directamente sobre el estriado estilete que Mullhouse tenía alojado en el cerebelo y que la forma del mismo reflejase un haz de luz en varias direcciones, a semejanza del efecto que produce un calidoscopio.

Pasaban sólo tres minutos del mediodía cuando el inspector Christopher Fowler y su ayudante Travis Kent entraban en el apartamento del presidente de la «NWC», acompañados del forense y tres policías uniformados.

Fowler constató que ese iba a ser su día de suerte cuando comprobó la identidad de la víctima. Con una profunda alegría, por otra parte muy impropia de la situación en la que se encontraba, le dijo a Kent:

—Yo ya le pronostiqué que acabaría mal. Desde el primer momento me di cuenta de que Mullhouse era un listillo y los listillos siempre suelen recibir su merecido. A mí no me engañó en ningún momento. Lo que ahora tenemos aquí delante, —dijo señalando al cuerpo que todavía permanecía tendido en el suelo del pasillo—, nos lo confirma. Apuesto diez contra uno a que el autor de este crimen de hoy ha sido su cómplice. La existencia de una segunda persona, explicaría muchas incógnitas que a mí me quedaron pendientes en el asesinato de aquella joven y desgraciada secretaria.

Kent no contestó a la retahíla de afirmaciones que ya había dado por sentenciadas su jefe. Nunca lo hacía. Prefería guardar silencio y esperar unos veinte segundos para poder entrar después en la conversación con sus propias impresiones. Ese escaso medio minuto de silencio servía para que Fowler se hiciera más receptivo al haber tenido todo ese tiempo para auto convencerse de que era el mejor y el más listo de todos.

Travis Kent se dispuso a seguir su táctica. Se colocó los guantes de látex y examinó el estilete que el forense terminaba de extraer de la nuca de Mullhouse al haber mandado levantar el cadáver. Después volvió a colocarlo en la bolsa de plástico que llevaba la inconfundible etiqueta de ‘arma del crimen’.

—Curiosa pieza, ¿no te parece? —dijo mirando a su jefe.

—Una auténtica preciosidad y además por lo que hemos podido ver, de una efectividad brutal. Le ha cercenado la base del cráneo con las pequeñas aletas que lleva en la punta. Sólo se necesita clavarla y luego girarla. Es una verdadera obra de arte. Guárdala antes de que aparezcan los monosabios que se creen los más listos del mundo.

—¿Los federales, otra vez?

—Me temo que no tardarán en aparecer, aunque en esta ocasión el crimen se ha cometido claramente dentro de nuestra jurisdicción.

—¿Qué tiene esta situación de diferente con respecto a la anterior? ¿Qué te hace suponer que esta vez no sucederá lo mismo?

—Para empezar, nuestro silencio. No les vamos a decir nada. Se enterarán, claro que se enterarán. De eso estoy seguro, pero nosotros vamos a llevar esta vez la delantera y nadie nos va a poder echar nada en cara. Quiero un informe de quien es cada uno de esos peces gordos que todavía siguen con vida y que pertenecen a esa organización. Quiero conocer todo lo que se les conoce y lo que no se les conoce todavía en cuestión de vicios. Lo que está pasando sólo es posible si nos movemos en el ámbito de las drogas, de la prostitución o del contrabando, incluyendo en este último apartado el blanqueo de dinero.

Este hombre no ha muerto asesinado. A este hombre le han ajusticiado y me temo que no va a ser el último. Además, el arma del crimen tiene que significar algo más que ser vista únicamente como el utensilio vehicular de la muerte de ese hombre.

Nosotros nos vamos. No quiero que nos encuentren aquí si llegan los federales antes de lo que nos imaginamos. Deja a una pareja de agentes hasta que el resto termine. Después que sellen la puerta con precinto. Eso les retrasará todavía un poco más si llegan después de que toda nuestra gente se haya marchado. Necesitarán un permiso judicial para poder abrirla.

Diana Farrell se sentó en uno de los despachos de uso común que la Agencia tenía en su pequeña sede de Seattle. Se hizo traer todos los expedientes que tenía por firmar. En total eran cuatro. Comenzó por el más antiguo. Ella era una amante del orden y ese debía ser el primero. En ese instante Elmore llamó a la puerta y entró.

—¿Te apetece un café?

—Tengo trabajo atrasado, Glenn. He de revisar y firmar todos esos expedientes.

—Si lo prefieres voy a buscarlos y nos los bebemos aquí.

—Es una idea excelente. Gracias Glenn.

Los dos primeros expedientes eran casos ya cerrados en los que la firma de Diana era un puro trámite. El tercero estaba en una carpeta de color amarillo y en ella figuraba el nombre de Dorothy Shealton en grandes letras mayúsculas escritas a mano, con un rotulador de color negro.

Diana abrió el expediente y se paró justo en el párrafo que hacía referencia a la exploración vaginal.

>Encontrados restos de semen. Procesada identificación por análisis de ADN con resultado positivo en la persona de Joss Bernstein. Edad 81 años. Localidad Woodburn (OR). Desaparecido desde Mayo de 1994. Dado oficialmente por muerto el 27 de Enero de 2001.

—¡Coño! —exclamó Diana en el momento en que Elmore entraba con los dos cafés alojados en una bandeja portadora de color amarillo.

—No seas mal hablada, últimamente…

Glenn no pudo terminar la frase.

—Lee esto y verás.

Glenn depositó los cafés sobre la mesa y cogió el expediente que le tendía Diana. Ella había ido iluminando en color fucsia fluorescente toda la parte que le había sorprendido. Elmore dirigió su vista a los párrafos señalados por su compañera.

—Tenemos que comunicárselo a Hastings —dijo rápidamente una vez lo hubo leído.

—Siempre Hastings —protestó Diana—. ¿Qué sabes tú que yo ignore para que hayas decidido convertirte en su siervo en lugar de continuar ejerciendo de jefe suyo?

—Eso ahora no debe importarte. Tenemos un asunto muy complicado entre manos y no quiero divisiones ni reticencias entre nosotros tres. Confía en mí.

—Es difícil aceptar lo que me pides. ¿Qué explicación puede él darnos a lo que acabamos de leer, eh?

—Si lo hace, ¿te convencerás? Prométeme que si te da una explicación satisfactoria que tú tengas que admitir aunque no te guste, dejarás de comportarte como una niña celosa.

—¿Eso es lo que en realidad piensas de mí? No dices lo mismo cuando estás conmigo en la cama. Allí me llamas muchas cosas menos «niña celosa».

—Vamos, vamos Diana. No quise ofenderte. Yo sé que lo que en realidad te duele de esta situación en la que Hastings ha tomado el mando, es que yo haya renunciado tan fácilmente a él y que tú no comprendes que yo lo haya aceptado, ¿no es eso?

—Debe ser eso, no sé.

—Te quiero gatita. Prométeme lo que te he pedido sobre la explicación de Hastings.

—Si tú lo quieres así.

—Te pido que confíes en mí.

—De acuerdo —acabó aceptando Diana.

Acto seguido, firmó y guardó el expediente de Dorothy Shealton. En su cabeza, sin embargo, seguía la incomprensión por el extraño comportamiento de los integrantes del género masculino. ¡Qué simples eran todos ellos!

Gina Hartford había visto varias veces en la televisión la noticia repetida del anuncio de su propia muerte. Sin embargo, no habían mostrado fotos de la víctima en vida como solían hacer en esos casos. No había fotos del cadáver ni tampoco imágenes del lugar en donde se había perpetrado el crimen. Todo eran grandes frases sobre un asesinato horrible del que sólo se repetía constantemente el nombre de la víctima. Su propio nombre.

Decidió que no podía hacer nada hasta que supiese quién era el artífice de esa mentira. Puede que fuera una señal de Northon pero también cabía la posibilidad de que fuera una maniobra de sus enemigos para que ella saliese a la luz.

Gina cerró el televisor y dejó en estado de letargo el ordenador. Se enfundó la ropa deportiva, unas gafas oscuras y el discman con unos enormes auriculares que se colocó por el momento como un colgante alrededor de su cuello. Salió de su habitación y se dirigió al vestíbulo de los ascensores.

Cuando salió del ascensor, pasó por delante del mostrador de Recepción del hotel.

—Buenos días, señorita Smallwood.

—Buenos días —contestó sin pararse.

—¿A consumir su diaria ración de ejercicio? —le preguntaron desde el otro lado del mostrador.

—Efectivamente —volvió a responder ella cuando sus pies ya enfilaban los siete escalones que la separaban de la calle.

En ese momento se colocó los auriculares en su sitio y comenzó a correr en dirección al pequeño parque natural que tenía enfrente.

Carl Northon estaba estupefacto. Las cosas habían ido cada vez a peor. Cada día que pasaba más complicado parecía estar todo. El estudio sobre la evolución del efecto de la fotosíntesis que habían comenzado siete científicos diez meses antes se había convertido en una pesadilla. El balance era de cuatro desaparecidos y un muerto entre los miembros del equipo. Un fatal baremo que se había visto incrementado en las últimas dos semanas con dos asesinatos más y con una extraña abducción en la persona de Amos Williamson. ¿Qué es lo que ellos habían descubierto? ¿A quién o quiénes se enfrentaban? ¿Por qué le respetaban a él? ¿Habrían descubierto ya la identidad de Gina Hartford? Si lo habían hecho, Gina iba a estar en serio peligro. Tenía que avisarla de todo lo sucedido y ponerla al día. Pero ¿cómo hacerlo sin delatar su escondite? ¿No era precisamente eso lo que ellos estaban esperando? No, él no iba a realizar ningún movimiento en falso. Tenía que contactar con Hastings. Necesitaba muchas respuestas para poder entenderlo todo. Necesitaba respuestas para poder ayudar y colaborar, aunque fuera lo último que él hiciera.

Hastings acababa de dejar a Elmore y a Diana cuando recibió la llamada de Northon. La jornada que había previsto para hoy había sido dura pero la realidad había superado con creces todas sus previsiones. La explicación que había dado a Diana sobre el ADN de los restos de semen encontrados en el cuerpo de Dorothy habían tenido que ir un poco más allá de lo que él hubiera deseado revelar. Pero así y todo, la explicación que había terminado por aceptar la doctora Diana Farrell no suponía un riesgo grande. La posibilidad de suplantación de personalidad en la abducción de un cuerpo había terminado por convencer a la escéptica compañera del equipo federal. Elmore había respirado cuando ella dio por buena la explicación. Hastings no creía que ella hubiera entendido realmente nada de lo que él le había explicado. Pero como la conocía lo suficiente, sabía que ella era alérgica a confesar su desconocimiento sobre algún tema en concreto y de esta circunstancia, se había aprovechado.

Hastings contestó la llamada de Northon. Inmediatamente pudo oír el balbuceo atropellado de las palabras que pronunciaba Carl.

—Calma, calma. Empieza de nuevo. No he entendido nada.

—Necesito que nos veamos. —¿Qué tal mañana por la tarde, a las tres?

—Tiene que ser ahora —insistió Carl.

—Nada de nombres —se anticipó a decir Hastings temiendo que su interlocutor los pronunciara.

—De acuerdo.

—Ahora no puede ser. Tendrá que ser un poco más tarde porque antes tengo que hacer algo importante. Quédate donde estás. Yo te encontraré.

—Muy bien —aceptó Northon.

—Una cosa más.

—Dime.

—No vuelvas a llamarme nunca más.