Mullhouse salió para comunicar a Dorothy que iban a tener que alargar el horario de la reunión. Eso no la sorprendió. Sin embargo, lo que sí que la dejó sin saber qué contestar, fue cuando el Presidente le ordenó que no entrara en la Sala de Juntas sin haber solicitado permiso antes por vía telefónica. Ella no supo cómo tenía que tomarse esa comunicación. ¿Es que ya no contaba con la confianza de la que siempre había disfrutado?
El Presidente regresó al interior de la sala de reuniones y ella se quedó con aquella cara de tonta que tanto odiaba de ella misma. Dorothy pensó, a título de inútil consuelo, que ella ya había advertido que algo raro estaba pasando esta vez. En ninguna de las otras ocasiones había oído los gritos que había podido escuchar esta tarde. Lo del día de hoy habían sido gritos y discusiones fuera de lugar. ¿Acaso no se trataba de una reunión de auténticos vividores, disfrazados de científicos, que jugaban a explicar sus intrascendentes investigaciones rebozándolas de pretendidos matices ecológicos para así poder enmascarar sus innegables pérdidas de tiempo y transformarlas en arduos trabajos en aras de salvaguardar y defender a toda la humanidad?
En el interior de la Sala de Juntas, un signo proyectado en la pantalla centraba toda la atención de los presentes. Hacía más de tres horas que se debatía y discutía sobre él.
Alan Miller estaba mucho más calmado. Su histérica postura inicial había virado hacia la incredulidad y de esta había pasado a un total rechazo. En estos momentos sostenía la opinión de que todo era una farsa.
Carl Northon se mantenía expectante. Todavía tenía guardado su as más preciado oculto en la manga. Casi no entraba en los debates que se habían creado espontáneamente entre los miembros del Consejo de la «NWC».
Mullhouse también estaba poco interesado en moderar el debate y en mantener el orden. Normalmente era un consumado purista en las reuniones. Él siempre luchaba para mantener una sola vía de discusión en los debates y sin embargo, en esta ocasión, dejaba que varias líneas de discusión se entrelazaran entre ellas. Podría decirse que incluso contribuía a que la reunión fuera un auténtico galimatías. Todo el mundo hablaba y nadie parecía escuchar a nadie.
El Presidente descolgó el teléfono y pronunció la frase mágica con la que iba a romper la dinámica de cómo se estaban desarrollando los acontecimientos en aquellos instantes.
—Señorita Shealton, ¿sería usted tan amable de traernos café y algunos dulces?
Dorothy tardó casi quince minutos en tenerlo todo preparado. Cuando las tazas estaban humeantes en la bandeja, llamó a Mullhouse y pidió permiso para entrar, tal y como le había ordenado el propio Presidente.
Estaba enfadada y molesta y por eso decidió castigar a la concurrencia. Se colocó un broche que minimizaba su escote y entró.
Se propuso no realizar ninguna sonrisa mientras servía el café y lo cumplió. No hizo caso de nada y de nadie y salió por donde había entrado, apenas tres minutos después de haberlo hecho.
Los miembros del Consejo no habían interrumpido sus discusiones al contrario de lo que había previsto Mullhouse. Pero ella no les había prestado ninguna atención. Ahora mismo estaba sentada en su mesa y no recordaba nada de lo que aquellos fantoches habían pronunciado en su presencia. Bueno, exactamente no era del todo así. Un nombre se le había quedado grabado por lo raro que le había parecido. Aquellos hombres lo habían pronunciado hasta la saciedad. Ella, sin embargo, estaba segura de no haberlo oído nunca antes.
Puso en marcha el ordenador y se conectó a la red. No tenía nada que hacer. Su misión era esperar hasta que la avisaran de nuevo. Esta vez, ni siquiera le estaba permitido tomar iniciativas. No estaba dispuesta a aburrirse sin hacer nada. Entró en su buscador preferido y tecleó la palabra que tantas veces había oído repetir: «Asclepio».
En menos de medio segundo, la pantalla se le llenó de referencias a la palabra buscada. Eligió el enlace de una prestigiosa enciclopedia digital y pudo leer lo siguiente:
Según cuenta la mitología, Asclepio era hijo de Apolo y de la mortal Koronis o Corónide. Antes de convertirse en dios fue un héroe de Tesalia (la región más grande de la antigua Grecia). Existen varias versiones sobre el lugar y las circunstancias de su nacimiento. La más conocida es la que ha llegado a través de las narraciones del poeta griego Píndaro, donde narra los amores de Apolo con Corónide, hija del rey de Tesalia llamado Flegias. La unión de los amantes tuvo lugar en las orillas de la laguna Beobea, cerca de Lacerea, en Grecia. Apolo dejó embarazada a Corónide y regresó a Delfos, dejándola bajo la vigilancia de un cuervo blanco o corneja. En este tiempo Corónide tuvo relaciones con el mortal Isquis, hijo de Élato. La corneja voló hasta Apolo y le advirtió de los amoríos de Corónide. Apolo maldijo al animal condenándole a llevar en adelante el color negro en lugar del blanco y mató a Corónide y, antes de que la pira funeraria la incinerase, sacó de su vientre a la criatura, que después se convertiría en el dios Asclepio. Existen otras versiones en las que se dice que Apolo pidió a su hermana Artemisa la ejecución de esta muerte.
El joven Asclepio se mostró siempre muy habilidoso y dispuesto y llegó a dominar el arte de la resurrección. Devolvió la vida a un gran número de personas importantes. De todas ellas cabe destacar a Hipólito, hijo de Teseo (el héroe del Ática). Asclepio practicó la medicina con gran éxito por lo que le levantaron santuarios en diversos puntos de Grecia.
El poder de resucitar a los muertos fue el motivo que indujo al dios Zeus para terminar con la vida de Asclepio. El dios Zeus no estaba muy conforme con la resurrección de los mortales pues temía que esto llegase a complicar el orden del mundo. Cuando Asclepio resucitó a Hipólito en Grecia, Zeus se enfadó muchísimo y mató a Asclepio con un rayo. En la «Iliada» ya se cita a dos hijos de Asclepio: Podalirio y Macaón, ambos médicos y pretendientes de Helena que participaron en la Guerra de Troya. En leyendas posteriores se habla de su esposa Epíone y de sus hijas Yaso (la curación), Higía (la salud, de ella ha derivado la palabra «higiene»), Panacea (la curación universal gracias a las plantas), Egle y Aceso.
Los atributos de Asclepio se representan con serpientes enrolladas en un bastón. La serpiente es el animal que encarna la vida tanto sobre la tierra como dentro de ella. Se cree que la familia de Hipócrates descendía de este dios. El santuario más famoso de Grecia dedicado a Asclepio fue el de Epidauro, en pleno corazón del Peloponeso.
El dios Asclepio tomó el nombre de Esculapio para los romanos.
La lectura le descubrió varias cosas que desconocía y también le hizo pensar en otras. La primera de estas últimas acudió a su mente sin que ella se lo propusiera. Ahora recordaba con claridad que la imagen que estaba proyectada en la pantalla era una especie de palo con dos serpientes enroscadas en él. La había visto mientras servía los cafés pero ella no le había hecho caso alguno.
—¿Qué es lo que estarán tramando esos desalmados? —se preguntó en silencio en su interior.
La respuesta le vino de forma inmediata.
—Habrán encontrado una nueva forma de perder el tiempo con esas paparruchas de historias sobre dioses que ya nadie se cree —se dijo.
En el interior de la Sala de Juntas la realidad era muy distinta. Kevin Mullhouse sonreía mientras Jeff Robertson se afanaba en convencer a la mayoría de que la votación tenía que ser realizada por temas. Stephan Sohenstein opinaba todo lo contrario. Quería conocer el resto de la exposición de Northon antes de pronunciarse. Las pretendidas alianzas que se habían pactado durante la comida se habían derrumbado por completo y eso comportaba un cierto peligro para el resultado de la votación.
El Presidente actuó de oficio en la ostentación de su cargo y ordenó que se realizara una ronda de opiniones en orden inverso a la antigüedad de los miembros. De esta forma dejaba callados a Robertson y Sohenstein hasta el final y les reducía ostensiblemente su influencia ya que los demás podrían expresarse sin estar condicionados por las opiniones de los dos sancta sanctorum principales.
El primer turno de palabra correspondió a Peter Law por ser el miembro con menos antigüedad del Consejo. Peter había destacado siempre por su sobriedad en todas sus intervenciones. Era un hombre que mostraba en el rostro su inequívoco origen oriental. Su intervención comenzó de forma clara, dura y concisa.
—Después de todo lo que ya se ha comentado, creo que queda poco nuevo por decir. Sin embargo, quiero encaminar mis palabras hacia un hecho que a mí me ha sorprendido enormemente y al que no se le ha prestado la suficiente atención a nivel general.
El resto de miembros del Consejo escuchaba en silencio. Los rostros reflejaban el cansancio acumulado durante toda la jornada. Eran las siete y cuarenta y cuatro minutos de la tarde y todo apuntaba a que todavía faltaban varias horas para que la sesión se diera por concluida.
Peter Law se levantó y continuó su exposición al tiempo que caminaba por detrás de los sillones del flanco izquierdo hasta llegar a situarse a un escaso metro y medio de la pantalla en la que continuaba proyectada la imagen del palo y las dos serpientes.
—La situación que nos ha reflejado el doctor Carl Northon en su discurso peca de inconsistente y también de estar falta de toda coherencia. En mi opinión, sus esfuerzos se han concentrado más en esconder y enmascarar los hechos que en descubrirnos su verdadera naturaleza. Es por esto que yo sólo voy a formular una pregunta, de la que espero que se tome la debida nota para que me sea contestada al final del resto de intervenciones. Siguiendo el orden anunciado por la Presidencia, el próximo turno le correspondería al doctor Northon, pero entiendo que este turno se saltará para que al final pueda responder a todas las cuestiones que se le vayan planteando a partir de este momento. ¿Es así? —preguntó mirando al Presidente.
—Efectivamente —asintió Mullhouse.
—Pues bien, mi pregunta es la siguiente. ¿Cómo espera usted, doctor Northon, que podamos creerle si todos los testimonios de su fascinante relato han desaparecido? Para ser más exactos debo reconocer que todos no. Pero también resulta que el único componente que según usted permanece, digamos que en activo, está escondido e ilocalizable. Lo que, dicho de otro modo, significa que bajo una pretendida excusa de protección este testigo también está, a todos los efectos, desaparecido como todos los demás y sólo nos queda usted. No voy a expresar mi opinión en este momento pero ya les anticipo que si la respuesta a mi pregunta no es del todo convincente, mi voto irá en el sentido de abandonar esta vía de investigación.
Tras pronunciar esta última frase, Peter se dirigió a su sillón y se sentó. Ni Northon, ni Mullhouse abrieron la boca mientras lo hacía. Carl tomaba notas de forma ordenada con la sorpresa intrínseca, pero no manifestada, de acabar de descubrir que había errado completamente en sus conjeturas al creer que durante la comida había convencido a Peter. El Presidente, por su parte, fingía repasar la lista para ver quién debía ser el siguiente en intervenir.
—¿Ha terminado, doctor Law? —preguntó con tono sereno y firme para disipar cualquier signo de nerviosismo que le pudieran haber atribuido.
—Sí —respondió Peter.
—En este caso, cedo la palabra al eminente John Terry —dijo el Presidente Mullhouse.
Hasta ese día, Terry se había manifestado como un hombre de carácter explosivo y fácilmente impresionable. Era el único miembro que no tenía un curriculum puramente científico. Su pertenencia al Consejo era una exigencia del principal patrocinador que, con su cuantiosa aportación económica, hacía viable las labores de investigación que realizaba la «Nature World Corporation».
Aunque nadie podía confirmarlo a ciencia cierta, se tenía la impresión de que su voto podía condicionarlo todo. Su particular voto en el Consejo sólo valía por uno, pero también podía convertirse por sí solo en un veto total al proyecto, si su información no llegaba con la suficiente claridad a la empresa a la que él representaba y aquella se decidía a retirar su importante aportación dineraria.
La «Skyline Main Support Limited» cambiaba su representante en el Consejo cada tres años. Conocía de forma sobrada la capacidad de convencimiento de los miembros más viejos de la «NWC» y evitaba, de esta forma, que sus intereses estuvieran representados por miembros que se comportaran como marionetas de los Robertson, Sohenstein y resto de la vieja guardia del Consejo de la «NWC».
—Caballeros —comenzó diciendo Terry—, siento contradecir al doctor Law. Mi opinión no está todavía formada, pero mi intuición me predice que estamos frente a algo realmente grande. Presiento que todo esto va a permitir que conozcamos y aclaremos algunos de los pasajes oscuros de nuestra propia evolución. Sin querer ni pretender entrar a discutir nuestra procedencia a Darwin, quizás este hallazgo nos sirva para poder conocer y entender mejor el salto cualitativo en el grado de conocimiento tecnológico que se produjo en el hombre y que todavía no se ha llegado a explicar de forma clara y convincente. ¿Qué fue lo que sucedió para que el hombre dejara de excavar la tierra para formar grutas donde guarecerse y pasara a utilizar esa misma tierra para fabricar ladrillos con los que construir primero casas y luego rascacielos? Sé que mis palabras son tal vez una simplificación exagerada de la evolución, pero quiero que también sepan que están pronunciadas de forma totalmente consciente y deliberada. Siempre he creído que la intervención externa de civilizaciones más avanzadas propició y tuteló nuestro progreso en los caminos de la ciencia. Alguien procedente de no sé dónde nos ayudó en el momento oportuno y no tiene por qué ser necesariamente alguien al que debamos denominar y calificar forzosamente como ‘extraterrestre’. Desde este mismo momento declaro que mi voto va ser favorable a que la investigación continúe. Con todos mis respetos hacia los investigadores que han desaparecido y que, incluso, pudieran estar muertos, creo que el sacrificio de unos pocos importa poco frente a la posibilidad de un gran beneficio para muchos.
Las caras de Mullhouse y de Northon denotaban un cierto alivio tras la intervención de Terry. Ambos sabían que esa opinión iba a jugar en su favor en el caso de que alguien todavía se mostrase indeciso.
El siguiente turno de intervención correspondía a Eddie Fernández.
Eddie era un defensor nato de la biodiversidad. Su carácter abierto y conciliador se aderezaba con grandes dotes de orador. Carl estaba convencido de haberse ganado su confianza. Sin embargo, después del revés sufrido con Peter Law, se mostraba expectante y cauteloso.
Eddie se levantó con parsimonia y caminó hacia la imagen que seguía proyectada en la pantalla.
—Sin querer entrar a valorar ahora la historia que nos ha contado Northon, la que por cierto podría muy bien dar lugar a varios titulares sensacionalistas, creo que la imagen que sigue proyectada a mi espalda conlleva muchas incógnitas en este momento. La sorpresa inicial que ha hecho que Alan Miller perdiera el control es del todo comprensible porque esta imagen, o mejor dicho este símbolo, está fuera de su ubicación natural. Este símbolo ha identificado a los llamados poderes de la curación desde varios siglos antes al tiempo en que se supone que fue grabado en la secuoya de Muir Woods y lo extraño es que aparezca de una forma tan nítida que no deja ningún lugar para otras interpretaciones. Queda claro que descarto de forma total y categórica la posibilidad de contacto de la civilización griega con la zona en la que creció la secuoya. Tengo que aceptar en consecuencia que mi condición científica me empuja siempre hacia el descubrimiento y conocimiento de lo desconocido. Y en este caso aún más, porque los hechos se vislumbran como excepcionalmente novedosos. Mi voto va ser positivo sin ninguna clase de duda.
El rostro de Carl Northon no dejaba entrever la alegría que sentía en su interior. El marcador empezaba a ofrecer un resultado esperanzador. Iba ganando por dos a uno y además tenía a su favor el voto de calidad de Terry. Respiró profundamente y esperó a que Mullhouse cediera la palabra a un nuevo miembro del Consejo. El turno de intervención recayó esta vez en la persona de Amos Williamson.
Williamson, a diferencia de su predecesor en la tanda oratoria, permaneció sentado. Comenzó a hablar acompañado de una gran gesticulación de sus manos.
—No voy a esconder mi voto. No hay ninguna razón para que lo haga. Me preocupa enormemente que las desapariciones estén todavía por resolver. Tan sólo por esa razón, mi voto ya se decantaría por el sí. Pero es que además, está luego ese símbolo que representa una realidad inequívoca de que existe algo ahí fuera que desconocemos profundamente. Nuestra responsabilidad nos empuja a descubrirlo. No tengo más que decir.
La estrategia de la comida comenzaba a dar los frutos que Carl y el Presidente habían planificado. El resultado actual arrojaba un tres a uno favorable a sus intereses. Y contando con sus propios votos, el casillero local se colocaría en cinco. Sólo necesitaban dos votos más para decantar definitivamente la balanza a su favor. Sin que nadie pudiera percibirlo, sus miradas se cruzaron por un instante y con ellas viajó el intrínseco mensaje de que todo iba bien.
—Es el turno de Alan Miller —anunció Mullhouse.
Miller se levantó. Lo primero que hizo fue pedir disculpas por su histérica intervención cuando Carl Northon proyectó el símbolo en la pantalla. Acto seguido continuó con el uso de la palabra.
—Mi sorpresa inicial no ha podido ocultar mi verdadero sentimiento sobre todo lo que está ocurriendo aquí. Todo esto me parece una burda e impresentable actuación de la que todavía desconozco las razones que la han promovido. Todo es falso. Sólo es una pésima representación teatral interpretada por un patético y desafortunado actor que está dirigido en la sombra por un cobarde que no desvela su identidad. Debo reconocer sin embargo, que la puesta en escena ha sido muy buena pero por fortuna no ha logrado engañarme más que unos pocos segundos. Mi voto no va a quedarse en un simple ‘no’. Además, voy a presentar una moción de censura contra el doctor Northon y también contra nuestro actual Presidente.
Cuando Alan se sentó de nuevo en su sillón, pudo apreciar la mirada reconfortante de Jeff Robertson.
De una forma asépticamente inmutable que pretendía ignorar por completo a Alan Miller y a su discurso, Mullhouse anunció a Jack Rainey.
Jack se puso en pie pero no se apartó de la mesa. Tenía los ojos de Peter Law clavados en él. Jack comenzó su exposición diciendo.
—Nuestro compromiso con el puesto que ocupamos debe ir más lejos de la lógica y comprensible alegría que nos deparan unos hecho novedosos. El que ahora no les encontremos una explicación inmediata no nos puede llevar a sacarlos de su justo contexto. La ética debe presidir todos nuestros actos y lo escuchado en la exposición de Northon nos tiene que hacer meditar. Por eso desde mi posición de vocal elevo la más enérgica protesta por el método que se ha utilizado en esta investigación. Mucho deberán aclarase los temas y las posturas para que yo reconsidere mi intención actual de votar en contra. Estoy seguro que todo lo acontecido aquí, en esta sala, en el día de hoy, no habría pasado si el Consejo todavía estuviera presidido por el doctor Sohenstein. Todo esto es inaudito y difícil de encuadrar en un marco que no sólo lo contenga sino que además le de forma y lo justifique. Eso es todo —dijo regresando a su puesto.
Alan Miller no pudo reprimir un tenue pero significativo aplauso. Mullhouse le llamó al orden.
—Ruego a todos los componentes de este Consejo que no exterioricen sus sentimientos por otra vía que no sea el uso de la palabra cuando les corresponda el turno asignado. No dudo de que todos vamos a ser capaces de mantener la compostura dentro de los límites de la dignidad y el respeto. Gracias a todos por anticipado. El turno corresponde ahora al doctor Paul Lambert —señaló El Presidente.
—Hoy es uno de esos días en los que merece la pena el hecho de haber nacido. ¡De verdad! —comenzó diciendo Lambert de forma sorpresiva—. Resulta enormemente gratificante contemplar como un hecho inesperado es capaz de hacer desparecer todas las máscaras de los comportamientos ajustados a la norma establecida que hemos aceptado todos como correcta. Estoy muy sorprendido de ello pero me siento también muy satisfecho. Durante mucho tiempo me he preguntado que era lo que nos movía y nos seguía motivando para que nosotros deseáramos seguir ocupando estas poltronas. Hoy por fortuna, todo ha quedado al descubierto. El único acicate que parecer tener la razón de motivarnos es el poder. Un poder por el poder y a no importa qué precio. He tomado la firme decisión de presentar mi dimisión a este Consejo. Sé que debo esperar a terminar el ejercicio para que esta sea efectiva. Por lo tanto dentro de unos minutos deberé emitir mi voto con respecto a la investigación del doctor Northon. Francamente caballeros, en este momento soy incapaz de anticipar cuál será el sentido de mi voto. Ahora voy a esperar a que terminen el resto de intervenciones. Mientras tanto, intentaré pasar el tiempo recordando que un verso puede tener una dimensión mayor que un rascacielos o que el terciopelo puede poseer un sonido más profundo que la detonación en un cañón.
Paul Lambert se sentó. Había finalizado su intervención. La sorpresa y el desconcierto flotaban en el ambiente después de sus inesperadas palabras. Mullhouse tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para reconducirse a sí mismo y anunciar el siguiente miembro que iba disponer del turno de palabra.
—Es tu turno Frank —dijo Mullhouse mirando a su izquierda.
Frank Jiménez tardó en comenzar la exposición. La intervención de Lambert le había dejado descolocado por completo. Su mente se debatía intentando convencerse de que las palabras de Lambert no le representaban a él. Tuvo que sobreponerse para reconducir la opinión que ya tenía forjada del tema que les ocupaba.
—La vida no es nada si no se respeta el sentido de la misma. Nuestra labor aquí es sobre todo de carácter científico y eso no debería hacernos perder cuál es propósito de la misma. La ciencia no está reñida con el progreso sino todo lo contrario. La ciencia está ligada al progreso del hombre. Pero eso no quiere decir que el progreso sólo pueda crecer y madurar en una sola y misma dirección. La historia está repleta de ejemplos en los que los nuevos postulados aceptados como correctos, no sólo no han ido en la misma dirección de los que les precedían sino que muchas veces, los nuevos postulados han pulverizado a los viejos de forma cruel y despiadada. Nuestra grandeza es nuestro privilegio. Pero este privilegio, aunque sea sólo nuestro, no es sólo para nosotros. No podemos caer en la tentación de querer monopolizarlo. Mi voto va ser positivo pero también voy a exigir la investigación de esas desapariciones al «FBI». Mi religión y mi propia doctrina me empujan a ello. Ser católico no significa nada si cuando llega el momento, no se ejerce como tal a conciencia.
El silencio reinaba en la sala. El reloj que Dorothy tenía frente a su mesa en la antesala, estaba apunto de señalar las nueve de la noche. Todo apuntaba a que hoy se acostaría tarde. El teléfono la devolvió a su mundo real. Lo descolgó. Era el presidente que le preguntaba si ya estaban listos los sándwiches y las bebidas para la cena. Ella contestó afirmativamente, pero Mullhouse la sorprendió con el anuncio de que no iban a abandonar la Sala de Juntas para cenar. Le pidió muy amablemente que ella se encargara de subirlo todo y le recordó que llamara antes de entrar.
El grado de descontento de Dorothy iba en aumento. ¿Qué se habían creído esos pretenciosos? ¿Acaso pensaban que ella no tenía el nivel requerido para escuchar sus insulsas y descafeinadas frases? ¿Se imaginaban que no sabría entenderlas? Esos viejos sólo servían para dejar caer sus babas mientras la miraban con ojos de deseo. Estaba segura de que más de uno se debía luego medio consolar pensando en cómo se habían movido sus caderas mientras les servía el café.
Dorothy decidió que iba a dimitir. Pero, ¿dimitir de qué?, se preguntó inmediatamente después. Tenía la cabeza hecha un lío y nada de lo que pensaba o hacía, parecía tener el menor de los sentidos. Cogió un par de cajas de cartón vacías y se fue en busca de los bocadillos al piso inferior.
En el interior de la sala, Robert Sommersen estrenaba su turno de exposición.
—He estado atento en todas y cada una de las intervenciones que me han precedido. Me gustaría que mi opinión aportara un nuevo punto de vista desde el que poder analizar el tema que nos ha presentado Northon. No habría nada que nos permitiese dudar de la historia relatada si no fuera por un pequeño pero importantísimo detalle de carácter antropológico.
Robert Sommersen detuvo su discurso pero se mantuvo intencionadamente en movimiento. Todas las miradas le seguían como si tuviera un imán y se mantenían posicionadas en su persona. Al llegar a la altura del sillón de Carl Northon, Sommersen se paró y las miradas de todos los presentes lo hicieron también. Este no perdió el tiempo ni un solo segundo y fue directamente al grano.
—Doctor Northon —dijo sin mirar a Carl—. ¿Cómo puede usted explicar la presencia de ese signo sin admitir también la presencia en ese mismo lugar, de seres procedentes de las viejas culturas del arco mediterráneo?
Sommersen se quedó mirando fijamente a Carl, esperando su respuesta. Estaba seguro de que su pregunta no tenía una respuesta válida. Carl miró a Mullhouse en un incipiente amago para pedir su autorización para contestar. El Presidente asintió con la cabeza.
—Doctor Sommersen —empezó diciendo Carl—. No creo que fuese la presencia ni tampoco el contacto directo con personas de las antiguas civilizaciones mediterráneas lo que permitió el conocimiento de esos signos.
—En ese caso, ¿cuál es la sorprendente teoría que según usted lo explicaría todo?
—¿Me permite usted que antes de contestar a su pregunta, yo le formule otra primero?
—Adelante —contestó Sommersen, muy seguro y engreído de tener acorralado a su interlocutor.
—¿Cree usted que realmente existió la Atlántida? —preguntó de forma sorpresiva Carl Northon.
Un incontenible murmullo de opiniones invadió la sala, al mismo tiempo que el timbre del teléfono sonaba para solicitar permiso para entrar los bocadillos. En pocos momentos, el murmullo pasó a convertirse en una algarabía totalmente desenfrenada que llenaba por completo la sala de Juntas. Las risas se mezclaban con sonoras y fingidas carcajadas que no estaban exentas de veladas advertencias. Más de un dedo índice se levantó de forma provocadora y lanzó amenazas en varias direcciones.
Cuando Dorothy entró en la Sala, fue el perfecto objeto de una total ignorancia y eso aún la enfureció un poco más. Dejó la primera bandeja de bocadillos y se fue en busca de la segunda. Después repitió dos viajes más para entrar el surtido de bebidas carbónicas que había seleccionado ella misma. Nadie le prestó la menor atención. Ella cerró la puerta de una forma mucho más sonora de la que hubiera sido estrictamente correcta y se dispuso a hincarle el diente a uno de los dos sándwiches que se había auto reservado para ella. Se sentía mal y aquellos mamarrachos tenían toda la culpa.
La situación en el interior de la Sala de Juntas continuaba frenéticamente caótica. Mullhouse aprovechó el momento e impuso un descanso para reponer fuerzas. El ritmo de la reunión así lo aconsejaba ya que el fin de la misma se preveía para bien avanzada la madrugada.
Los bocadillos de pastrami triunfaron sobre los tradicionales de jamón o de bacon acompañados de queso. Las bebidas frías a base de té fueron las que primero se agotaron. En apenas veinte minutos, las aguas turbulentas que habían sido provocadas por la sola mención de la Atlántida, volvieron a recuperar un cauce más tranquilo. El Presidente reanudó oficialmente la sesión dirigiéndose directamente a Sommersen.
—Robert, creo que tienes una pregunta por contestar a Carl, ¿no es cierto?
—Efectivamente —admitió rápidamente el antropólogo, al que la interrupción de la cena le había posibilitado pensar mucho en la respuesta que iba a dar.
—Te escuchamos entonces —dijo Mullhouse.
—No hay ninguna referencia científica que acepte la existencia de la Atlántida, ¿y por qué no la hay?, pues sencillamente, porque nunca existió. Y eso mismo es lo que sucede con nuestro caso. No hay caso caballeros. Todo esto es sólo una interesada ficción para obtener, mantener o retener algún tipo de subvención que ahora mismo desconozco cuál es. Me gustaría que mi voto no fuese sólo negativo. Tengo que revisar a fondo nuestros Estatutos para ver si puedo pedir la reprobación y anulación de todo lo que hoy se acuerde aquí, si es que finalmente Mullhouse y su nuevo satélite se terminan saliendo con la suya.
—¿Has terminado? —preguntó el Presidente sin entrar al trapo del último comentario de Robert.
—Sí. Eso ha sido todo. O quizás sería mejor decir que todo eso no ha sido nada todavía —respondió Sommersen en un nuevo ejercicio de provocación.
—¿Has terminado, sí o no? No quisiera que después dijeras que te he quitado el uso de la palabra.
—No tengo nada más que decir —terminó admitiendo Robert Sommersen.
Carl repasó mentalmente el resultado provisional del marcador de las intenciones de voto. Las cosas no pintaban bien. Iban perdiendo por cinco a cuatro y sólo faltaban cuatro miembros para intervenir. Mullhouse concedió el uso de la palabra a Jeff Robertson.
—Es tu turno Jeff —dijo de forma casi mecánica.
—Ni hablar del peluquín —contestó sorpresiva y rápidamente el aludido—. Te toca a ti. El hecho de que ostentes la Presidencia no supone que seas el más antiguo de todos nosotros. Ya hemos aceptado y concedido que Carl sea el último en intervenir. El turno es ahora tuyo, amigo mío.
—De acuerdo. No vamos a discutir por ello. Mi voto como ya suponéis va ser favorable a proseguir las investigaciones. He oído todas vuestras opiniones. Creedme si digo que para mí, todas son respetables pero, no obstante, a algunas de ellas las debo calificar de poco coherentes con el tema que tenemos sobre la mesa. Supongo que todos tenemos en mente que mi voto deja la votación empatada. Por todo ello, yo quiero dejar muy claro que todavía no hemos votado. Las intenciones son sólo eso. Estoy seguro de que cuando Carl Northon pueda acabar de exponer todos sus hallazgos, más de uno cambiará el sentido de su voto.
—Desde mi posición sólo os pido responsabilidad. Cada uno debe votar únicamente según su propio parecer. Estoy seguro de que así será. Ahora sí que es tu turno, Jeff —acabó diciendo Kevin Mullhouse, sentándose de nuevo en el sillón presidencial.
—Antes que nada quiero dejarle bien claro a Sommersen que este Consejo es soberano de sus decisiones. No hace falta que pierda el tiempo repasando los Estatutos. Lo que dicho de otro modo significa que lo que hoy decidamos aquí con nuestra votación irá a misa. Yo no acostumbro a desvelar mis intenciones y el día de hoy no va ser una excepción en mi forma de proceder. Sólo quiero dejar constancia de que no me siento identificado con la manera en la que se ha presentado el tema. La ocultación de datos no cabe en nuestro trabajo. La sectorización de los conocimientos, reservándolos a unos pocos, no debería contemplarse entre nosotros. En fin, me siento un poco decepcionado por la forma y por el fondo de esta discusión. Voy a esperar hasta la última de las intervenciones para decidir el sentido de mi voto. No me gustaría conceder ventaja a nada ni a nadie en este momento.
Kevin Mullhouse asintió con la cabeza a Jeff. Acto seguido y con un gesto tan impensado como ceremonioso, cedió el uso de la palabra al decano del Consejo, el ilustre Stephan Sohenstein.
—Es tarde y estoy cansado —comenzó diciendo el miembro más antiguo del Consejo—. Sin embargo, eso no debe contentar a nadie ya que no dejaré de ejercer por ello todos mis deberes. Es tarde porque pronto será media noche y yo debería estar ya descansando y estoy cansado porque las frases sin contenido me agotan profundamente. Al igual que Jeff, yo tampoco voy a conceder ventaja a nadie. Además, se da el caso de que como yo voy a ser el último en votar, quizás mi voto sea el decisivo que termine decantando la balanza en uno u en otro sentido. Es por ello que no voy a desvelarlo de forma anticipada. Acabemos con todo esto lo más pronto y mejor que sepamos. Le pido a Dios que nos ayude a hacerlo. Muchas veces nos olvidamos de que Él es el único y supremo hacedor. La ciencia es sólo un camino más para que nosotros podamos llegar a encontrarle. Kevin, pídele tú mismo a Carl Northon que sea ágil en la última intervención. Estoy seguro de que todos se lo agradeceremos.
Mullhouse hizo una señal a Carl. Este se levantó y con el permiso de la presidencia apagó el proyector. La imagen que durante horas había presidido todos los comentarios despareció de la vista de todos los presentes.
—Voy a tratar de no extenderme en mis explicaciones. En esta intervención no voy a contestar a nadie. Mi propósito es acabar de exponer todo lo que sabemos hasta ahora. Si alguien después de ello quiere alguna aclaración a lo nuevo que voy a presentar o a lo que ya se conoce, con mucho gusto estaré a su disposición.
Northon volvió a encender el proyector pero ya no volvió a aparecer la imagen que había suscitado tanta pasión. La pantalla estaba totalmente en blanco.
—A continuación voy a mostrarles cuatro fotos. La primera de ellas es una panorámica de la zona de la secuoya en la que descubrimos el primer signo. Observarán que aparentemente no hay nada de anormal en ella. La segunda, es la misma fotografía pero ha sido tomada con un objetivo filtrado y con una película de especial sensibilidad que obtuvimos siguiendo paso a paso las indicaciones de la doctora Gina Hartford. Vayamos a por la primera de ellas —dijo Northon.
En la pantalla apareció una vista de un frondoso bosque. El color verde prevalecía en todas sus tonalidades. El sol estaba a la espalda del que había tomado la instantánea y la imagen obtenida era muy nítida. Nadie realizó el menor comentario.
Sin dejar tiempo a que los hicieran, Carl proyectó la segunda foto. El paisaje era el mismo pero el color dominante ya no era verde. Todo se veía en una tonalidad extrañamente anaranjada. La fotografía además de haberse tomado con un filtro de luz polarizada, parecía que hubiera sido hecha con la lente del objetivo muy sucia de polvo ya que aparecían algunas manchas negruzcas en algunos de los troncos.
—Voy a ampliar la fotografía con el zoom digital para centrarnos en una cualquiera de esas manchas.
Carl realizó la acción que había anticipado sobre una de las manchas y después la repitió con otras. En todas ellas, las manchas al ser ampliadas, se convertían en signos perfectamente definidos. La expectación subía muchos enteros y algún que otro miembro, que con anterioridad había manifestado su incredulidad, ahora no paraba de frotarse los ojos.
Northon hablaba poco. Sus frases eran cortas para no dar lugar a malos entendidos.
—Ese descubrimiento lo hicimos el día en que desapareció Ben Carraguer. Ese día nos dimos cuenta de que estábamos ante algo que tenía muy difícil explicación. Para poder constatar nuestras teorías, pedimos la ayuda de un helicóptero con la excusa de querer hacer fotos para evaluar los daños sufridos por el temporal. El plan funcionó y nosotros, naturalmente, utilizamos la película sensible y el filtro de luz polarizada para nuestras propias fotos. El resultado de nuestra investigación son la tercera y la cuarta foto que ahora voy a mostrarles.
Carl proyectó la tercera foto. La tonalidad era la misma que la de la segunda pero aparecía algo que la hacía sumamente extraña. Carl no esperó para tomar de nuevo la iniciativa de la palabra.
—Cuando pudimos ver por primera vez estas fotos en el improvisado laboratorio de nuestro campamento, supimos ya de forma incontestable que nos encontrábamos ante uno de los mayores enigmas de la historia de la humanidad. Como podrán apreciar, en la fotografía sólo salen los troncos de los árboles. Las ramas y las hojas no se ven. Es algo muy parecido a lo que sucede con los rayos ‘X’ en nuestras radiografías médicas.
Las caras de todos los presentes eran un auténtico poema.
—Por otra parte —continuó explicando Carl—. Observen que los signos que también están visibles en la foto se reparten por los árboles de una forma que nos pareció en un principio totalmente aleatoria. El último de nuestros compañeros desaparecidos, el profesor Mike Kingston, defendió todo lo contrario desde el primer momento. Explicaba que era sólo una intuición pero él se mantuvo firme en su convencimiento hasta el mismo día en que desapareció. Estoy seguro de que ese día descubrió algo y que ese hallazgo fue la causa directa de su desaparición. Mientras hablaba Carl, el silencio más absoluto reinaba en la Sala de Juntas. Las caras estaban tensas y nadie quería manifestarse el primero. La cuarta foto destapó el tarro de todas las esencias que se hallaban contenidas. La foto había sido tomada desde el helicóptero a mucha más altura y mostraba un área mucho mayor. En ella se apreciaba que las marcas sólo estaban en una parte muy reducida del bosque. No sabemos a qué obedece la concentración de los signos en ese espacio que podemos considerar tan reducido. Fuera de ese espacio no hay nada. Hemos estado buscando pero no hay ni rastro de nuevos signos. Todo se concentra en una zona de unas doce hectáreas.
—¿Es posible que esos signos individuales formen algún tipo de mensaje o que sean los puntos de un signo mucho más grande que los comprenda a todos? —preguntó Jeff Robertson.
—Yo me inclinaría más por lo primero que por lo segundo, aunque tampoco descartaría por completo la segunda opción. Quizás sean las dos cosas —respondió Northon con mucha cautela—. Lo cierto es que nosotros tratamos de obtener de nuevo la ayuda del helicóptero pero no lo conseguimos.
—Pues hay que fotografiar esa zona del bosque desde todos los ángulos posibles —dijo Amos Williamson totalmente embargado por su voracidad periodística—. Tenemos que dibujar en el aire un círculo imaginario y tomar trescientas sesenta fotos. Una desde cada grado de ese círculo.
Mullhouse mientras tanto, sonreía disimuladamente. La situación volvía a estar perfectamente encarrilada. Hasta Jeff Robertson se había atrevido a establecer sus propias teorías. Eso era una buena señal. Carl estaba llevando la exposición de forma brillante. El signo de la votación empezaba a estar cantado. Siempre había sido una muy buena táctica, el dejar ladrar primero y luego soltar la carnaza.
Carl Northon volvió a proyectar la primea de las cuatro últimas fotos. Al cabo de diez segundos la sustituyó por la segunda y las fue alternando una con la otra, hasta cinco veces. Al final dejó la primera foto proyectada en la pantalla. Se levantó y cogió unas gafas de su maleta. Con paso pautado se dirigió hasta colocarse al lado del sillón del decano.
—Quisiera que fuese usted el primero en comprobar lo que sucede con esta foto cuando se observa a través de estas lentes polarizadas —le dijo, tendiéndole las gafas.
Stephan Sohenstein las tomó en sus manos y se las colocó. Miró a la pantalla y se quedó quieto durante más de veinte segundos. Después se las quitó y se las volvió a poner un par de veces. Sólo hizo un comentario en voz alta.
—¡Espectacular!
—Doctor Sohenstein, cuando termine, ¿sería usted tan amable de pasarlas a otro miembro del Consejo? Y el siguiente a otro y luego a otro, hasta que todos hayan podido apreciar la visión a través de ellas.
Stephan Sohenstein volvió a quitárselas y ponérselas una vez más, antes de entregarlas a Jeff Robertson. Las exclamaciones se sucedían sin excepción pero nadie desvelaba nada de lo que veía. Cuando el turno se completó, Carl recibió las gafas de Peter Law y retomó el uso de la palabra.
—Me hubiera gustado que la doctora Hartford pudiera haber visto la expresión de cada uno de ustedes al comprobar que la primera fotografía es igual que la segunda cuando se la observa a través de las gafas de filtros polarizados. Tengo la obligación moral de insistir en el hecho de que sin la tenacidad inagotable de la doctora Gina Hartford, y también naturalmente de sus conocimientos, no hubiera sido posible contemplar lo que tan sencillamente acabamos de ver.
He de confesarles que solicité un permiso especial al presidente Mullhouse para que ella, desde su lugar de protección, pudiera haber presenciado esta reunión por videoconferencia, pero este me fue denegado. Por un lado, nuestros Estatutos no lo permiten y seguramente por el otro, la prudencia tampoco lo aconsejaba en demasía. De todas formas y desde la distancia, quiero pedirles no obstante que le dediquemos un pequeño aplauso. Estoy seguro de que esté donde esté, su exquisita sensibilidad será capaz de percibirlo.
La ovación comenzó tímida pero en pocos segundos se generalizó de forma completa. Carl también se sumó al aplauso general.
En el exterior de la Sala de Juntas, Dorothy que se había quedado medio transpuesta en su soledad, se sobresaltó al oír la ovación.
—¿Qué les sucede ahora? —se dijo en voz baja.
A continuación miró al reloj. Eran casi las dos de la madrugada. ¿Habrían perdido el juicio de forma colectiva? ¿Les habría afectado el pastrami? ¡Apañado iba a estar el mundo si estos fantoches tenían que decidir algo importante!
—¡Que Dios se apiade de todos nosotros! —acabó diciendo.
El derrotismo de Dorothy contrastaba con el entusiasmo exultante de los consejeros. Mullhouse que era un verdadero maestro en el arte de aprovechar las coyunturas que se le presentaban de forma favorable, no tardó en sacar partido de la situación.
—Propongo una votación rápida a mano alzada —dijo el Presidente.
—Estoy de acuerdo —aceptó sorpresivamente Sohenstein.
—El que se oponga a que se dote con nuevos fondos a la investigación del equipo de Carl Northon, que levante la mano.
Solo Alan Miller levantó la suya, pero no la mantuvo en alto ni diez segundos. Azorado por su exceso de protagonismo, fingió una tos que le hizo retirarse a un rincón para no ser el centro de todas las miradas.
—Tenemos unanimidad —sentenció Mullhouse—. Ya nos podemos ir a dormir. El hotel está aquí al lado. He reservado catorce suites. Una para cada uno de nosotros y la catorceava para Dorothy. No quiero que a estas horas se ponga a conducir para regresar sola a su casa. Así pues las dos últimas plantas nos pertenecen por completo. Sed comedidos y no hagáis ruido en exceso. ¡Ah!, me olvidaba, la sesión de mañana dará comienzo a las diez. Os ruego puntualidad. A esa hora, Carl nos pondrá al corriente de las últimas averiguaciones. Ahora voy a comunicárselo a Dorothy.
Mullhouse salió de la Sala y se dirigió hacia la mesa de la secretaria. Se acercó a ella con una sonrisa.
—Muchísimas gracias por su paciencia, Dorothy —le dijo—. Ya le advertí esta mañana que presumiblemente la reunión terminaría tarde. Reservar las catorce habitaciones fue todo un acierto.
—¿Catorce? Yo sólo reservé trece. Todas como usted me indicó. En cada una de ellas hay una bandeja de fruta fresca recién cogida del árbol y también hay seis masajistas de guardia en el hotel, para quien quiera utilizar sus servicios y disfrutar de la relajación de un buen masaje.
—Yo mismo hice la reserva de la catorceava suite para usted, Dorothy. No quiero que conduzca a estas horas. He retrasado el comienzo de la sesión de mañana para las diez en punto.
—¡Pero no voy a tener nada que ponerme mañana! ¡No puedo ir vestida con las mismas ropas que hoy!
—No tiene que preocuparse por ello. Creo que lo he previsto todo. Espero que hayan seguido mis instrucciones y que lo que encuentre sea de su completo agrado. Estoy seguro de que así será —terminó diciendo Mullhouse.
Dorothy estaba entre sorprendida y azorada. Lo primero por lo que para ella significaba que Mullhouse hubiera sido capaz de pensar en ella sin su ayuda. Y lo segundo, pues precisamente por esa misma razón. Sin saber qué decir, le contestó escuetamente:
—De acuerdo —y luego se calló.
Pasados diez segundos, cuando Mullhouse estaba a punto de entrar de nuevo en la Sala de Juntas, añadió:
—Yo vendré mañana un poco antes. Llegaré sobre las nueve y media para tener listo el café.
—Espérenos que ahora salimos. Iremos todos juntos al hotel. Hace una noche fantástica —contestó el Presidente.
Dorothy notó en su interior que toda la adrenalina rencorosa que había ido acumulando desde primeras horas de la tarde se le había escapado en un solo instante. Todos los poros de su piel se habían abierto liberando cualquier vestigio de animadversión que hubiera podido retener. Se sintió feliz y halagada. ¿Sería esto el comienzo de lo que llevaba años esperando? No quería hacerse ilusiones pero era evidente que había sido una señal. Una señal que ella iba a encargarse de que no se quedara sólo en eso. Lo importante es siempre que las cosas empiecen. El resto ya vendrá por sí solo. Y si por sí solo, le cuesta, pues ya encontraremos la manera de empujarlo hacia la dirección conveniente.
Este último pensamiento de Dorothy, coincidió con la salida de todos los miembros del Consejo. Al pasar por su lado, todos la miraron y la saludaron de la forma en que a ella le gustaba. Volvió a ser el objeto del deseo y de las atenciones de todos. Lo fue en el ascensor de bajada y durante los cincuenta metros que anduvieron por la calle. Y de nuevo lo fue en el ascensor de subida a las suites. Se sintió redimida y cuando entró en la suite reservada para ella, se encontró con que un enorme ramo de rosas rojas presidía la mesa de la coqueta antesala que precedía al resto de la habitación. Su primera intención fue contar el número de rosas del ramo pero pronto desistió de ello porque se acordó de las palabras de Mullhouse y se dirigió al cambiador de su recámara. Abrió el armario. Al ver su contenido, sus dos manos se dirigieron al rostro para intentar acallar el pequeño grito que se le escapó. Había de todo. Desde lencería íntima hasta un chaquetón de piel, pasando por vestidos, pantalones, faldas y blusas de colores variados. Sus ojos se centraron en un par de camisones de noche que por sí solos eran capaces de levantar el mástil mayor del velero más desvencijado que desease echarse a la mar.
Se sonrojó ligeramente por el último de los pensamientos que había cruzado por su mente y se decidió a llenar la bañera. Tenía jacuzzi y ella no iba a desaprovechar el lujo de sumergirse entre burbujas. Un baño reparador le vendría de perlas. Desenroscó el frasco de sales y las esparció por toda la bañera. Se desnudó mirándose al espejo y después de observar su cuerpo en alguna que otra postura sexy, se metió en el agua burbujeante. Ajustó los cojines bajo cuello, axilas y piernas. Se relajó y cerró los ojos. El contacto con el agua caliente y con el masaje de aire, no tardó en hacer que ella se quedase medio adormilada.
Su mente viajaba por caminos de rosas cuando tuvo la sensación de que estaba siendo observada. Se sobresaltó y se levantó para enfundarse el albornoz cuando vio claramente la figura de un hombre parado bajo el dintel de la puerta del baño.
Dorothy reconoció al inesperado espectador de su intimidad.
—¡Usted! —le dijo—. ¿Cómo ha entrado?
—Poco importa el cómo cuando lo que realmente interesa es el porqué. No he podido dejar de pensar en ti desde que hoy nos has entrado el primer café. Hemos tenido una tarde loca pero mis deseos no han disminuido en todo ese tiempo sino todo lo contrario. He venido a descubrirte.
—Poco queda ya por descubrir —contestó Dorothy, al constatar que estaba de pie con los pies en el agua y completamente desnuda frente a su visitante.
—Te equivocas muñeca —contestó él.