Capítulo 2

Columbia St, Seattle, (WA), Abril de 2012.

Dorothy se sentía feliz. Estaba en paz consigo misma. A sus treinta y dos años había logrado su tan anhelada estabilidad. Estaba satisfecha con su trabajo aunque no disfrutaba de él. Pero, al fin y al cabo, se sentía a gusto y el sueldo, por otra parte, no era nada despreciable.

Eran las diez y cuarto de la mañana cuando se remangó las mangas de su jersey color fucsia hasta la mitad del antebrazo. No quería causar ningún estropicio con los cafés. Se miró al espejo. Su esbelta figura hacía que combinaran a la perfección el llamativo jersey con los pantalones de color negro. Unos zapatos a juego y el pañuelo azul celeste anudado al cuello acababan de completar, con cierto atrevimiento, el conjunto elegido para el día de hoy.

Dorothy sabía que, cuando entrase en la sala de juntas con la bandeja de los cafés, tendría sobre ella la mirada de varias parejas de ojos que la iban a repasar de arriba abajo.

Se colocó bien el sujetador y se amplió la abertura de la parte superior del jersey hasta dejarla caer por encima de un hombro. Las miradas directas a su escote no iban a escasear.

Con no poco trabajo, colocó la mano y la parte anterior del brazo izquierdo bajo la bandeja de los cafés. La levantó a peso y se dirigió hasta la doble puerta de madera de la Sala de Juntas. Golpeó con los nudillos de la mano derecha sobre la hoja izquierda de la puerta. No esperó permiso y entró. Al instante notó clavarse en su cuerpo trece pares de ojos que la desnudaron por completo.

Ignoró la circunstancia y repartió las humeantes tazas a los doce miembros del Consejo de Administración de la «Nature World Corporation». En último lugar, y siguiendo el estricto protocolo establecido, sirvió la taza de café al Presidente de la Empresa, el doctor Kevin Mullhouse. Fue a él, y de forma totalmente premeditada, a quien Dorothy ofreció la más completa y profunda visión de sus tetas. Acto seguido, se retiró sin haber abierto la boca y con la sensación de conocer a la perfección cuál era el nuevo objetivo de las miradas de aquellos hombres.

Salió y cerró la puerta con sigilo. Había superado con éxito la primera prueba. Sabía que como mínimo aún le quedaban otras tres, la de esta tarde y las dos de mañana.

Este era su cuarto año consecutivo y ella ya se había habituado a las circunstancias de estos actos. A su mente acudió el recuerdo de sorpresa y de pavor que sintió en la primera de aquellas ocasiones. Ahora, sin embargo, todo había sido muy distinto porque había disfrutado con su pequeña pero importante actuación. Recordó con satisfacción aquellas agradables palabras que le dirigió Mullhouse, dos días después de su segundo Consejo, el del año 2010.

—Su presencia, señorita Shealton, ha sido lo único realmente reseñable de la Reunión del Consejo de este año. Muchísimas gracias.

Dorothy no supo qué contestarle en aquella ocasión. Desde aquel día había ensayado muchas veces una contestación con una respuesta válida e ingeniosa por si volvía a producirse un halago como aquel, pero ello no había sucedido en ninguna de las otras reuniones.

Sin embargo, Dorothy no desesperaba. Siempre defendía la idea de que ella le gustaba a Mullhouse. Basaba esta afirmación en el hecho de que él siempre la miraba de una forma especial y las mujeres entendían de esas cosas.

El doctor Mullhouse era su principal objetivo y ella no iba a desfallecer. Un cuarentón rico y apuesto con el cabello completamente canoso no podía ignorarse y a Dorothy tampoco se le había pasado por alto. Había reservado para la doble sesión de mañana su arma más infalible. Una falda corta y ajustada de color azul marino y una blusa semitransparente de color blanco. Esta combinación podía subir la tensión y provocar la explosión de algún globo ocular. Pero a Dorothy esto le daba lo mismo porque a ella sólo le interesaban dos de aquellos veintiséis ojos.

Dentro de la Sala de Juntas, la reunión continuaba debatiendo el Orden del Día establecido y ya le había llegado el turno a Carl Northon.

Carl, uno de los dos nuevos miembros del Consejo, se dirigió a la Presidencia, pidiendo permiso para exponer su informe.

—Doctor Mullhouse. Caballeros —dijo mirando al sillón presidencial, para luego extender su mirada al resto de componentes del Consejo.

Respiró un par de veces simulando poner en orden sus papeles y comenzó.

—Voy a presentarles un descubrimiento tan prodigioso como altamente preocupante. Me estoy refiriendo a uno de esos hallazgos que pueden cambiar el sentido de la historia de nuestro querido planeta Tierra. Lo que estoy a punto de referirles y mostrarles debe permanecer en secreto hasta que hayamos decidido el camino a seguir. He de informarles que debido a la gran importancia del tema en cuestión, este ya ha sido presentado con la debida anterioridad a nuestro Presidente —dijo volviendo la mirada hacia el aludido, obligándole a que este realizara un ligero asentimiento con la cabeza—. El doctor Mullhouse está de acuerdo en que el sistema de la votación tiene que ser por mayoría simple. Dado que somos un número impar de votantes, concretamente somos trece, no cabe la posibilidad de empate. En un tema considerado de importancia máxima, nuestros Estatutos no permiten que se pueda votar en blanco ni tampoco se contempla en ellos la abstención. Realizado este preceptivo preámbulo, voy a pasar a exponerles los resultados de mi informe.

Northon volvió a respirar hondo y continuó.

Hace unos diez meses fui comisionado para realizar un estudio sobre la evolución del efecto de la fotosíntesis en los árboles de nuestro Parque Nacional de Muir Woods. Las milenarias secuoyas, desde su imponente grandeza, iban a prestarnos toda su antigüedad para poder conocer cómo había variado este proceso bioquímico a través de los siglos. Nuestra idea inicial era aprovechar los árboles que por alguna u otra razón habían sufrido daños. Ya saben ustedes, árboles que se habían visto alcanzados por algún rayo, o bien afectados por la caída de otros árboles o porque simplemente habían sido talados para la conservación del ecosistema. Mi equipo lo empezaron formando seis unidades a parte de mí mismo. Éramos cinco hombres y dos mujeres. Yo era con diferencia el más viejo de los siete. La edad del resto oscilaba entre los veintisiete y los treinta años. Todos estábamos muy entusiasmados ante la magnífica oportunidad científica que se nos presentaba. Para ello, disponíamos de los más modernos aparatos de medición y de análisis. La gran joya de nuestro equipo de pruebas era un simulador de la etapa que se conoce con el nombre de «fotofosforilación». Como ustedes saben, esta es la etapa en la que la energía lumínica se transforma en energía química y es el punto clave para desvelar qué sucedió con el exceso de oxígeno que liberaron estos espectaculares organismos autótrofos en los siglos que nos han precedido. Comenzamos trabajando muy duro. Ante nosotros se erigían unos testigos tan imponentes como silenciosos del paso de todos esos años. Nuestra jornada no bajaba de las quince horas diarias. Llegamos incluso a solicitar un permiso especial de acampada dentro del propio recinto del Parque para poder ampliar, de este modo, nuestra presencia activa. Nos lo denegaron, pero por otra parte nos autorizaron a establecer el cuartel general a poco más de un kilómetro y medio del confín del Parque. Era una zona perfecta que estaba aislada y protegida del paso de visitantes y vecinos. Los resultados se nos resistieron al principio y poco a poco fuimos perdiendo parte de nuestro ímpetu inicial. Yo sostengo la teoría de que era el propio estado de ansiedad, en el que nos encontrábamos todos sumidos, el que se nos transformaba automáticamente en un cierto desánimo al no ver que nuestros esfuerzos fructificaran en algo tangible. Habíamos basado toda nuestra investigación en el estudio de dos puntos esenciales. Por un lado, el análisis de los anillos de crecimiento y, por otro, el sistema de alimentación de esos colosos de la naturaleza. Sin embargo, la historia del mundo en el que vivimos nos demuestra que no hay que desesperar, aunque a veces nos cueste mucho no hacerlo. Una noche de finales de junio, cuando llevábamos casi tres meses de trabajo en el proyecto, nos cayó encima una de esas tormentas que ya hubiera querido el gran Alfred Hitchcock para sus películas. Aquella noche llegamos incluso a temer por nuestra integridad. Los rayos se cruzaban sobre nuestras cabezas y el ruido de los truenos nos dejó completamente sordos en varias ocasiones.

—Doctor Northon, le ruego que deje usted de relatarnos sus aventuras de boyscout y se circunscriba únicamente a las investigaciones —interrumpió Jeff Robertson.

El Presidente Mullhouse salió rápidamente en defensa de Carl.

—Jeff, deja que Northon realice su presentación de forma libre. No le atosigues con tu impaciencia y escúchale con atención. Estoy seguro de que te gustará conocer los hechos que él nos va a relatar. Prosiga usted, Carl. Se lo ruego, por favor.

—Gracias, señor Presidente. Intentaré ceñirme al tema, señor Robertson. Aunque creo que, en este caso, es de suma importancia encuadrar al máximo todo lo sucedido en el marco y en las circunstancias que lo propiciaron. Lo cierto es que todo lo que hemos descubierto se lo debemos a aquella terrible tormenta que les estaba contando. El temporal amainó con la salida del alba y Mike Kingston decidió salir de inmediato a comprobar los daños que de buen seguro se habrían producido. Por la noche habíamos oído fuertes crujidos e imaginamos que algunos árboles habían sido alcanzados por rayos y que más de uno habría caído. Cuando Mike partió hacia el parque, Gina, la doctora Hartford, se unió a él y le acompañó. El resto nos quedamos intentando recomponer y minimizar los daños y el desorden sufridos en el campamento. Mike y Gina regresaron al cabo de dos horas y media. Tiritaban de frío pero sobre todo temblaban de emoción. Les oímos dar gritos de alegría al acercarse. Los dos estaban como locos. Yo personalmente no los había visto nunca en el estado de excitación que demostraban. Nos hicieron abandonar todo lo que estábamos haciendo y los siete salimos hacia el Parque. Los dos se miraban con complicidad pero no nos soltaron prenda de lo que habían visto. Nos dijeron que no querían influir en nuestra decisión. Querían comprobar que nosotros íbamos a llegar a la misma conclusión a la que ellos habían llegado.

Carl Northon hizo una mínima pausa para volver a coger aliento y proseguir con su relato.

—Sin embargo, al llegar al lugar donde ellos nos indicaron no vimos nada sobresaliente a excepción, claro está, de unos gigantescos destrozos que lamentamos profundamente. Es curioso ver como la obra que la Naturaleza ha tardado siglos en crear, ella misma es capaz de destruirla en pocas horas. El espectáculo que contemplamos nos dejó impávidos y lo del descubrimiento pasó a un segundo término. Mike y Gina debatían en privado lo que había podido suceder. El resto decidimos no insistir y dejarles hacer. Todos sabíamos que era lo mejor que podíamos hacer. De nada hubiera servido hacer lo contrario. Ellos mismos nos pidieron paciencia y nos solicitaron aplazar su explicación hasta poder repetir en la próxima madrugada la experiencia de esta misma mañana, en los mismos términos en los que se había producido. No había ninguna razón para negarse, ya que la ciencia tiene como base la repetición de las condiciones y de sus resultados obtenidos para poder dar por válido cualquier hallazgo. Por nuestra parte, sólo les pedimos poder acompañarles y ellos, naturalmente, nos contestaron afirmativamente. Invertimos el resto del día en hacer inventario de los destrozos sufridos en nuestro pequeño campamento. La tensión flotaba en el ambiente y se acentuaba todavía más con el silencio. Durante la cena, echamos a suertes quién iba a quedarse de guardia en el campamento, porque sólo cuatro de nosotros cinco íbamos a salir en compañía de Gina y de Mike. El desafortunado vencedor de aquel sorteo en el que nadie quería ganar fue Ben Carraguer. Aquella noche nadie logró conciliar el sueño más de dos horas seguidas. Mike y Gina se levantaban y hacían continuos apartes para contrastar una y otra vez sus teorías. El resto de nosotros lo continuábamos aceptando con respeto. Todos éramos conscientes de la valía y de la capacidad que ambos habían demostrado en otras ocasiones. Además, en estos casos está demostrado que lo mejor es dejar madurar la fruta en el mismo árbol que la ha generado, y así lo hicimos.

Carl Northon sorbió un poco de agua. Aún no había comenzado con la parte más importante y significativa del informe pero ya había logrado su propósito con creces. Sabía que, en aquellos momentos, él retenía toda la atención de aquellos hombres. Incluso reparó en que Jeff Robertson había permanecido muy atento y completamente callado. Y eso era un hecho tan reseñable como inaudito.

Miró a la sala y se sintió satisfecho consigo mismo. En muchas ocasiones se había preguntado si sería capaz de lograr lo que acababa de conseguir. Se sonrió a sí mismo interiormente y retomó la palabra.

—Cuando empezó a clarear, ya estábamos listos y preparados. Salimos esperanzados en que iba ser nuestro día y así fue. En apenas veinte minutos llegamos a encontrarnos de nuevo frente a aquella zona del Parque que, en verdad, sólo podía transmitirnos pesar y desolación. Los daños nos parecieron todavía más impresionantes que el día anterior. Gina fue la primera en localizar lo que ellos dos estaban buscando. Rápidamente llamó a Mike y este hizo lo propio con nosotros. Acudimos hacia ellos y por fin pudimos contemplar lo que ellos habían mantenido en secreto desde el día anterior. Ante nosotros yacía un árbol que había sido derribado por un rayo. El árbol se había partido en dos pero lo había hecho de una forma muy peculiar y afortunada para nosotros. La secuoya se había resquebrajado en vertical. Había dejado un tronco ascendente, todavía enraizado, de más de quince metros de altura. La secuoya iba disminuyendo su sección a medida que se separaba del suelo. La forma en que se había roto simulaba el efecto de un gigantesco hachazo que lo hubiera rajado partiendo de un costado hacia el otro y siguiendo una imaginaria línea diagonal descendente. El objeto de todas nuestras miradas se centró en el trozo derribado. En él pudimos apreciar de forma clara una línea irregular de color negruzco que estaba situada siguiendo la división de uno de los primeros anillos de crecimiento. Era una línea seguida y no medía más de veinte centímetros. Mi primera sensación fue de desilusión porque había imaginado muchas hipótesis. Mike y Gina seguían entusiasmados. Les dije que podría tratarse de una malformación en ese anillo de crecimiento. Me decanté por la posibilidad de una disfunción provocada en el cambium al verse afectado por un exceso de lignina. Mike no contestó. Gina en cambio, aceptó la explicación como posible pero improbable y rápidamente pidió a Mike que nos mostrase el resto de lo que ellos habían descubierto. Mike se separó un poco de aquel espléndido ejemplar. Mientras lo hacía, pensé en la paradoja del equilibrio biológico de nuestro mundo. Una maravilla de casi dos milenios había sido abatida en tan sólo un segundo. Me pregunté por qué e inmediatamente tuve la respuesta.

Carl Northon hizo una nueva e intencionada pausa para centrar la atención en lo que iba a contar a continuación.

—Mike nos hizo dirigir la mirada hacia una parte en la que la terrible presión soportada en el momento de la caída había desgajado la capa del anillo de crecimiento tintado con la línea negra. Una hilera de extraños signos colocados en vertical apareció ante nosotros. Se trataba de unos signos perfectamente definidos. Algunos de ellos se repetían y eran exactos entre sí y en cambio otros parecían ser el complemento que les faltaba. Brad Murray, nuestro antropólogo, sugirió que podría tratarse de la primera muestra de cultura de la zona. Sin embargo, Gina se encargó con celeridad de rebatir sus argumentos. La doctora Hartford apuntó que era del todo imposible que esos signos hubieran sido realizados por primitivas tribus locales. La tinta o la pintura empleada era fotosensible y eso escapaba a la posibilidades de cualquier aborigen que se hubiera paseado por esa zona catorce siglos antes que nosotros. El comentario destapó todas las inquietudes que hervían en silencio en el interior de cada uno de nosotros. La situación era tan excepcional que decidimos avisar por radio a Ben Carraguer para que abandonara el campamento y se uniera a nosotros. No teníamos ningún derecho a dejarle fuera de lo que se estaba cociendo allí. Sin embargo, cuando Ben llegó, las marcas ya no eran visibles. Los signos habían vuelto a desaparecer. Todo se había repetido exactamente como el día anterior. Se decidió no dejar el tronco de la secuoya sin vigilancia y decidimos montar guardia a su alrededor. Sabíamos que nadie podía llevarse un tronco de más de setenta metros de longitud y casi tres metros de diámetro, pero nos íbamos a sentir mucho mejor si no lo dejábamos solo. Mike y Gina se ofrecieron para hacer la primera de las guardias, Ben Carraguer y Brad Murray la segunda y cerrarían el círculo hasta el próximo amanecer, Tom Hatefield y Nelly Cole. Las discusiones siguieron en nuestro regreso al campamento y durante todo el resto del día. Se notaba claramente que algo había cambiado. El grupo había sido tocado por la varita de la Diosa de la Fortuna y eso se palpaba en el ambiente. Todos, en mayor o en menor medida, estábamos eufóricos y eso se nos transpiraba por los poros dela piel. El hecho de que las marcas que habíamos visto se hubieran comportado como extraños injertos que habían sido aceptados por la secuoya sin ningún rechazo, desconcertaba a más de uno de nosotros. La antigüedad de las marcas era patente. Gina no se había equivocado. Las marcas habían sido grabadas sobre el árbol unos mil cuatrocientos años antes de que nosotros viniéramos al mundo.

La presentación sufrió una nueva interrupción. Fue Stephan Sohenstein, el miembro más veterano de todo el consejo, quien la realizó.

—Doctor Northon, es usted un pipiolo agradable y divertido. Con toda seguridad es usted una persona muy valiosa en su trabajo. Me pregunto si será usted capaz de acabar de relatar su historia antes de que el Señor me llame para hacerle eterna compañía. No creo que ya me quede mucho tiempo y usted lo está acaparando en demasía. ¿Podría usted ser más conciso y ceñirse a los hechos que realmente nos importan?

En esta ocasión el Presidente no salió en ayuda de Carl. Fue Dorothy la que le salvó de forma accidental cuando entró para anunciar que la comida estaba lista en la sala Blackberry del piso inferior.

Todo el mundo se levantó. Y también sin casi ninguna excepción, todos los miembros del Consejo visitaron los Servicios para aliviar y relajar sus maltrechas y delicadas próstatas. Carl Northon pasó por delante de Dorothy y le lanzó una mirada directa que hizo peligrar toda la fachada exterior de la secretaria. Una mirada como esas en el Instituto o en la Universidad, hubiera significado una clarísima petición de revolcón con derecho a cama. En la situación en la que ahora se encontraba, Dorothy no se atrevió a pensar que la interpretación que tenía que dar fuera exactamente la misma.

Mullhouse había dado las instrucciones precisas para que sentaran a Jeff Robertson a su izquierda y a Stephan Sohenstein a su derecha. Carl Northon había sido ubicado en el último asiento del ala izquierda de la mesa. El Presidente quería tener controlados a los dos zorros más viejos de la camada y también quería evitar que intentaran sonsacar información anticipada a Carl. Estaba satisfecho de la forma en la que Northon había llevado la exposición y también sabía con toda seguridad que en la sesión de tarde se destaparía la caja de los truenos.

La comida produjo el efecto deseado por Mullhouse, ya que sirvió para relajar los nervios y para crear los puentes y alianzas que el Presidente necesitaba para que la votación se decantara favorable a sus intereses.

Carl cumplió con su papel. Explicó con exquisita sutileza a sus compañeros de mesa más próximos, que el tema que estaba exponiendo era de capital importancia y les convenció de que todavía se tenía que profundizar mucho más en él, porque su desenlace distaba mucho de estar decidido. Con eso, daba por cumplida la misión que el Presidente le había encomendado. Este le había pedido que intentara asegurar los cinco votos de la parte final de la mesa. De esta forma, con su voto y con el de Mullhouse sumarían los siete votos necesarios para vencer en la votación.

Eran las tres y dieciocho minutos de la tarde cuando los trece se levantaron de la mesa. El Orden del Día señalaba a las quince horas y treinta minutos para su reanudación y establecía asimismo, las dieciocho horas cuarenta minutos como plazo de finalización.

Carl miró a Mullhouse y, sin dirigirle la palabra, le levantó el dedo pulgar de la mano derecha como signo de que las cosas durante la comida habían discurrido por los derroteros establecidos de una manera totalmente satisfactoria. El Presidente le contestó con un ligero y casi imperceptible movimiento de cabeza.

Los trece miembros del Consejo subieron a la planta superior y se acomodaron de nuevo en sus sillones. Carl reanudó su exposición.

—Durante la sesión de esta tarde voy a mostrarles unas imágenes de los primeros signos que descubrimos en aquel primer árbol derribado. Sin embargo, antes de hacerlo me veo obligado a referirles los extraños sucesos que nos ocurrieron cuando en la madrugada siguiente regresamos al lado de la secuoya que habíamos decidido custodiar. Los relevos de los turnos se habían realizado con toda normalidad y dábamos por descontado que íbamos a encontrar a unos impacientes Tom y Nelly después de más de siete horas de vigilancia. En esta ocasión, también habíamos decidido que no se quedara nadie de guardia en el campamento. La presencia de Ben Carraguer era más importante al lado de la secuoya milenaria que fregando platos en el campamento.

La frase final volvió a disparar la impaciencia de Sohenstein. Sin mirar ni siquiera a Carl, interrumpió la presentación y se dirigió a la Presidencia.

—Estimado Kevin. Quiero dejar constancia de que no estamos aquí para otorgar y calificar un trabajo de licenciatura de final de carrera. Todos aquí somos científicos y además representamos a una cantidad importante de Corporaciones públicas y privadas que nos pagan muy generosamente para que dediquemos todos nuestros esfuerzos a cosas más importantes que a escuchar las aventuras y desventuras de un grupo imberbe de recién licenciados que confunden el rigor de una investigación con el trabajo a destajo. No queremos conocer ni sus horarios de trabajo ni el de sus turnos de guardia. Francamente, eso nos trae sin cuidado. A nosotros tan sólo nos importa conocer sus descubrimientos para poder evaluar sus resultados. Esa y ninguna otra es nuestra misión y nuestra tarea.

Jeff Robertson no desaprovechó la ocasión para unirse a los fuegos artificiales que había montado su compañero Sohenstein.

—Supongo que se nos va a pedir que votemos antes de finalizar la jornada de hoy. Lo digo porque el Orden del Día de mañana no señala que se vaya a continuar con el tema que ahora mismo nos ocupa. Pues bien, si en verdad hoy tenemos que emitir nuestro voto, necesitaremos poder debatirlo antes con profundidad. Te ruego pues, que ya que tú estás al corriente del tema, le hagas la oportuna recomendación al ponente para que se centre única y exclusivamente en los hechos científicos.

Mullhouse se levantó realizando un gesto conciliador. Conocía que las reticencias de los dos miembros más antiguos del Consejo tenían origen en el hecho de que él mismo ya conociera los hechos y ellos no.

Tanto Robertson como Sohenstein habían ostentado la Presidencia durante algunos años de las dos décadas anteriores y eso les otorgaba un estatus especial, ya que los Estatutos de la «Nature World» permitían seguir en el Consejo pero no en la Presidencia del mismo, una vez cumplidos los cincuenta y ocho años de edad.

—Caballeros —dijo mientras caminaba hacia la posición de Carl—. El tema que nos ocupa es de suma importancia. Reconozco que Northon está haciendo una exposición un tanto extensiva pero también creo que ello es absolutamente necesario. Por eso, ya les adelanto que los hechos que les han ido ocurriendo a los miembros del grupo investigador desde aquellos días de finales de junio, en los que descubrieron los signos en la secuoya de Muir Woods, se tienen que calificar cuanto menos de extraordinarios. Les pido paciencia a todos porque, aunque el Orden de Día de hoy tenga una hora señalada para finalizar la jornada, no vamos a salir de aquí hasta que se haya tomado una decisión después de haber votado. Mi secretaria está esperando instrucciones para ordenar la cena y también unos canapés para resistir la madrugada, si ello llegase a ser necesario.

Las palabras del Presidente actuaron como un bálsamo tranquilizador. Mullhouse volvió a su sillón y Northon retomó la exposición dispuesto a esgrimir todas sus armas con el fin de no verse interrumpido de nuevo.

—Nunca llegamos a encontrar a Tom y a Nelly —soltó Carl de golpe intentando detonar una imaginaria bomba de relojería para volver a recabar toda la atención sobre su persona—. Les buscamos arduamente pero no tuvimos éxito. Tuvimos que aceptar que desaparecieron aquella mañana. Efectuamos la pertinente denuncia a la Policía Forestal del Parque pero también les pedimos discreción. Nuestro patronato no quiere estar inmerso en debates infructuosos con la prensa. Una semana después localizamos la minúscula grabadora de Nelly. Ella siempre la llevaba encima. La utilizaba continuamente para recoger sus pensamientos, sus comentarios y sus inquietudes. La grabación que pudimos oír era intrascendente pero reflejaba claramente el entusiasmo de Nelly. Tan sólo la frase final que estaba grabada denotaba que algo excepcional había ocurrido. Para no influir ni tergiversar el tono original prefiero que ustedes mismos la oigan.

Carl abrió el portátil y lo conectó a los altavoces de la sala. Pidió silencio mientras seleccionaba el fichero y después pulsó la tecla play del reproductor digital que tenía en la pantalla. Un par de segundos después, una voz de mujer comenzó a oírse nítidamente a través de los altavoces.

¡Corre Tom, esos dos viejos están en peligro! ¡Vamos, rápido!

Después, el silencio.

Carl hizo que la frase se repitiera cuatro veces. La voz denotaba una mezcla de sorpresa y de incredulidad pero el tono era desgarrador.

Después, otra vez el silencio.

Amos Williamson fue el primero en reaccionar. No en vano, su presencia en el Consejo se debía mitad por mitad a su doble condición de científico y de periodista.

—Doctor Northon —preguntó con voz tranquila—. ¿Cómo explicaría usted la desaparición de sus compañeros de una parte, y por la otra, la presencia de esos dos viejos en un lugar donde se supone que no podían estar?

—He escuchado la grabación más de cincuenta veces. Calculo que la frase que nos ocupa debió pronunciarse entre las tres treinta y las tres cuarenta y cinco, hora oeste, de la madrugada. A esas horas la oscuridad es total. Han pasado más de siete meses desde entonces y repetidamente todos hemos tratado de encontrar una explicación que satisficiera las dos preguntas que usted acaba de realizarme. En todo ese tiempo he ido construyendo una hipótesis que todavía no me atrevo a hacer pública. Precisamente esa es la razón por la que le pedí a nuestro Presidente que la reunión de hoy fuera sin límite de tiempo.

—¿Podemos ver esos signos que encontraron ustedes grabados en el tronco de la secuoya derribada? —preguntó Robert Sommersen que era el miembro que representaba las calidades de biólogo y de antropólogo.

—Con el permiso de la Presidencia me gustaría primero hacer un rápido recorrido por los acontecimientos. Después y con mucho gusto les proyectaré los primeros signos que encontramos grabados en la milenaria secuoya.

—Proceda Carl —admitió Mullhouse.

—De los siete miembros iniciales que formábamos parte del equipo de investigación, ya sólo quedamos dos. Sólo quedamos Gina y yo —dejó caer Northon de sopetón, ante la sorpresa general—. Todos los demás han ido despareciendo en circunstancias poco explicables. En estos momentos, solo yo conozco el paradero de la doctora Hartford y por razones de seguridad, eso va a continuar siendo así —afirmó con un tono muy pesaroso en la voz—. Pero déjenme que continúe relatando los hechos que han sucedido desde entonces. Dos semanas después de haber perdido a Tom y a Nelly, nosotros todavía continuábamos creyendo que aparecerían. En base a este pensamiento, decidimos que cada día uno de nosotros permaneciese de guardia en el campamento. El que estaba de turno de guardia realizaba las labores de chófer. Eso significaba llevar a los otros cuatro miembros al Parque a primera hora de la mañana y recogerlos por la tarde entre las seis y media y las siete. Todo funcionó a la perfección durante un mes pero un día en el que el turno correspondía a Ben Carraguer, este no vino a buscarnos. Intentamos contactar por radio pero todas nuestras tentativas fueron inútiles. Convencidos y temerosos de que algo serio le había ocurrido, regresamos a pie al campamento. Llegamos pasadas las diez de la noche y constatamos que Ben no estaba. Tampoco hemos vuelto a saber nunca más de él.

Carl Northon se llevó la mano a la boca y carraspeó. Pidió perdón y continuó.

Nuestro vehículo, el todo terreno, estaba allí con las puertas y las luces abiertas y consecuentemente también, estaba con la batería casi totalmente descargada. Intentamos varias veces ponerlo en marcha pero fue en vano. El terreno era demasiado irregular para poder conferir al vehículo la mínima inercia necesaria para arrancarlo por el viejo método que utilizaban nuestros abuelos. Aquel momento fue realmente duro. Sentimos frustración, desesperación, impotencia, incomprensión y también, por qué no reconocerlo, un miedo muy difícil de explicar. Nos encontrábamos solos e incomunicados. Estábamos en una zona aislada y prácticamente desconocida para el resto de la humanidad. Se suponía que estábamos allí investigando grandes cosas y la realidad es que no podíamos ni sabíamos explicar lo que nos estaba sucediendo a nosotros mismos. Al día siguiente dimos parte a la policía. Los agentes nos aconsejaron abandonar la investigación pero Brad Murray y Mike Kingston se negaron a ello en redondo. No quisieron ni valorar la posibilidad. Los hallazgos se iban produciendo lenta pero continuamente y Mike sostenía la idea de que todo lo que nos estaba sucediendo estaba perfectamente premeditado. Hace algo más de cinco meses, en Septiembre, Gina Hartford realizó un descubrimiento paralelo de vital importancia. Con la ayuda de los resultados analíticos de la pintura de la primera secuoya logró sintetizar un compuesto químico que estaba basado en los antígenos de la propia pintura. En un principio no supimos de la utilidad de aquella sustancia pero de nuevo la casualidad se alió con nosotros.

Jack Rainey, catedrático en bioética, no pudo menos que interrumpir al oír la penúltima frase de Northon.

—Hablar de antígenos significa hablar de materia viva. Lo que usted está insinuando puede que sea novedoso pero también es extremadamente peligroso si no se está del todo seguro.

—Contestaré con mucho gusto a su comentario más tarde, doctor Rainey, permítame que ahora prosiga con el relato de los hechos sucedidos a los miembros de mi equipo. Unos hechos que han sido todos denunciados aunque hasta este momento ninguno de ellos haya tenido una explicación con una cierta consistencia. Actuábamos con mucha precaución. Nunca salíamos solos de forma individual. Siempre lo hacíamos como mínimo por parejas, aunque lo más normal es que anduviéramos los cuatro juntos. Nuestro trabajo de campo se intensificó al quedar sólo cuatro. Brad empezó a cambiar de carácter. Le comenzamos a notar anormalmente inquieto y sobre todo dubitativo. Una noche de Noviembre nos acostamos como de costumbre pero, cuando nos levantamos al día siguiente, Brad ya no estaba con nosotros. En este caso en concreto, mi teoría se inclina más por una deserción que por otra misteriosa desaparición. Continuamos avanzando en nuestras investigaciones. Ninguno de nosotros tres quería dejarlo en el punto en el que nos encontrábamos. Seguimos con nuestro trabajo hasta la semana pasada en la que Mike también desapareció. Ocurrió cuando se separó un momento de nosotros con la intención de repetir unas fotografías.

Carl se paró durante un instante. Paul Lambert aprovechó el inciso para reconducir el espíritu del Consejo hacia su vertiente científica. Para ello pidió la palabra y Mullhouse se la concedió. Lambert comenzó diciendo.

—Después de la ardua e intensiva explicación del doctor Northon, me voy a permitir plantear si es aceptable asumir la desaparición de cinco personas sólo en aras de la ciencia. Todos sabemos que cualquier descubrimiento o investigación ha conllevado siempre riesgos desconocidos pero de eso a tener que cargar con cinco cadáveres, creo que la diferencia es muy notable.

—Creo que en ningún momento he hablado de muertes o de cadáveres en mi exposición —respondió Carl Northon—. Pero en cambio sigue usted afirmando que no puede darnos ninguna explicación aceptable, ¿me equivoco?

—Ya les he dicho hace algunos minutos que todavía no me atrevo a exponerles la hipótesis a la que he llegado. Ahora, si el presidente me autoriza, quisiera proceder y mostrarles el primer signo que descubrimos en aquella secuoya de la que ya les he hablado.

Carl volvió a escribir algunas órdenes en el teclado de su ordenador portátil. Acto seguido, conectó el proyector. Mullhouse se levantó ante la sorpresa e incredulidad general y atenuó la luz de la Sala de Juntas. Carl esperó a que el presidente tomara de nuevo asiento y pulso el play del visor. Una imagen apareció proyectada en la pantalla.

Con carácter casi inmediato, un murmullo de comentarios se apoderó de la Sala. De entre toda esta incontenible vorágine, una voz logró imponerse al resto. Evidentemente, era la voz de uno de los trece miembros del Consejo de la «Nature World Corporation».

Más que una voz, Carl tuvo la sensación de que sólo era un conjunto de gritos sesgados y matizados con expresiones desgarradas y descontroladas. Lo único que logró entenderse dentro del caos general, fue.

—¡Dios mío, esto no es posible! ¡No puede ser posible!