CRÉDITOS

Taller mexicano. Un operario ataviado con mono y gafas de faena y provisto de un soplete está cortando lateralmente el depósito de un camión cisterna Ford modelo F-650 para aguas residuales.

Taller mexicano. El depósito del camión ha sido cortado en dos y una grúa está introduciendo un bidón de doscientos litros por la parte superior del depósito. El operario está metido dentro esperando para aflojar los ganchos y el cable.

Pradera en el desierto, parecida a la región que rodea Patagonia (Arizona) o a la zona al este de Las Vegas (Nuevo México). Cae la tarde. Hay un Cadillac Escalade blanco aparcado a la vera de un arroyo bajo unos imponentes álamos de Virginia. Enganchado a la trasera del vehículo hay un remolque para dos caballos y el Escalade tiene el portón trasero bajado. La puerta del conductor está abierta y un hombre —Reiner— sentado al volante mira desde la puerta con unos prismáticos. Va bien vestido, con pantalones chinos, camisa de sport y botas de piel, unas Gokey a prueba de serpientes.

Desierto. Cae la tarde. Un guepardo pasa corriendo a gran velocidad.

Amsterdam, una calle con tiendas, un canal. El consejero cruza un puente. Viste un traje de verano, sin corbata, y en una mano lleva una cartera de nailon negro.

Desierto. Una mujer muy atractiva —Malkina— está sentada con las piernas cruzadas en el portamaletas del techo del Escalade. Luce un sombrero de cowboy negro con la copa chata y barbuquejo de cuero trenzado. Camisa blanca y chaleco de piel, unos pantalones de montar de pana y botas de cuero caras. Lleva la cabellera negra recogida atrás y está mirando por unos prismáticos de los caros acodada sobre sus rodillas.

Taller mexicano. El operario soldando otra vez la parte superior del depósito.

Taller mexicano. El operario está aplicando el cordón de soldadura a lo largo del costado del depósito con una amoladora eléctrica en medio de una lluvia de chispas.

Desierto. Una liebre corre entre la hierba. El guepardo la atrapa y acaba con ella en medio de una nube de polvo.

Desierto. La mujer baja sus prismáticos, cierra los ojos y se aprieta los costados con los codos. Casi da un respingo. Desde tan cerca se ve el gato egipcio que lleva tatuado en un lado del cuello. Un segundo guepardo, que está encadenado al Escalade, se levanta y gira sobre sí mismo antes de echarse otra vez y fija la mirada en la lejanía.

Taller mexicano. Un hombre con mono de faena y mascarilla autofiltrante está pintando a espray el depósito del camión cisterna dentro de un cubículo para pintar.

Oficina de un vendedor de diamantes en Amsterdam. Habitación con paneles de madera, estilo antiguo. El vendedor está en mangas de camisa, con tirantes y corbata. Empuja el microscopio por encima de la mesa. El consejero se inclina sobre el microscopio. Encima de la mesa, entre ambos, hay un paño negro de joyero con siete u ocho diamantes de entre tres y cinco quilates. El consejero levanta la vista y el vendedor alarga el brazo y tira del microscopio hacia sí, hace un gesto con la mano, como quien se encoge de hombros, y retira el diamante de la pinza y lo deja sobre el paño y monta otra piedra en la pinza y empuja de nuevo el microscopio. El consejero examina la piedra. El vendedor le observa.

Pequeña localidad portuaria mexicana en el golfo de California. Varios camiones están siendo descargados y luego recorren un trecho de muelle en dirección a un almacén con un rótulo sobre la puerta donde reza Aduana. Uno de los vehículos es el camión cisterna de aguas residuales. Le hacen señas para que se arrime y el conductor entrega un sobre marrón al inspector de aduanas, que se lo guarda dentro de la chaqueta. El camión parte hacia la carretera.

Desierto, al ponerse el sol. La mujer cabalga por la pradera casi a galope tendido a lomos de un buen caballo árabe. Silla de montar inglesa. Hace girar a su montura y mira hacia atrás y luego se inclina sobre el pescuezo del caballo para apremiarlo. Los dos guepardos la adelantan y desaparecen entre el polvo.

Desierto en el sudoeste. Montañas rielando a lo lejos. Perspectiva de una larga y recta carretera de asfalto casi líquida en las ondas provocadas por el calor.

Desierto en el sudoeste. El camión cisterna está detenido en el chaparral. El conductor abre la puerta y se yergue, sujetándose al techo de la cabina y a la parte superior de la puerta. Su compañero mira a través del parabrisas con unos gemelos. En lontananza una hilera de rezagados atravesando el chaparral: hombres y mujeres con maletas, con bolsas de ropa al hombro. El que está erguido se saca un cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo enciende y expulsa el humo despacio.

Oficina del vendedor de diamantes.

CONSEJERO: Tiene que ser algo que a ella no le resulte incómodo llevar. No quiero regalarle un diamante tan grande que le dé miedo lucirlo.

VENDEDOR (asintiendo, un amago de sonrisa): Seguro que ella es más valiente de lo que imagina.

Saca la piedra de la pinza y ajusta otra y la mira a través de la lupa. Se la acerca a la boca, le echa el aliento y vuelve a examinarla. Se inclina para colocarla bajo el microscopio y se echa hacia atrás otra vez. El consejero adelanta el torso para examinar la piedra. El vendedor le observa.

CONSEJERO: ¿Es un cojín?

VENDEDOR: No. Es un Asscher. Fíjese en las esquinas.

CONSEJERO: Ya veo.

VENDEDOR: Vamos a ponerlo en la caja de luz.

El consejero levanta la vista y extrae la piedra de la pinza con las tenacillas y coge una pequeña gaveta de cartón blanco y coloca encima de ella el diamante.

VENDEDOR: Los lados del cojín forman un ligero arco. Es una versión moderna del llamado corte de la mina vieja. Miremos el color.

El consejero ajusta el microscopio y gira la piedra con las tenacillas.

VENDEDOR: Póngalo de cara a la mesa.

CONSEJERO: Para mirarlo a través del pabellón, quiere decir.

VENDEDOR: Sí. Hay otras cosas que mirar.

CONSEJERO: Parece amarillo.

VENDEDOR: Sí. Es lo que se denomina color del cuerpo. Sigue siendo una piedra blanca, pero el color del cuerpo probablemente es marrón o amarillo. Los colores empiezan en la D. Un diamante D carece de color.

CONSEJERO: Y los colores van hasta la Z.

VENDEDOR: Así es.

CONSEJERO: Entonces ¿lo que estoy mirando…?

VENDEDOR: Un H.

CONSEJERO: ¿Es bueno, ese color?

VENDEDOR: Sí, muy bueno. El tono amarillo se lo da el nitrógeno. Lo cierto es que cualquier cosa que se diga de un diamante tiene que ver con una imperfección, un defecto. El diamante ideal estaría compuesto únicamente de luz. ¿Ve usted la inclusión?

CONSEJERO: No.

VENDEDOR: Fíjese bien. Es pequeña. Nosotros lo llamamos una pluma. Gire un poquito la piedra.

CONSEJERO: Sí, creo que ya lo veo. (Levanta la mirada y se retrepa en la silla). Bueno, ¿y de qué calidad es?

VENDEDOR: VS-1. Aunque algunos quizá le darían una cualificación más alta.

CONSEJERO: ¿Usted, por ejemplo?

El vendedor se encoge de hombros.

CONSEJERO: A usted le gusta esta piedra.

VENDEDOR: Sí, me gusta.

CONSEJERO: ¿De cuántos quilates es?

VENDEDOR: De tres coma nueve.

CONSEJERO: Es un diamante caro.

El vendedor se encoge de hombros. Tira del microscopio hacia sí y coloca otra piedra en la pinza y lo empuja de nuevo.

VENDEDOR: Dígame lo que ve. Recuerde que no está mirando si encuentra virtudes. Este negocio es muy cínico. Solo buscamos la imperfección. Esta piedra es de cinco quilates. Dígame usted qué ve.

CONSEJERO (inclinándose hacia el microscopio): Tal como está.

VENDEDOR: Sí.

CONSEJERO: La faceta del fondo es grande, parece.

El vendedor se encoge de hombros. El consejero examina la piedra.

CONSEJERO: La corona y la parte inferior no encajan. Es como si la faja estuviera torcida.

VENDEDOR (levantando las cejas): Muy bien.

CONSEJERO (mira al vendedor): Pero no hay diamante perfecto.

VENDEDOR: En este mundo nada es perfecto[*]. Como diría mi padre.

CONSEJERO: Usted es sefardí.

VENDEDOR: Lo soy.

CONSEJERO: ¿Conoce España?

VENDEDOR: Sí. Y ella me conoce a mí. Hubo un tiempo en que pensé que España volvería de la tumba, pero no va a ser así. Todos los países que han expulsado a los judíos han sufrido el mismo destino.

CONSEJERO: ¿Cuál?

VENDEDOR: Bah, mejor que no se lo cuente. Hablemos de las piedras. La más valorada es el diamante rojo. Procede de la mina Argyle. Es, por tanto, muy raro. En mi larga vida he visto solo dos. El precio no lo quiera usted ni imaginar.

CONSEJERO: Pues me gustaría conocerlo.

VENDEDOR (echándose hacia atrás y escrutando al consejero): ¿En serio?

CONSEJERO: Sí.

VENDEDOR: Uf. Veamos. No existe otra cultura que la semítica. Ya está. La última cultura conocida antes de la semítica fue la griega, y ya no habrá otra después.

CONSEJERO: Me parece una afirmación muy atrevida.

VENDEDOR: El núcleo de toda cultura está en la naturaleza del héroe. ¿Quién es ese hombre venerado? En el mundo clásico fue el guerrero. Pero en el mundo occidental es el hombre de Dios. Desde Moisés hasta Cristo. El profeta. El penitente. Una figura desconocida para los griegos. Inaudita, inimaginable. Porque puede haber un hombre de Dios, pero no un hombre de dioses. Y este Dios es el Dios del pueblo judío. No existe otro. En Occidente asistimos a su… ¿cómo se dice?, a su sustracción. Sustraer es la palabra. ¿Y cómo se roba un Dios? El judío contempla al torturador ataviado con las vestiduras de su propia cultura milenaria. Todo tiene una extraña familiaridad. Pero las prendas no caen bien y de las manos siempre mana sangre. Esa capa, ¿no era del tío Chaim? ¿Y esos zapatos? Basta. Ya veo cómo me mira. Dejemos la filosofía. Schiller probablemente tenía razón. Cuando los dioses eran más humanos los hombres eran más divinos. Las piedras mismas tienen su propia visión de las cosas. Tal vez no son tan silenciosas como usted piensa. Brotaron de la tierra cuando aún no había testigos, pero ya ve, aquí están. Bien. ¿Quién será su testigo? Nosotros dos. Aquí. (Ajustando una piedra en la pinza). Ésta es una piedra con moraleja.

CONSEJERO: Un diamante con moraleja.

VENDEDOR: Claro. ¿Y por qué no? Aunque imagino que todo diamante tiene su moraleja. Aun tratándose de algo con frecuencia inalcanzable, no es un pequeño objeto de deseo. Participar del destino infinito de la piedra: ¿no es ese acaso el sentido del embellecimiento? Realzar la belleza del ser amado es admitir tanto su fragilidad como la nobleza de dicha fragilidad. En un alarde de noble comportamiento pregonamos ante la oscuridad que lo fugaz de la vida no nos intimida. Que no nos dejaremos menoscabar por ello. Permita que se lo muestre. Ya verá.

Cae la tarde. Malkina está sentada en una silla de camping ante una mesa plegable cubierta con un mantel de hilo, además de porcelana y cubiertos. Una lámpara de aceite alumbra sobre la mesa y la mujer está leyendo un libro. Reiner le deja delante un vaso alto con una cereza dentro y se inclina coctelera en mano y le sirve un manhattan. Ella alza los ojos y sonríe. Él se acerca al fuego y le da la vuelta a dos filetes que se están haciendo en la parrilla. Los dos caballos pacen a escasa distancia de allí. Los guepardos, atados, se agitan; uno se alza y gira sobre sí mismo antes de tumbarse de nuevo. La mujer toma un sorbo del combinado.

Desierto. Cae la tarde. Reiner y Malkina están en un promontorio en medio de la pradera contemplando el ocaso. Medio sol se ha puesto ya. El cielo es enorme y rojo.

REINER: Te gusta porque te recuerda a Argentina.

MALKINA: Es como Argentina, igual. La pampa. Pero no me gusta por eso. Me gusta por sí mismo.

REINER: No tiene por qué ser igual que otra cosa.

MALKINA: Claro.

REINER: ¿Te recuerdo yo a otra persona?

MALKINA: Sí, la verdad.

REINER: ¿Alguien a quien echas de menos?

MALKINA: Alguien que murió. No creo que eche de menos nada. Las cosas están y de un día para otro ya no están. Echarlas de menos es confiar en que volverán. Pero las cosas no vuelven. Eso lo he sabido siempre, desde que era una niña.

REINER: ¿No te parece un poco frío?

MALKINA: Yo creo que la verdad no tiene temperatura. Mira, ya está.

El sol desaparece tras el horizonte.

Desierto. El sol acaba de ponerse. Montañas peladas de un tono morado recortándose oscuras contra un cielo vespertino con franjas de un rojo intenso. En la lejanía el gemido agudo y fino de una motocicleta; lentamente va cobrando volumen. Muy lentamente. Luego cruza la media distancia en una pequeña fracción de segundo, apenas un parpadeo, y se pierde a lo lejos hacia el silencio.

FIN DE LOS CRÉDITOS

Un coqueto restaurante en el interior de un club privado. Una veintena de mesas, los comensales bien vestidos, las mujeres con traje de noche y enjoyadas. Candelabros, copas de cristal, cubertería de plata, mantel de hilo. Por los altavoces suena Anne-Sophie Mutter tocando el Concierto número 2 para violín de Mozart. Los camareros visten corbata y pantalón negros con chaquetilla blanca. En una de las paredes hay ocho grandes retratos al óleo de gente famosa: Bogart, Marilyn, Dean, Elvis, Lennon, Miles Davis, Billie Holiday y el marqués de Portago, piloto español de Fórmula 1. Los cuadros son llamativos y de colores vivos, pero no chabacanos o de mal gusto. Son óleos que podrían pasar por retratos al pastel de excelente calidad. Al fondo de la sala hay una plataforma elevada —un pequeño escenario— y sobre la misma un piano de cola. La tapa del piano está cubierta con una colcha o manta de color rojo y asegurada por debajo del piano mediante pulpos. Encima del instrumento yace un guepardo. El segundo guepardo avanza por la sala dejando atrás las mesas. Al pasar, una mujer lo acaricia distraída sin mirarlo siquiera. El guepardo salta grácilmente sobre el piano y olfatea al otro guepardo y le lame el pelo. Llevan gruesos y complicados collares provistos de transpondedores de color negro. Colgado de la tercera pared, el morro apuntando hacia abajo, un auténtico Lotus de Fórmula 2. Hay una pared llena de fotografías de coches y pilotos y gente famosa. En la mesa esquinera un hombre y una mujer están sentados cara a cara. Él tiene cuarenta y tres años, ella treinta y seis. Visten con elegancia y son muy atractivos. Un camarero está despejando la mesa y otro acaba de servirles champán. Ciñe nuevamente el cuello de la botella con el paño y embute la botella en el hielo del cubo y se marcha.

CONSEJERO: Bueno, he de hablar contigo de una cosa y me da un poco de miedo.

LAURA (sonriendo): ¿Has sido malo?

CONSEJERO: No. En realidad no es que tenga que hablar de nada. Deja que te dé esto y luego me dices qué te parece.

Saca del bolsillo de su americana un pequeño estuche de terciopelo negro y lo pone encima de la mesa. Ella se lleva el dorso de la mano a la boca y le mira. Luego coge el estuche y lo abre. Vuelve a mirarle.

LAURA: Oh, cariño.

CONSEJERO: ¿Quieres…?

LAURA: Sí, quiero.

CONSEJERO: Caray.

LAURA: ¿No lo sabías?

CONSEJERO: Sí, pero me daba miedo de todos modos.

LAURA: Es precioso.

CONSEJERO: ¿Estás bien?

LAURA: Sí. Me siento un poco rara.

CONSEJERO: No irás a echarte a llorar…

LAURA: Creo que no. ¿Estás seguro de esto?

CONSEJERO: ¿Yo? Segurísimo.

LAURA: Es una preciosidad.

CONSEJERO: Tú eres una gloria.

LAURA: ¿Cómo que una gloria?

CONSEJERO: Pues eso. Que eres una gloria de mujer.

LAURA: Muchas gracias. Y tú tienes un gusto impecable. No debería haber dicho eso.

Él levanta su copa.

CONSEJERO: No se admiten devoluciones.

Ella saca el anillo del estuche y se lo pone en el dedo y extiende la mano para contemplarlo. Gira la mano para que él lo vea. Coge su copa, la hace chocar con la de él y beben.

LAURA: Entonces de acuerdo.

CONSEJERO: Pienso amarte hasta que me muera.

LAURA: Antes me muero yo.

CONSEJERO: De eso nada.

***

Un pequeño colmado. Un joven vestido con prendas de motorista de cuero verde chillón —cazadora, pantalones ajustados, botas y guantes verdes— está en la cola para pagar. Lleva el casco colgando de un brazo. Es de tez oscura. Medio mexicano. La mujer que tiene delante ha dejado su compra sobre la cinta transportadora y el empleado va haciendo la cuenta. Ella se vuelve y sonríe al chico, que sostiene en brazos una bolsa de cinco kilos de comida para perros.

MUJER: ¿Tienes perro?

JOVEN: Que si tengo perro…

MUJER (sonriendo): Sí.

JOVEN: No, señora.

MUJER (un poco desconcertada): Ah.

JOVEN: No tengo.

MUJER: Vale.

JOVEN: Esto es para mí.

MUJER: ¿Para ti, dices?

JOVEN: Sí, señora. Es una dieta.

MUJER: ¿Una dieta?

JOVEN: Sí, señora. Bien. No sé si debería hablarle de esto. Lo he probado un par de veces y la verdad es que funciona bastante. No comes casi nada. ¿Que tienes hambre? Pues te zampas un par de cosas de éstas. Yo voy a todas partes con una bolsita llena. ¿Que te despiertas por la noche? Nada de ir a saquear la nevera. Es cuestión de dejar un platito de esto en la mesita de noche y zamparse dos o tres. Al lado un vaso con agua. La última vez bajé doce kilos en cuatro semanas. Yo se lo recomiendo a todo el mundo. ¿Las dietas que anuncian por ahí? (Señalando). Yo sé que esto funciona. Naturalmente es como todo, hay que usar la cabeza. La vez anterior me desperté en el hospital. Simplemente hay que centrarse. Es como todo. Pero si quiere perder peso, esto es ideal. Lleva todo lo que uno necesita: vitaminas, minerales. ¿Y sabe una cosa? Pasados unos días ya no quieres probar nada más. Ya le digo, yo lo recomiendo a todo el mundo.

La mujer se vuelve hacia el empleado y éste le devuelve la tarjeta de crédito. El otro empleado ha terminado de meter los artículos en bolsas. El chico empuja su paquete de comida para perros.

MUJER: Pero has dicho que te despertaste en el hospital. ¿Qué te pasó? ¿Tuviste una reacción sistémica o algo así?

JOVEN (sacando dinero para pagar la bolsa de comida para perros): No, qué va. Nada de eso, señora. Estaba sentado en la calle tocándome las pelotas y un coche me atropelló. Bueno, cuídese, ¿de acuerdo?

***

El ático de Reiner. Una habitación grande que da a una terraza con piscina. Hay unas veinte personas entre la habitación y la terraza, incluido un buen número de chicas atractivas. Junto a la piscina hay mesas y tumbonas y jóvenes desnudas chapoteando en el agua. En el patio exterior hay una cabaña y una barra con un barman preparando bebidas y a su lado un corpulento levantador de pesas negro asando filetes y costillas en una parrilla de acero inoxidable para exterior. En la sala hay mesas y sofás. Dos camareras con patines de ruedas llevan bebidas y comida a la gente, una en biquini y la otra en bragas y camiseta estampada. Uno de los guepardos está tumbado en un sofá y el otro cruza la habitación en ese momento. La camarera rueda hasta la barra y pide dos Budweiser. La camiseta, que lleva sin sujetador debajo, ostenta un coche trucado de dibujos animados con ruedas descomunales y un enorme sobrealimentador GMC 671 instalado en el motor. La leyenda dice: «La inyección mola pero prefiero ir colocado». El barman abre la nevera y saca dos botellas de cuello largo y grita ¡Birra va! y el cocinero, que lleva un peto de pantalón corto, se coloca en posición y el barman le encaja la botella en el trasero del peto y quita la chapa de la botella y luego hace lo propio con la segunda y deposita las dos cervezas en la bandeja de la camarera. La chica se aleja rodando hasta una mesita baja y deja allí las botellas de cerveza y dos mujeres jóvenes echan sendos tragos. En la pared hay una pantalla enorme donde se suceden imágenes de gente, fotos a color tomadas en fiestas celebradas en el ático. El consejero cruza la sala y va hasta una puerta y pulsa tres botones de un teclado numérico. Espera. Se oye un clic y el consejero abre la puerta, entra y se vuelve para cerrarla. La habitación es moderna y elegante. Arrimada a una de las paredes una batería de ordenadores y equipo electrónico.

Una elegante mesa de madera noble y acero inoxidable. Reiner está sentado en el canto de la mesa hablando con Malkina, que está de pie entre las rodillas de él. Malkina se vuelve y sonríe al consejero y Reiner le saluda.

REINER: Buenos días, consejero.

CONSEJERO: Buenas.

Malkina susurra algo al oído de Reiner y le da una palmadita en la rodilla antes de volverse para salir. Es alta, morena y muy atractiva. Dedica otra sonrisa al consejero cuando pasa junto a él.

MALKINA: Hola, guapo.

CONSEJERO: Qué tal.

Ella se marcha cerrando la puerta. Reiner baja de la mesa y coloca bien su butaca giratoria y se sienta en ella y le indica al consejero un sofá de piel cercano a la mesa y perpendicular a la misma. El consejero va hasta el sofá y toma asiento.

REINER: ¿Cómo está la novia?

CONSEJERO: Ennoviada.

REINER: Muy oportuno. Linda chica. Imagino que ella no estará al corriente de tu última aventura empresarial.

CONSEJERO: Imaginas bien. ¿Y tu chica?

REINER: Sí.

CONSEJERO: Sí ¿qué?

REINER: No hay problema. No sé lo que ella sabe. Y no quiero saberlo.

CONSEJERO: No te fías de ella.

REINER: Coño, consejero. Es una mujer.

CONSEJERO: Vaya.

REINER: Bueno, tampoco lo digo en ese plan. Me refiero a que con respecto a los hombres ellas tienen sus propias ideas. Siempre me han gustado las chicas listas, pero es un hobby que sale caro.

CONSEJERO: Sí, ya. (Señalando hacia la pared electrónica). ¿Tú sabes qué es todo eso?

REINER: Bastante. Y lo que no sé puedo preguntárselo a ella. Cosa que me preocupa todavía más.

CONSEJERO: Mmm…

REINER: Sí.

CONSEJERO: Nunca me has contado lo que pasó entre tú y la encantadora Clarissa.

REINER: Ah, la señorita Clarissa. De extraordinaria anatomía. ¿Que qué pasó? Creo que si cortamos fue por celos.

CONSEJERO: ¿Celos?

REINER: Pues sí. Se follaba a más tías que yo.

CONSEJERO (sonriendo): ¿Es cierto eso?

REINER: No lo sé. Podría ser. Debo decir que para ser una chica a la que le iban las chicas tenía un extraordinario interés por el miembro viril. Me lo chupaba con tal ahínco que al final se me arregló la vista. Me dejó por una negra que estaba muy buena. El novio jugaba en los Oilers. Buen tipo. Una vez estuvimos tomando copas en un club de Dallas para hablar de nuestras desavenencias. Él se lo estaba tomando bastante mal, la verdad. Las mujeres se lo montan mejor, ¿no crees?

CONSEJERO: Será que tienen más práctica.

REINER: Igual sí. Yo diría que por regla general si uno siguiera con la mujer a la que llora, todavía lloraría más.

CONSEJERO (sonriendo): Desde aquí dentro no se oye nada, ¿verdad?

REINER: Mejor aún.

CONSEJERO: ¿De veras?

REINER: Desde ahí fuera no se oye nada.

CONSEJERO: Entonces ¿es un sitio seguro?

REINER: Quién sabe. Yo no hablo con frases reprochables, nunca. Ese teléfono lleva un emisor de interferencias, pero eso no quita que ahí fuera haya un montón de gente lista. Pero el que se crea el más listo lo tiene claro, eso sí.

CONSEJERO: ¿Te refieres a mí, quizá?

REINER: No, hombre. Aunque siempre he pensado que saber de leyes es como tener licencia para robar. Y que tú, por ejemplo, no le habías sacado mucho partido.

El consejero se encoge de hombros.

REINER: En fin. A ver, tú no eres el tipo recto que la gente piensa, ¿verdad?

CONSEJERO: Supongo que no.

REINER: Y no estoy hablando del golpe. Me refiero a ti. Tú a las mujeres les gustas.

CONSEJERO: Bueno.

REINER: ¿Sabes lo que les gusta de ti?

CONSEJERO: ¿Que tengo un buen polvo?

REINER: Bueno, aparte de eso. Las mujeres tienen un olfato especial para el dilema ético. La paradoja.

CONSEJERO: El dilema ético.

REINER: Sí. Les atrae, no sé muy bien por qué. Será que como carecen de todo sentido de lo moral les fascina que nosotros lo tengamos. ¿Tú quieres saber si un tío tiene problemas? Pues observa cómo reaccionan las mujeres ante él.

CONSEJERO: Muy interesante.

REINER: Los hombres también sienten atracción por mujeres con defectos, cómo no, pero se engañan pensando que pueden arreglarlas. Ellas pasan de arreglar nada; solo quieren que las entretengan. A las mujeres, de hecho, puedes hacerles cualquier cosa menos aburrirlas.

CONSEJERO: Bueno, yo de Laura no hay nada que quisiera arreglar.

REINER: Tú sabrás.

CONSEJERO: Pero a ti te parece que quizá sabe cosas de mí que yo mismo desconozco.

REINER: Joder, consejero. Ahora sí que me he perdido.

CONSEJERO: Déjalo. ¿Y qué me dices de ti? Con respecto a tu inamorata.

REINER: No lo quieras saber. Yo no lo quiero saber.

CONSEJERO: Dilemas éticos.

REINER: Sí. Continúa por ese camino en el que te has metido y al final llegarás a decisiones éticas que te van a sorprender mucho. No las verás venir.

CONSEJERO: ¿Por ejemplo?

REINER: Cargarte a alguien. O hacer que se lo carguen.

CONSEJERO: ¿Te has enfrentado alguna vez a una decisión como ésa?

REINER: Tú eres miembro del tribunal.

CONSEJERO: Digamos que no tengo pensado dedicarme a este oficio.

REINER: Una vez y no más, ¿eh?

CONSEJERO: Cosa que habrás oído un millar de veces.

REINER: No tantas, en realidad. Suele pasar que después de un par de trabajos ya saben más que tú y se montan su negocio justo en la acera de enfrente.

CONSEJERO: ¿Y qué tal les va?

REINER: Bien no.

CONSEJERO: ¿Eso sería un problema ético?

REINER: No para mí.

CONSEJERO: Para tus socios.

REINER: Hombre, ellos le tienen mucha manía a mezclar negocios y placer. ¿Sabes qué es un bolito?

CONSEJERO: No. Sé lo que es una corbata de bolo. ¿O es una cosa de ésas que se lanzan? En Argentina.

REINER: Ya. En este caso es un artilugio provisto de un pequeño motor eléctrico con un increíble engranaje compuesto que va soltando un fino cable de acero. Funciona con batería. El cable está hecho de una aleación impura, es casi imposible de cortar y forma una lazada; te acercas al tipo por detrás y se lo pasas por encima de la cabeza y tiras del cabo suelto de cable y te vas. No te ha visto ni Dios. Al tensar el cable se activa el motor y el nudo va apretando y apretando hasta que se cierra por completo.

CONSEJERO: Y el tío se queda sin cabeza.

REINER: Es una posibilidad.

CONSEJERO: No puede hacer nada.

REINER: Nada.

CONSEJERO: Joder.

REINER: Pues sí.

CONSEJERO: ¿Cuánto tarda la cosa?

REINER: Tres o cuatro minutos. Cinco como mucho. Depende de la talla de camisa.

CONSEJERO: Te estás quedando conmigo.

REINER: ¿Yo? Bueno, digamos que exagero un poquito. Es que no sería nada fácil desconectar el trasto. Ni haría falta tampoco. El artefacto sigue funcionando hasta que el nudo se cierra del todo y luego se autodestruye. De hecho, probablemente estés muerto en menos de un minuto.

CONSEJERO: Estrangulado.

REINER: No. Lo que pasa es que el cable corta las arterias carótidas, y cuando la sangre empieza a chorrear los espectadores se largan todos a casa.

CONSEJERO: Joder.

REINER: Pues sí.

CONSEJERO: Bolito, ¿eh?

REINER: Sí. Otro juego de palabras, seguramente. «Boleto», con «e», significa «billete» en español. El tuyo, que te lo acaban de perforar.

CONSEJERO: Me extraña que el cable pueda cortar hueso.

REINER: Es que no lo corta. Tendría que pasar entre vértebra y vértebra. Es un engranaje de tornillo sin fin provisto de una abrazadera con incremento integrado. De hecho, es un reductor de velocidad. Cada vez aprieta más pero más despacio; de ese modo contrarresta la resistencia que ofrece el tejido.

CONSEJERO: ¿Y tú cómo sabes todo esto?

REINER: Ya me conoces, me gustan las maquinitas. Resulta que un amigo mío mangó una. En Calexico. Propiedad del condado.

CONSEJERO: Supongo que deben de ser caras.

REINER: Y lo son. Ésta era de segunda mano.

CONSEJERO: Fantástico.

Reiner se encoge de hombros.

CONSEJERO: ¿Cómo es que no lo ve nadie?

REINER: ¿A quién?

CONSEJERO: Al verdugo, digamos.

REINER: Bueno, si te dan a elegir entre mirar a un tío alejándose por la calle y mirar cómo alguien es decapitado lentamente por un aparato que se diría inventado y patentado en el mismísimo infierno, seguro que eliges esto último. Es así, créeme. Quizá piensas «No tendría que mirar», pero miras.

CONSEJERO: Y esa manía de cortar cabezas, ¿de dónde viene? Antes por aquí no se estilaba.

REINER: Es verdad. La cosa ha venido del este.

CONSEJERO: Del este. ¿Quieres decir Oriente?

REINER: Sí. Tú mete a nueve mexicanos y a un árabe en la misma habitación, dale cien dólares a cada uno y vuelve al cabo de un par de horas: ¿quién crees que tendrá los mil en la mano?

CONSEJERO: Así que te estás preparando para hacer negocios con ellos en un futuro próximo.

REINER: ¿Con los árabes?

CONSEJERO: Sí.

REINER: No.

CONSEJERO: ¿Y eso?

REINER: A ellos no les hace falta tu dinero.

***

Desierto en el sudoeste. El camión cisterna y una pickup aparcados en el chaparral. Los dos conductores mexicanos están hablando con otros dos hombres. Acuclillados en el suelo. Uno ofrece un paquete de cigarrillos. Luego coge un palo y dibuja un mapa en la tierra.

***

Un almacén con reflectores. La puerta metálica se eleva ruidosamente y el motorista de cuero verde entra a lomos de una Kawasaki ZX-12 y frena en seco y hace un trompo sobre el suelo de cemento y se detiene. Apaga el motor y se quita el casco. Una perra doberman corre hacia él y se yergue y él la abraza y le revuelve las orejas y se baja de la moto. En la parte del fondo se ve un Cadillac Escalade negro último modelo. El motorista camina con la perra dando brincos a su lado hacia un espacio en el rincón del fondo donde hay una pequeña cocina y una cama, una taquilla metálica, una poltrona de piel; lleva consigo la bolsa de comida para perro. Llena el cuenco de la doberman y enciende el equipo de música y luego va a la nevera y saca cena congelada y la mete en el microondas y abre una cerveza y se sienta a mirar cómo come la perra. Deja la cerveza encima de la mesa y se levanta para quitarse la chupa de cuero y de un bolsillo con cremallera saca una bolsa de plástico transparente y la tira sobre la mesa. Está llena de billetes de cien dólares. Abre un cajón y saca un paquete de marihuana y papel de fumar y se sienta a liar un porro. Lo enciende y se retrepa con los ojos cerrados. La perra termina de comer y se le acerca y olfatea y estornuda. Él le sopla humo a la cara y la perra estornuda y gira en redondo.

JOVEN: Ya. Qué se le va a hacer.

Suena el timbre del microondas. Se levanta y abre la puerta del microondas y saca la cena. La perra le observa.

JOVEN: Tú no comes lasaña. Échate otra vez.

***

En el club. El consejero y Laura sentados a una mesa. Un joven con camiseta estampada, cazadora y tejanos va camino de la salida, en compañía de una chica. Se detienen, él retrocede un paso y mira al consejero con una sonrisa.

TONY: Hombre, consejero, ¿qué tal le va?

El consejero se lo queda mirando.

CONSEJERO: Muy bien.

TONY: ¿Es su chica?

CONSEJERO: Sí.

TONY: ¿Cómo está usted, señora?

LAURA: Bien. Gracias.

TONY: El consejero y yo nos conocemos desde hace mucho. ¿Verdad que sí, consejero?

CONSEJERO: Me temo que sí.

TONY: Pues no tema, hombre. Yo hice borrón y cuenta nueva. ¿Usted ha hecho borrón y cuenta nueva, consejero?

CONSEJERO: Si tú sí, yo también.

TONY (dirigiéndose a Laura): ¿Lo ve? En mi vida he conocido a un hijoputa tan hijoputa como él.

CHICA: Vámonos, Tony.

TONY: ¿Cuánto hace que sales con este tipo, Petunia?

LAURA: Lo suficiente.

TONY: ¿Y cómo se come eso de «lo suficiente», eh?

CONSEJERO: Quizá deberías hacerle caso a tu amiga, Tony.

TONY: ¿Es lo que hace usted, consejero?

CONSEJERO: Por regla general.

TONY (a Laura): ¿La entretiene bien?

LAURA: Eso no es asunto suyo.

TONY: Porque a mí me parece que es de las que se aburren fácil.

CHICA: Tony. Larguémonos.

TONY: Está bien. Ya voy. Eh, vamos a hacer una prueba. A ver si sabéis lo que es esto. Os gustará.

Se levanta la camiseta y apoya las palmas de las manos a cada lado del ombligo y mueve la piel del abdomen arriba y abajo alternativamente, muy deprisa, siete u ocho veces y luego las separa dejando el ombligo al descubierto. Lo hace otra vez.

TONY: ¿Qué? ¿Lo captáis?

Laura se ha vuelto y ha cerrado los ojos.

TONY: Lo voy a hacer otra vez. Mirad.

Repite el truco.

TONY: Venga, consejero. Es una chica saltando vallas.

Laura baja la cabeza, los ojos cerrados.

TONY: Venga, bomboncito. ¿Qué? No me digas que no es gracioso. Su chica es un poquito estrecha, ¿eh, consejero?

El consejero echa la silla hacia atrás y se pone de pie.

CHICA: Yo me voy, Tony.

TONY: Coño, consejero. Por mí no hace falta que se levante. Sabes, Petunia, aquí tu amigo es de los que se mosquean cuando no se salen con la suya. Juraría que probablemente ya lo has notado. De todos modos el problema no es ése. El problema es que fíjate si será susceptible que le da lo mismo que tú acabes bajo las ruedas de un autobús. No sé si me entiendes. En fin, yo al menos lo veo así. (Levanta las manos). Está bien. Ya me marcho. Me marcho. A cuidarse, ¿vale?

***

Una cafetería en un centro comercial. Malkina y Laura almorzando sentadas a una mesa.

MALKINA: ¿Y de cuántos quilates es?

LAURA: Ni idea.

MALKINA (a punto de llevarse el tenedor a la boca con un poco de ensalada y bajándolo otra vez): No me digas que no lo sabes.

LAURA (sonriendo): Te lo digo.

MALKINA: Me tomas el pelo, ¿verdad?

LAURA: No.

MALKINA: Déjame ver.

Laura extiende el brazo.

MALKINA: No. Quítatelo.

Laura se quita el anillo y se lo entrega. Malkina mira el anillo, le da la vuelta, lo pone a la luz. Se lo devuelve a Laura.

MALKINA: Es de tres quilates y medio. O tres coma ocho. Bonita piedra. Corte Asscher.

LAURA (se pone el anillo): Gracias.

MALKINA: Buen color. Seguramente un F o un G. Nada visible, o sea que por lo menos es un VS-2. ¿Te interesa saber su valor?

LAURA: No.

MALKINA (sonriendo y meneando la cabeza, mientras pincha la ensalada): Lo dices en serio, ¿eh?

LAURA: Sí.

MALKINA: Bueno, ¿habéis fijado ya una fecha?

LAURA: No. Yo quiero casarme por la Iglesia. A él le parece bien. Como está divorciado yo pensé que eso sería un problema, pero la Iglesia católica no reconoce otros matrimonios. Ahora estoy buscando trabajo por aquí, ¿sabes?

MALKINA: ¿Tienes miedo?

LAURA (sonriendo): No. Estoy un poquito nerviosa. A ratos.

MALKINA: ¿Tú eres de ir a misa y eso?

LAURA: Suelo ir. Para mí es importante.

MALKINA: ¿Y lo de confesarse?

LAURA: También. Bueno, no muy a menudo.

MALKINA: ¿El cura hace preguntas sobre sexo?

LAURA: Él no pregunta, pero se supone que tienes que decírselo todo.

MALKINA: ¿Y no te presiona para que le cuentes los detalles morbosos?

LAURA (sonriendo): No.

MALKINA: Me tocó, padre. ¿Dónde, hija mía? En el pompis, padre. Y hay que confesarse quieras o no, ¿verdad?

LAURA: Sí. Para poder comulgar.

MALKINA: Y se supone que prometes no volver a hacer esas guarradas.

LAURA: Exacto.

MALKINA (menea la cabeza): Mmm… ¿Y si yo, que no soy católica, fuera a confesarme? ¿Qué diría el cura?

LAURA: No sé. ¿Por qué habrías de ir?

MALKINA: Pues no sé. Porque guardarse las cosas es malo para la salud. ¿Él me escucharía?

LAURA: No lo sé. Ten en cuenta que si no eres católica no puede darte la absolución.

MALKINA: ¿Tú crees que solo los católicos van al cielo?

LAURA: Eso es lo que enseña la Iglesia. Yo no estoy tan segura.

MALKINA: Ya. Pero cualquiera podría ir a la caseta esa, ¿no?

LAURA: ¿Al confesionario? Sí, supongo.

MALKINA: ¿Y qué hay que hacer?

LAURA: Confesar los pecados.

MALKINA: Sí, pero ¿qué le dices? Te metes allí y después ¿qué? ¿Le explicas quién eres?

LAURA: No. Dices: Perdóneme, padre, porque he pecado. Y le dices cuándo fue la última vez que te confesaste. Y luego le cuentas lo que has hecho. Cuando terminas hay que decir que lo sientes. Que estás arrepentida. Y que no volverás a hacerlo.

MALKINA: Pero lo haces.

LAURA: Bueno, sí. Por regla general.

MALKINA: ¿Hay que darle dinero o algo?

LAURA: No.

MALKINA (meneando la cabeza): Mmm… Qué raro. Supón que has hecho una muy gorda. ¿No te achucha para que se lo cuentes todo?

LAURA: No creo. Me haces pasar vergüenza.

MALKINA: Ya lo veo. Te has puesto colorada. Vale. Cambiemos de tema.

LAURA: Bien.

MALKINA: Hablemos de mi vida sexual.

LAURA (levanta la vista): ¿Te burlas de mí?

MALKINA: Solo te pincho un poco. Vaya mundo.

LAURA: Te parece que el mundo es raro.

MALKINA: Me refería al tuyo.

***

Norte de México en la frontera con Estados Unidos. De noche. El camión cisterna avanza dando tumbos por el desierto, solo lleva encendidas las luces de posición de la parte delantera. El camión corona una cuesta y se detiene con chirrido de frenos. A lo lejos en el horizonte se ven las luces de una ciudad.

***

Un bar en los suburbios. Media tarde. El consejero entra y se detiene un instante en la puerta para que sus ojos se acostumbren a la oscuridad. Westray está sentado a una mesa en el rincón y levanta una mano. El consejero cruza el local y retira una silla y se sienta a la mesa. Westray es algo mayor que el consejero, apuesto, viste bien. Hay pocos clientes en el bar. Al fondo un joven está jugando en la máquina de millón y la empuja y la inclina y luego se aleja. Westray lleva gafas de sol.

WESTRAY: Hola, consejero.

CONSEJERO: ¿No te parece que ya está bastante oscuro?

Westray se quita las gafas. Tiene un ojo a la funerala.

CONSEJERO: Menudo regalito. ¿Qué te ha pasado?

WESTRAY: Un enfrentamiento con un portero. El cual guardaba un inquietante parecido con el Proconsul africanus.

CONSEJERO: ¿Un enfrentamiento?

Westray se encoge de hombros.

CONSEJERO: Cielo santo. ¿Tú qué le dijiste?

WESTRAY: Creo que le dije que no se lo tomara a mal, pero que podía irse a la mierda.

CONSEJERO: Y que no se lo tomara a mal.

WESTRAY: Eso.

CONSEJERO: ¿Qué dijo él?

WESTRAY: Esto: Te voy a hacer mucho daño, blanquito. Ahí viene.

Una camarera se ha acercado a la mesa. Les pone unas servilletas de papel.

CAMARERA: ¿Qué van a tomar?

WESTRAY: Yo una Heineken.

CONSEJERO: Que sean dos.

La camarera mira el ojo morado de Westray y se aleja. Westray se retrepa en su silla y observa al consejero.

CONSEJERO: No sabía que te hubiera dado por la gresca.

WESTRAY: No es eso. Además, era en otro país.

CONSEJERO: ¿Y encima el desgraciado está muerto?

WESTRAY: No. Pero he mandado a un par de tíos de fiar para que hablen con él. Me ha salido carísimo.

CONSEJERO: Me sorprendes.

WESTRAY: No sé por qué. ¿Cómo era esa cita de Miller que tanto le gusta a Reiner? La más pequeña migaja puede devorarnos, ¿no? Algo así. Uno aprende a no dejar pasar nada. Es un lujo que no podemos permitirnos.

CONSEJERO: ¿Debería aplicarme yo el cuento?

WESTRAY: No estaría de más. Bueno. Soy todo oídos.

CONSEJERO: Bien. ¿Qué haces con el dinero?

WESTRAY: ¿Qué hago yo o qué se hace en general?

CONSEJERO: Tú.

WESTRAY: Ingresarlo fuera del país. Si te apetece, lo hablamos. Pero no puedes utilizar a mi gente.

CONSEJERO: De acuerdo.

WESTRAY: Deja que haga una llamada.

CONSEJERO: Está bien.

WESTRAY: Qué más. No te veo contento.

CONSEJERO: Estoy bien. Oye, ¿cuánto vamos a sacar con este golpe?

WESTRAY: ¿En resumidas cuentas?

CONSEJERO: Qué gracia. Sí, en cuentas resumidas.

WESTRAY: Es difícil dar una cifra exacta. Así de entrada no sabes qué gastos vas a tener. Son seiscientos veinticinco kilos. Pura y sin cortar. En Colombia va a unos cincuenta dólares la onza, el precio en la calle en Dallas podría llegar a los dos mil.

CONSEJERO: ¿Dallas es el punto de destino?

WESTRAY: No. Chicago. Si todo el asunto se fuera al carajo la prensa diría que el precio en la calle era de cien kilos. Estamos hablando de veinte, o un poco más.

El consejero saca su estilográfica y se pone a escribir en la servilleta.

WESTRAY: Son veintiuna mil novecientas onzas.

CONSEJERO (se echa hacia atrás y mira detenidamente al otro): ¿Cálculo mental?

WESTRAY: No. Es que me acuerdo. Pero conozco a uno que podría calcularlo mentalmente.

CONSEJERO: Bueno. Seguro que es eso.

WESTRAY: Si te rajas, tienes que decírmelo.

CONSEJERO: Tranquilo. No pasa nada.

WESTRAY: No es solo nuestra gente. También están los del dinero. Hay que pasar dólares a México en efectivo y luego ellos han de sacarlos otra vez. Pero nada más. Hay que utilizar bancos de Estados Unidos. Eso significa que hace falta tener una empresa. Y aun así se necesita a alguien dentro. Te sorprendería la clase de gente que está metida en este negocio. Te sorprendería mucho.

CONSEJERO: ¿Vosotros tenéis una empresa?

WESTRAY: No, hombre. Solo pagamos el porcentaje. La otra opción, claro, es en metálico. Un dolor de cabeza todavía mayor, eso es de cajón. Lo más problemático no es que tu hombre se enamore de una bailarina de striptease y se largue al sur con tu pasta. Lo más problemático es que alguien acabe descubriendo quién es y qué se trae entre manos. Ojo.

Llega la camarera y deja las cervezas y vasos encima de la mesa. El consejero se saca un pequeño fajo de billetes del bolsillo delantero pero Westray ya ha sacado uno de veinte y lo pone en la bandeja. Ella mete la mano en el bolsillo de su delantal para dar el cambio.

WESTRAY: Está bien así.

CAMARERA (sorprendida, sonriendo): Vaya, gracias.

WESTRAY: No tendréis por ahí vasos pilsner como Dios manda, ¿verdad?

CAMARERA: ¿Vasos qué?

WESTRAY: Da igual. Gracias.

La camarera se aleja.

WESTRAY: Ya veo la cara que pones. Me gusta dejar una propina lo bastante grande para que no me den las gracias.

CONSEJERO: ¿Por qué no te las dan?

WESTRAY: Porque creen que te has equivocado. Y prefieren no hacértelo ver.

CONSEJERO (menea la cabeza y sonríe): Caray. Salud.

WESTRAY: Me fastidia equivocarme sobre la naturaleza humana. En fin (inclinando su botella hacia el consejero), una plaga de granos purulentos para sus escorbúticos culos.

CONSEJERO (sonriendo): ¿Es tu brindis habitual?

WESTRAY: Cada vez más.

CONSEJERO (sonriendo): Si terminan las guerras entre narcos esto se jode, ¿verdad?

WESTRAY: Digamos que será más peligroso. Eso es lo que Reiner parece que no entiende. Quizá habrás notado que últimamente vive a todo tren.

CONSEJERO: Lo he notado, sí.

WESTRAY: Yo nunca entro en su club. Y que conste que echo de menos a ese cabrón. Siempre hemos compartido el gusto por las tías exóticas. Bueno, más de una vez las hemos compartido a ellas también.

CONSEJERO: Pero no a la de ahora, imagino.

Westray se echa hacia atrás y mira largamente al consejero.

WESTRAY: ¿Y por qué tendrías tú que saberlo?

CONSEJERO: Por nada. Disculpa.

WESTRAY: Veo que tu mente está fabricando una imagen turbia. ¿La conoces bien, a ella?

CONSEJERO: No tanto como bien. ¿Por qué lo dices?

WESTRAY: Porque a una persona no la conoces hasta que sabes lo que quiere.

CONSEJERO: Procuraré recordarlo.

WESTRAY: Buena idea.

CONSEJERO: Y tú me aconsejas que vaya ligero de equipaje.

WESTRAY: Sí.

CONSEJERO: ¿Y Reiner?

WESTRAY: Reiner cree que no puede pasar nada. Está enamorado. ¿Te suena de algo? Así que vais a abrir un nuevo club…

CONSEJERO: ¿Te parece mal?

WESTRAY: En absoluto. Qué coño importa. ¿Qué más?

CONSEJERO: No lo sé.

WESTRAY: ¿Tú sabes a cuánta gente asesinaron en Juárez el año pasado?

CONSEJERO: No. A mucha.

WESTRAY: Sí, yo creo que tres mil es mucha gente. Esos tíos son de otra especie, consejero. Quizá te convendría pensar también en eso. Son capaces de arrancarte el hígado y comérselo delante de tu perro.

CONSEJERO: Por Dios, Westray.

WESTRAY: Te haré una pregunta. Antes de eso que llaman guerras entre narcos, ¿quién crees tú que mataba a todas esas chicas en Juárez?

CONSEJERO: No lo sé. Nadie lo sabe.

WESTRAY: Nadie, ¿eh?

CONSEJERO: Nadie.

WESTRAY: Vamos, consejero. ¿Centenares de chicas? Por no decir miles. Sigue el rastro del dinero. Si tienes dinero para invertirlo en aislar toda la casa y te has comprado todos los coches y los trapitos y las armas que te ha dado la gana y tu depravación va más allá de lo humanamente imaginable, ¿en qué te gastas el dinero después?

CONSEJERO: ¿Por qué matan a las chicas?

WESTRAY: Vete a saber. Por diversión. Para pelis snuff. Eso se va a poner de moda, ya verás. En fin, ¿qué haces con una quinceañera a la que acabas de violar con una desmontadora de neumáticos?

CONSEJERO: Tú crees que los señores de la droga contratan secuestradores para que les vayan proporcionando chicas.

WESTRAY: Lo que creo es que tienen secuestradores a cuota fija.

CONSEJERO: Y yo debería pensar también en eso, imagino.

WESTRAY: Yo no puedo darte consejos.

CONSEJERO: Ya, pero lo estás haciendo.

WESTRAY: No. Solo quiero asegurarme de que estás metido en esto. No sé. Quizá debería decirte lo que le decía Mickey Rourke al tío aquel, como se llame: que eso es lo que yo te recomiendo. No lo hagas.

CONSEJERO (sonriendo): Porque te diré una cosa, consejero. Provocar incendios es un delito grave.

WESTRAY: Y esto también.

CONSEJERO: Bien, digamos que me sorprende un poco el carácter cautelar de todo este diálogo.

WESTRAY: Una palabra que me gusta: «caución». En el sistema judicial escocés define un instrumento en virtud del cual una persona actúa como fiadora de otra.

CONSEJERO: Fiadora…

WESTRAY: Sí.

CONSEJERO: Suena un poco primitivo.

WESTRAY: Ya. Naturalmente el problema está en qué hacer cuando resulta que el fiador es el activo más interesante.

Pausa.

CONSEJERO: ¿Qué me dices de ti?

WESTRAY: Yo puedo desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Con mi dinero. ¿Y tú?

El consejero está mirando hacia otra parte.

WESTRAY: Mira, consejero. La verdad es que yo podría dejar todo esto. Y quiero decir «todo». Seguramente no te lo vas a creer, pero allá va. Pienso en mi vida. ¿Qué he hecho yo por los desdichados, por los desesperados, los dados por culo? Y conste que soy bastante escéptico con respecto a la bondad de los buenos. Si revisáramos los archivos de los redimidos me temo que descubriríamos historias de miseria moral más allá de lo simplemente atroz. He visto de todo, o casi. Y todo es una mierda. Yo me iría tranquilamente a vivir a un monasterio. Fregaría escalones, lavaría cacharros de cocina, quizá plantaría algunas cosas. ¿Por qué no?

CONSEJERO: Hablas en serio.

WESTRAY: Muy en serio.

CONSEJERO: ¿Y por qué no lo haces?

WESTRAY: ¿Respuesta rápida? Mujeres.

El consejero sonríe.

WESTRAY: Ya sé. Pero el tiempo no se detendrá, consejero. Es eterno. Y todo lo que existe desaparecerá antes o después. Para siempre. Llevándose consigo todas las explicaciones que hayan podido inventarse al respecto. Desde Newton y Einstein hasta Homero y Shakespeare y Miguel Ángel. Hasta la última imperecedera creación humana. Eso del arte, la poesía, la ciencia… es menos consistente que el humo. Alles Vergängliche ist nur ein Gleichnis, como decía Goethe. Todo lo perecedero no es más que una metáfora. Platón pasado de rosca. ¿Metáfora de qué? ¿Es cierto eso? Me temo que se te van a poner los ojos decididamente vidriosos, consejero. Lo que se deduce de esto, según lo veo yo, es que aquello de «Aprovecha el momento» no acaba de funcionar. Lejos de mi intención desarrollar el tema, pero lo único que en el fondo debería preocuparnos es la angustia de nuestros compañeros de viaje en este tren con destino al infierno. Yo tengo mucho de que dar cuentas, lo sé perfectamente. Y quizá seré un hijo de la gran puta, pero no soy ningún hipócrita. Ayudemos a Tom Gray a levantarse del suelo. Es un simple granito de arena, pero mejor eso que nada. Bien. ¿Preparado?

Fuera del bar.

WESTRAY: ¿Dónde tienes el coche?

CONSEJERO (señalando su Bentley): Es ése de ahí.

WESTRAY (mirando a su alrededor): Menudo barrio. Tienes suerte de que no te lo hayan robado. Bueno. Cuídate, ¿vale?

El consejero se despide con un gesto de la mano y cruza la calle. Westray lo ve alejarse.

WESTRAY: Consejero.

El consejero se vuelve.

WESTRAY: Tú sabes por qué Jesucristo no nació en México, ¿verdad?

CONSEJERO: No. ¿Por qué?

WESTRAY: Porque no hubo forma de encontrar una virgen. Ni a tres hombres justos que hicieran de reyes magos.

El consejero menea la cabeza y sigue su camino.

WESTRAY: Consejero.

El consejero se vuelve otra vez.

WESTRAY: Ahí va otra idea, para que la medites. ¿Eso de las decapitaciones y las mutilaciones? Forma parte del negocio. Hay que mantener las apariencias, ¿entiendes? No responde a ningún tipo de ira soterrada ni nada parecido. Pero a ver si adivinas a quién les gustaría matar en realidad.

CONSEJERO: Ni idea. ¿A quién?

WESTRAY: A ti, consejero. A ti.

***

Una pequeña y espartana sala de reuniones para abogados y sus clientes en la prisión estatal de mujeres en Texas. Sin ventanas. Una mesa y dos sillas. El consejero está de pie junto a la mesa, rebuscando entre los documentos que lleva en su cartera. Se abre la puerta y una guardiana hace entrar a una mujer con uniforme carcelario y sale cerrando la puerta. La reclusa es una atractiva mujer de cuarenta y pocos años.

CONSEJERO: Qué tal.

RUTH: ¿Ha traído cigarrillos?

CONSEJERO: Sí.

Hunde la mano en su cartera y saca un cartón de tabaco y se lo pasa a ella, y la mujer se sienta y empieza a abrir el cartón.

CONSEJERO (disponiendo sus carpetas sobre la mesa): Sé que utiliza eso para hacer trueque, pero sigo sin entender qué es lo que recibe a cambio.

RUTH (abriendo un paquete y sacando un cigarrillo): Más vale que no lo sepa.

CONSEJERO: ¿La tratan bien?

RUTH: Oh, sí. De coña.

CONSEJERO: Tiene una vista preliminar el día diecisiete. ¿Qué talla de vestido usa?

RUTH: Una treinta y siete.

CONSEJERO: ¿Zapatos?

RUTH: Lo mismo.

CONSEJERO: ¿Un treinta y siete?

RUTH: Sí.

CONSEJERO: ¿Sombrero?

RUTH: ¿Qué?

CONSEJERO: De sombrero. Qué talla.

RUTH: Y yo qué sé qué talla tengo de sombrero. Joder. ¿Para qué necesito yo un sombrero, si se puede saber? Se está cachondeando de mí.

CONSEJERO: Sí.

RUTH: Muy listo. Por un momento casi me lo trago. (Enciende un pitillo con un encendedor y levanta la cabeza y expulsa el humo). ¿Me va a traer ropa sexy?

CONSEJERO: No.

RUTH: Quiere que vaya con pinta de institutriz o así.

CONSEJERO: ¿Qué tal de mujer de negocios?

RUTH: Sí. Menudo negocio.

Se echa hacia atrás en la silla y exhala un chorro de humo hacia la mesa. El consejero lo aparta moviendo la mano a un lado y a otro. Retira la silla y se sienta.

CONSEJERO: Adelante.

RUTH: Usted no cree que en esta sala haya micrófonos pero no lo sabe con certeza, ¿verdad?

CONSEJERO: Expresado de esa manera, no.

RUTH: No se me ocurre otra.

CONSEJERO: ¿Qué era lo que quería decirme?

RUTH: Han metido a mi hijo en la cárcel.

CONSEJERO: Vaya por Dios. ¿Dónde está?

RUTH: En Fort Hancock.

CONSEJERO: Fort Hancock.

RUTH: Sí.

CONSEJERO: ¿Qué estaba haciendo en Fort Hancock?

RUTH: Venía a verme a mí.

CONSEJERO: ¿Y por qué lo han encerrado?

RUTH: Por exceso de velocidad.

CONSEJERO: ¿Exceso de velocidad?

RUTH: Eso.

CONSEJERO: ¿No podía pagar la multa?

RUTH: No. Llevaba doce mil dólares encima pero se los quitaron.

CONSEJERO: ¿Y adónde iba con tanto dinero?

RUTH: Ya se lo he dicho. Venía a verme.

CONSEJERO: ¿Cómo se ha enterado de todo eso?

RUTH: Me ha llamado él.

CONSEJERO: ¿De qué más le acusan?

RUTH: No sé. Cosas. Imprudencia temeraria o algo por el estilo. Pero dice que eso se lo endilgaron porque conducía muy rápido.

CONSEJERO: ¿Cuánto de rápido?

RUTH: Dos cero seis.

CONSEJERO: ¿Dos cero seis?

RUTH: Sí.

CONSEJERO: Eso no es una velocidad. Dos cero seis…

RUTH: No ha querido explicármelo. Solo me ha dicho eso.

CONSEJERO: Quizá podría ser una hora. Las dos y seis minutos. Pero ¿cómo iba a ir a doscientas seis millas por hora? ¿Conduciendo qué?

RUTH: Esa moto japonesa que tiene.

CONSEJERO: Cielo santo.

RUTH: Si consigue usted que le devuelvan el dinero a mi hijo, él pagaría la multa y podría salir.

CONSEJERO: ¿De dónde sacó ese dinero?

RUTH: No lo sé.

CONSEJERO: Pues ahí está el problema.

RUTH: ¿Qué problema?

CONSEJERO: Si uno lleva encima más de diez mil dólares, ese dinero pertenece al gobierno.

RUTH: ¿Ah, sí? ¿Y por qué?

CONSEJERO: Porque lo dicen ellos. Si no puedes explicar de dónde lo sacaste, se lo quedan. Y aunque lo lógico sería que uno pudiera conservar lo que no pasa de diez mil y que el gobierno se quedara el sobrante, ellos no piensan así.

RUTH: O sea que no va a recuperar el dinero.

CONSEJERO: No.

RUTH: Pues qué manera de quitarle dinero a la gente.

CONSEJERO: Sí, ya. Bienvenida a Estados Unidos. Dígame, ¿a cuánto asciende la multa?

RUTH: A cuatrocientos dólares.

CONSEJERO: Santo Dios.

RUTH: Usted no podría ponerlos, ¿verdad?

CONSEJERO: ¿Qué? ¿Cuatrocientos dólares?

RUTH: Sí.

CONSEJERO: De acuerdo.

RUTH: De acuerdo ¿qué?

CONSEJERO: Que sacaré a su hijo.

RUTH: ¿En serio?

CONSEJERO: Sí.

RUTH: ¿De verdad de verdad?

CONSEJERO: De verdad. Sí.

RUTH: Gracias. Le debo una.

CONSEJERO: Desde luego.

RUTH: ¿Le parece bien una buena mamada?

CONSEJERO: Aún me seguiría debiendo trescientos ochenta.

RUTH: Anda que no es listo, el abogado.

CONSEJERO: Ya lo sé. Consigues sacar lo mejor de mí mismo, Ruthie. Alegra esa cara.

RUTH: No me llame así. Odio ese nombre. Y Ruth tampoco es que me guste.

***

Un puesto de inspección en la interestatal 10. Vehículos de diversas clases avanzan a paso de tortuga. El agente de la patrulla de fronteras hace pasar unos cuantos coches, para un camión y habla con el conductor y le dice que continúe. El camión cisterna de aguas residuales se detiene a su altura y el conductor saluda con un cabeceo y una sonrisa.

CONDUCTOR: ¿Cómo va eso?

AGENTE (poniendo cara de pocos amigos): Muy bien. Llévese este trasto de aquí.

CONDUCTOR: A la orden.

El camión arranca y enfila la autopista. El conductor cambia de marcha. De repente se ha puesto sumamente serio.

***

Apartamento del consejero. De noche. Él está sentado en su butaca de piel con una copa en la mano, hablando por teléfono.

CONSEJERO: Ya lo sé. Solo quería oír tu voz.

Claro. Te echo mucho de menos.

No sigas por ahí…

(Se ríe entre dientes). ¿Que desbordas salud sexual?

No, qué va. Me encanta.

Sí. Mucho. Un montón.

No habrás estado tomándote libertades con tu persona, ¿verdad?

(Sonriendo, riendo casi). ¿No podrías tocártelo con una borla de maquillar?

Es demasiado aburrido.

Me despertaba a cada momento pensando que estabas a mi lado. Las sábanas olían a ti. Tuve una erección tan tremenda que para darme la vuelta no me quedó más remedio que levantarme de la cama.

Sí.

En el aparcamiento del aeropuerto.

Pues claro.

¿Si supe que lo harías conmigo? Naturalmente.

No sé. Pensé que sería excitante.

Como en el instituto. Sí.

Recuerdo que te pregunté si te encontrabas bien. Porque resollabas como una asmática.

Claro que me acuerdo. Dije: Ven, deja que te ayude a quitarte esa ropa mojada. Y luego te bajé las bragas.

Sí.

Mmm…

Madre mía.

Oye, ¿esto es sexo por teléfono?

Ya sé.

La vida es estar en la cama contigo. Todo lo demás es simple espera.

Sí.

Te quiero muchísimo.

Sí.

Lo mismo digo.

Buenas noches.

Apoya el teléfono en su regazo e inclina la cabeza hacia el respaldo con los ojos cerrados.

***

Reiner y el consejero en un club nocturno vacío. Al caer la tarde.

REINER: Visto a la fría luz del día un sitio así parece bastante cutre. En el fondo todo es iluminación. Iluminación y música. Pones aquí una buena iluminación y un poco de música y unas cuantas chicas guapas y de repente es como si estuvieras en otro mundo.

CONSEJERO: ¿Cuándo calculas tú que será?

REINER: Dentro de dos semanas. Máximo tres.

CONSEJERO: Vas a conservar la pista de baile.

REINER: Sí. Una pista ocupa mucho espacio, pero cuando tienes música y baile en vivo el local cambia como de la noche al día. Con las entradas no se gana mucho, pero siempre puedes cobrar más cara la consumición. Más que nada es otra onda. ¿Ligarte a una chica en un bar a base de palique? Eso es misión casi imposible. Pero si le pides para bailar, bueno, ella no querrá que la tomes por una furcia. Es más fácil que ligues. Si está sentada a la barra se supone que te mandará a tomar por culo. Conoces a Peterson, ¿verdad?

CONSEJERO: Sí, claro.

REINER: ¿Sabías que habla portugués?

CONSEJERO: No tenía ni idea.

REINER: Su madre era brasileña. Se crio aquí, pero toda su familia era de Brasil. Total, un día aparece un primo de Peterson y el tipo no hablaba más de cuatro palabras de inglés. Si llega. De eso hará unos tres años. Estábamos todos aquí un sábado por la noche y el primo le pregunta a Peterson cómo se dice «Me concede este baile», pero nosotros, que lo oímos, hacemos callar a Peterson y le explicamos al primo brasileño cómo tiene que decirlo. A ver, repite: Quiero comerte el coño. Y vamos puliendo su pronunciación hasta que lo dice más o menos bien. Queru comerti el conio. Y le animamos a probar. Resulta que el tipo es apuesto y elegante. Va todo trajeado y eso. Total, que se planta delante de una chica despampanante y le suelta: Queru comerti el conio. Uf. De repente se hace el silencio en la mesa aquella y la chica le mira y le pregunta: ¿Qué has dicho? Y él, claro, se lo repite. Previa pequeña reverencia. Queru comerti el conio. Ella se lo queda mirando un minuto seguido y luego se inclina un poco y ve que al fondo hay tres tíos cagándose de risa y dándose palmadas en las piernas de puro recochineo, y entonces se levanta y agarra de la mano al brasileño y le dice algo así como: Pues mira, tío, hoy es tu noche de suerte. Y va y se lo lleva a un monovolumen Mercedes que está aparcado fuera y le mete un polvo que no veas. El primo tarda una hora en volver. No sabemos qué cojones estará pasando. Pero todo lo que el tipo ha oído contar de las norteamericanas es verdad. Al final vuelven a entrar los dos y ella lo morrea allí mismo y mira hacia nuestra mesa para asegurarse de que estamos observando y nos lo manda de vuelta. No veas. Y nosotros que no nos lo acabamos de creer. Peterson intenta hacer que se lo explique y el primo venga a farfullar y a poner los ojos en blanco, y nosotros ¿Qué dice?, ¿qué dice? Al final va saliendo todo. Si te digo que nos quedamos estupefactos me quedo corto. Aquel tío no podía estar contando una trola. Miramos hacia la chica que está al otro lado de la pista y ella nos manda un besazo. Qué tía. Y nosotros allí de pasta de boniato. Queremos saber todos los detalles, claro, y el cabrón de Peterson nos lo va explicando con cuentagotas. Y sí, parece que ha sido un completo. Mamada. Polvazo. Nos quedamos mirándonos los unos a los otros. Entonces Peterson se levanta, nos mira y dice: Voy a probar. Y allá que va. Se acerca a otra de las mesas. Hay una chica sola, guapísima, y Peterson hace la reverencia de rigor y le informa de que quiere comerle el conio. Y justo en ese momento, claro, el marido de la chica vuelve del servicio, el tío mide como tres metros y pico, y se planta detrás de Peterson. La chica dice: ¿Por qué no repites lo que acabas de decirme? En fin, para abreviar, el gigante le atiza con tal fuerza que Peterson sale despedido de espaldas sobre la pista de baile con los brazos a los costados y acaba chocando contra la pared y con la cabeza debajo de una silla y allí se queda. Tieso como un muerto. Tan fuerte le arrea el tío aquel que a Peterson le han saltado los mocasines de los pies. Los mocasines siguen junto a la mesa. Peterson está medio fiambre tirado en el suelo con la cabeza bajo una silla y en calcetines. Sí, ya sé qué estás pensando. Que el tipo agarra a su mujer y tira unos billetes a la mesa y luego se largan, ¿eh? Pues no. El tipo se sienta, hace crujir los dedos y pide otra consumición. Como si eso le ocurriera todos los días. Llega una ambulancia y meten al pobre Peterson dentro y se lo llevan al hospital. Conmoción cerebral, la mandíbula rota. Y sus mocasines al lado de la mesa.

CONSEJERO: Santo Dios. Y vosotros, ¿qué?

REINER: Nada. Nos largamos de allí. Suficiente diversión para una noche. Alguien, no sé quién, dijo que iba a buscar los mocasines de Peterson, pero a mí no me pareció muy buena idea. En fin. La otra cosa que come mucho espacio es el estrado para los músicos. Aquí solo tenían un jukebox. Me parece que lo que haré es tirar esa pared de ahí y eliminar el vestíbulo.

***

Patio de la empresa de saneamiento de fosas sépticas. Primera hora de la mañana. Los camiones cisterna van saliendo de uno en uno y el encargado los va tachando de la lista en su tablilla. Al final solo queda un camión en el patio.

***

Una tienda grande de motos en la ciudad. Entra un hombre y se queda allí mirando. Va hasta la tarima motorizada donde una Kawasaki ZX-12 gira lentamente en círculo. La tarima está delimitada por una cuerda de fieltro azul. El hombre se acerca y se queda mirando un momento la motocicleta, descuelga la cuerda y la deja caer al suelo y sube a la tarima y gira lentamente con ella. Un empleado que está hablando con un cliente lo ve.

EMPLEADO DE LA TIENDA: Disculpe un segundo.

El empleado va hacia la tarima. El hombre subido a ella ha sacado del bolsillo de su chaqueta una cinta métrica metálica y está midiendo la altura de la Kawasaki hasta el manillar.

EMPLEADO DE LA TIENDA: ¿Necesita ayuda, señor?

HOMBRE DE LA CINTA MÉTRICA (examinando la moto mientras la cinta va subiendo hasta quedar de nuevo enrollada. Chasquea los labios): No. Ya he terminado.

Baja de la tarima giratoria y se guarda la cinta métrica en el bolsillo y va hacia la salida. El empleado se agacha y coge la cuerda y engancha de nuevo el extremo en el soporte y vuelve la cabeza y ve salir al hombre.

***

Iglesia, interior. Cinco mujeres alineadas junto a la pared del fondo de la nave esperando para confesarse. Hay hispanas y hay anglos. La primera de la fila es Malkina, que viste ropa informal pero a la moda. La mujer que está en el confesionario retira la cortinilla y sale con la cabeza gacha. Malkina entra en el confesionario.

MALKINA: Hola.

SACERDOTE: ¿Hola?

MALKINA: Ay. Perdóneme, padre, porque he pecado.

Silencio.

SACERDOTE: ¿Cuánto hace que no te confiesas, hija?

MALKINA: Nunca lo había hecho. Es la primera vez.

SACERDOTE: ¿Eres católica?

MALKINA: No.

SACERDOTE: ¿Y qué haces aquí?

MALKINA: Quería confesarme.

SACERDOTE: ¿Has hecho esto alguna vez?

MALKINA: No. Ya se lo he dicho.

SACERDOTE: Yo no puedo darte la absolución, hija. Aunque lo hicieras. Confesarte, me refiero. No podrías recibir el perdón.

MALKINA: No, si eso ya lo sé. Solo quiero contarle a alguien lo que he hecho y he pensado que lo mejor sería un profesional.

SACERDOTE: Quizá deberías aprender la doctrina.

MALKINA: Siempre fui mala estudiante.

SACERDOTE: Si quieres ser católica, quiero decir. Te enseñarían el catecismo. Aprenderías qué es la fe y lo que significa. Así luego podrías confesarte y tus pecados te serían perdonados.

MALKINA: ¿Usted cómo lo sabe?

SACERDOTE: ¿Qué?

MALKINA: Y si fueran imperdonables, ¿qué haríamos?

SACERDOTE: No hay nada que sea imperdonable.

MALKINA: ¿Ah, no? ¿Qué es lo peor que le hayan contado?

SACERDOTE: Eso es algo que en ningún caso estaría autorizado a decir. El sacerdote jamás puede revelar nada de lo oído en confesión.

MALKINA: Tuvo que ser muy gordo, entonces. A ver, yo no he matado a nadie pero he sido bastante mala. Me parece. No lo sé muy bien porque de normas no entiendo mucho.

SACERDOTE: ¿De dónde eres?

MALKINA: De Buenos Aires. ¿Y usted?

SACERDOTE: ¿Perdón?

MALKINA: Que de dónde es usted.

SACERDOTE: De Phoenix. Arizona.

MALKINA: Sé dónde está. ¿Alguna vez sale con chicas?

SACERDOTE: No. Por supuesto que no.

MALKINA: ¿Y con chicos?

SACERDOTE: Tampoco. Qué es lo que querías contarme.

MALKINA: ¿Y si yo hubiera hecho algo realmente malo? Si hubiera matado a alguien, por ejemplo. ¿Llamaría usted a la policía?

SACERDOTE: No.

MALKINA: He matado a alguien.

SACERDOTE: Antes has dicho que no. Mira, lo siento, pero hay gente esperando para confesarse.

MALKINA: Que esperen. No les pasa nada. Quiere que me largue porque no soy católica, pero ¿y si le dijera que sí lo soy? Tampoco es que haya un carnet, ¿verdad?

SACERDOTE: ¿Con quién has hablado de esto?

MALKINA: ¿Por qué dice si he hablado con alguien?

SACERDOTE: Has dicho «Perdóneme, padre…».

MALKINA: Le pregunté a una amiga. Pero ella no sabía que yo iba a venir. Le pregunté si los no católicos también podían confesarse y ella me dijo que no.

SACERDOTE: Pero decidiste no creerla.

MALKINA: Qué va. Sí que la creí. Pero quería comprobar qué pasaría.

SACERDOTE: Bien. Entonces hemos terminado, ¿no?

MALKINA: Aún no le he dicho mis pecados.

SACERDOTE: Pero yo no quiero oírlos. No tendría ningún sentido. ¿Estás bautizada?

MALKINA: No sé. Es posible.

SACERDOTE: ¿Tus padres nunca te lo han dicho?

MALKINA: A mis padres no llegué a conocerlos. Los tiraron al mar desde un helicóptero cuando yo tenía tres años. Oiga, usted olvídese de lo del perdón y eso. Solo tiene que escuchar. Mis pecados, quiero decir. Si me apura puede hacer como que le estoy mintiendo. Suponiendo que no le guste lo que oye.

SACERDOTE: ¿Por qué habrías de mentirme?

MALKINA: No, si no le mentiría. Pero usted podría hacer como que sí. A lo mejor yo quería ser muy mala pero no tuve las narices para serlo. O sea que me inventé cosas. Las mujeres le hablan de sexo, ¿verdad?

SACERDOTE: No puedo comentar nada al respecto.

MALKINA: Ya, pero toda mujer que viene a confesarse le dirá que es adúltera o fornicadora o algo parecido. Si no, ¿para qué iba a venir? Las únicas mujeres que no se confiesan son las que no hacen nada malo. Seguro que tiene una idea bastante peculiar de las mujeres. Pensará que se pasan el tiempo haciendo cosas en la cama. Que solo se dedican a eso. En fin, lo que digo es que algunas mujeres quizá se inventan cosas guarras cuando vienen a verle solo para provocarlo. Eso podría ser, ¿verdad?

SACERDOTE: No.

MALKINA: Pero no puede saberlo. Imagine que le digo que tuve sexo con mi hermana. ¿Eso lo creería?

SACERDOTE: Te ruego que te marches.

MALKINA: Pues es verdad. Lo hacíamos todas las noches. En cuanto apagaban las luces, nos liábamos. Al día siguiente, en el colegio, nos dormíamos sobre el pupitre. Nadie sabía qué nos pasaba. Pero eso no es lo peor. Oiga, ¿adónde va?

El sacerdote corre la cortina y sale del confesionario. Malkina, todavía de rodillas, se vuelve y aparta la cortina. El sacerdote se aleja a toda prisa por la nave mientras va santiguándose.

MALKINA (se levanta): ¡Eh, oiga! ¡Que no he terminado!

Las mujeres que aguardan para confesarse están perplejas, horrorizadas. Una de ellas se santigua.

***

Ciudad fronteriza. Cae la tarde. Terraza de una cafetería al lado de un aparcamiento. Sillas y mesas metálicas. Tráfico rodado. Un mexicano está sentado a una de las mesas con un café delante y un periódico. El joven de verde llega en su Kawasaki ZX-12. Se quita los guantes y el casco y mete los guantes dentro del casco y se baja de la moto y va hacia donde está el mexicano y aparta una silla de un puntapié y se sienta.

En un coche aparcado hay un hombre y una chica. La chica está observando la mesa con unos prismáticos.

CHICA: No voy a poder oír lo que dice el chico. ¿Pasa algo?

HOMBRE (JAIME): Lo que diga el chico no nos importa.

Ella mira por los prismáticos y hace anotaciones en un bloc sobre una tablilla.

El hombre que está en la mesa se levanta y se va, dejando el periódico sobre la mesa. El chaval toma asiento y abre el periódico y se pone a leer.

JAIME: ¿Lo has pillado?

CHICA: Sí. Pero poca cosa.

JAIME: No pasa nada. Sigue vigilándole.

CHICA: Eso hago.

JAIME: Ese tío no ha leído un periódico en su puta vida.

CHICA: Ya.

El chaval arrastra hacia el casco un objeto que hay debajo del periódico y deja el periódico en la mesa y se levanta y con el casco bajo el brazo camina hacia su moto y pasa una pierna por encima y pone la moto en marcha con el starter. Saca los guantes del casco y los deja sobre el depósito de la moto y se pone el casco y se ajusta la correa y se pone los guantes y levanta el caballete con el pie y se incorpora al tráfico.

JAIME: ¿Has podido ver qué era?

CHICA: No, pero está en el casco.

JAIME: Claro. En el casco.

El hombre está marcando un número en su móvil.

La casa de Reiner. Malkina hablando por teléfono.

Mira, Jaime, él no tiene por qué saberlo; solo debe hacer lo que yo le diga. No. Ya está descargado. Capta la moto por encima de las cinco mil revoluciones y eso se transmite codificado en el GPS. Solo podríamos perderlo si de repente decidiera conducir superdespacio y tú ya sabes lo poco probable que es eso. Llámame dentro de una hora.

Jaime y la chica en el coche aparcado. Jaime apaga el móvil y mira a la chica.

JAIME: Vámonos.

***

En un club de lujo. El consejero y Reiner sentados a una mesa en el rincón.

REINER: No sé. Las mujeres tienen ideas curiosas con respecto al sexo. ¿No se supone que son tan recatadas? Déjame que te cuente. Cuando se les mete en la cabeza que quieren follar son como un tren de mercancías. ¿Si he aprendido algo sobre las mujeres? Qué cojones. De la mitad preferiría olvidarme.

Toma un sorbo de su copa.

CONSEJERO: No sé si te sigo. ¿De qué preferirías olvidarte? Ponme un ejemplo.

REINER: Mejor que no te cuente.

CONSEJERO: Venga ya.

REINER: Las peores cosas no te las recomiendo.

CONSEJERO: Son las que me interesan.

REINER: No las peores de las peores.

CONSEJERO: Suéltalo de una vez, Reiner.

REINER: No sé. Cambiemos de tema.

CONSEJERO: ¿Te estás quedando conmigo? ¿De qué tema?

REINER: Mira, no sé. No debería contarte esto.

CONSEJERO: Tú ponte cómodo y habla. ¿Qué es lo que te gustaría olvidar?

REINER: Está bien. Me gustaría olvidarme de Malkina follándose a mi coche.

CONSEJERO: ¿Qué?

REINER: ¿Lo ves?

CONSEJERO: Repite lo que acabas de decir.

REINER: Que me gustaría olvidarme de Malkina follándose a mi coche. Creo.

CONSEJERO: ¿De qué mierda estás hablando?

REINER: Tú te acuerdas del 328 que tuve hace tiempo.

CONSEJERO: Claro. Buen coche.

REINER: Muy bueno. No llevaba motor V12 pero sí era mejor coche que el 308. Lo cual tratándose de un Ferrari es una vergüenza. Westray tuvo uno y decía que corría menos que un caracol con diarrea. La metáfora es suya. Si es que es una metáfora. Da igual. Fue hace bastante tiempo. Bueno, tampoco tanto. Llevábamos un tiempo liados y una noche volvimos a Cloudcroft; estábamos hospedados allí, más que nada por ese estupendo tramo de carretera entre Cloudcroft y Ruidoso. Fuimos en coche hasta el campo de golf y aparcamos y estábamos charlando y de repente, sin que viniera a cuento, ella levanta el trasero y se quita las bragas y me las da y se baja del coche. Yo le pregunto que qué hace y ella dice: Me voy a follar a tu coche. No veas. Me dice que deje la puerta abierta. Era para que estuviese encendida la luz cenital. Entonces va y se sube al capó del Ferrari y se levanta el vestido hasta las caderas y se abre de piernas pegada al parabrisas, delante de mí, sin bragas y luciendo ese rasurado brasileño que se había hecho hacer. Y la tía empieza a restregarse contra el cristal. Oye, que no me invento nada. A fin de cuentas en su país ella era bailarina, ¿no? Había actuado en el teatro de la ópera, en Argentina. Lo sé porque he visto recortes de prensa. Total, está allí subida haciendo el spagat y venga a frotarse con el parabrisas y tiene la mitad de arriba apoyada en el techo del coche y entonces se asoma por un lado para ver si yo la estoy mirando. Hombre, no iba a estar leyendo emails. Me hace un gesto para que baje la ventanilla y mete la cabeza y me da un beso. Boca abajo. Y luego me dice que está a punto de correrse. Y yo pensé Hostia, me estoy volviendo majara por momentos. Eso es lo que pasa. Parecía un siluro o qué sé yo. ¿Sabes esos peces de los acuarios que van subiendo desde el fondo pegados al cristal, chupando todo lo que encuentran? Pues igual. No sé. Fue absolutamente… alucinante. Ver una cosa así te cambia la vida.

CONSEJERO: Cielo santo.

REINER: Dímelo a mí.

CONSEJERO: ¿Y llegó?

REINER: ¿Cómo que si llegó?

CONSEJERO: Si se corrió.

REINER: Ah. Sí, claro. Se quedó allí espatarrada sobre el parabrisas. Y luego se baja del coche y da la vuelta y monta y cierra la puerta, yo le paso las bragas y ella las guarda en el bolso y me lanza una miradita. Como para saber qué pensaba yo. ¿Que qué pensaba? Joder. Pues ni idea. No lo supe entonces y no lo sé ahora. Fue demasiado ginecológico para ser erótico. Por poco. Aunque más que nada yo estaba patitieso. No sé, a lo mejor estaba pensando en el cuero.

CONSEJERO: ¿Qué cuero?

REINER: El cuero de los asientos. Donde ella se había sentado, hombre. A ver, el coche solo tenía dos semanas. Al final le pregunté si eso lo había hecho otras veces y ella dijo que eso y todo lo demás. Por supuesto. Total, arranco y al encender las luces veo el parabrisas todo pringado y yo sin nada con que limpiarlo y ella cómo no me sugiere que pase la lengua. Probé los limpias pero como es lógico la cosa esa que escupe líquido no funciona porque los italianos en el fondo pasan de eso. Al final me quité los calcetines y bajé del coche y me puse a limpiarlo.

CONSEJERO: ¿Siluro, eh?

REINER: No sé. Sí, me parece.

CONSEJERO: ¿Tú crees que ella sabía el efecto que eso podía tener en un tío?

REINER: ¿Tú estás de broma, consejero? Ella lo sabe todo. Todo.

CONSEJERO: ¿Y no te parece que es una cosa rara de contar?

REINER: Y tan rara.

CONSEJERO: No, me refiero a que por qué tenías que explicármelo a mí. Yo conozco a esa mujer. ¿Encuentras normal contar una cosa así de alguien…?

REINER: ¿De alguien a quien me tiro?

CONSEJERO: Vamos, Reiner.

REINER: No sé. Tienes razón, supongo. Quizá quería ver cómo reaccionabas. Quizá en el fondo hay algo más. Quizá estoy asustado.

CONSEJERO: ¿Asustado tú?

REINER: Sí. Puede. Sí. Ella a veces me acojona.

CONSEJERO: ¿Por eso que me has contado?

REINER: No solo por eso.

CONSEJERO: Estás enamorado de ella.

REINER: Yo ya no sé nada. Sí. Supongo que estoy enamorado. ¿No te parece un motivo de preocupación? Es como estar enamorado de… no sé. ¿De la muerte plácida? Al carajo. En serio. Olvida todo este rollo, consejero.

CONSEJERO: Es que no sé muy bien qué es lo que tratas de decirme.

REINER: Ya lo sé.

CONSEJERO: ¿Esto tiene algo que ver con la transacción?

REINER: No lo sé. Es verdad. No debería habértelo contado. Olvídalo.

CONSEJERO: Que lo olvide.

REINER: Sí.

CONSEJERO: ¿Y cómo me propones que lo haga?

REINER: No lo sé. Joder, consejero. Yo qué sé.

***

Malkina en su dormitorio. Ella sentada en bata delante del fuego, los guepardos a sus pies sobre la alfombra. Está escuchando por teléfono.

LAURA: No. Es que he soñado contigo. Y al despertarme no conseguía recordar por qué era un sueño tan inquietante a pesar de que sí me acordaba del sueño. Solo te llamaba para ver si estabas bien.

MALKINA: ¿Eres supersticiosa?

LAURA: Creo que no. O no más que la colmadera de la esquina.

MALKINA: ¿Y quién es ésa?

LAURA: ¿Cómo?

MALKINA: La colmadera de la esquina. No serás lesbiana, ¿verdad?

LAURA: Claro que no. Creo que no debería haberte llamado. Ya sé que me consideras una ingenua. Pero ¿tan malo es eso?

MALKINA: No soy la indicada para aconsejarte.

LAURA: Ya lo sé.

MALKINA: Debes tener cuidado con lo que deseas, muñeca. Puede que no lo consigas.

LAURA: Ya lo sé.

MALKINA: ¿De veras?

LAURA: Sí. De veras.

***

Una carretera de dos carriles en pleno desierto. Noche. Pasa un automóvil y las luces se pierden por la larga recta hasta desvanecerse. Un hombre sale de entre los cedros enanos que hay a ambos lados y se planta en mitad de la calzada y enciende un cigarrillo. Lleva al hombro un rollo de alambre trenzado fino. Camina hasta el cercado. Uno de los postes tiene incrustado un largo tubo metálico en cuya parte superior —a unos seis metros del suelo— hay un foco. El hombre pulsa el botón de un pequeño sensor de plástico y el reflector se enciende, iluminando la calzada y el rostro del propio hombre. Lo apaga y camina un centenar de metros siguiendo el cercado hasta la esquina del mismo, tira al suelo el rollo de alambre y se saca una linterna del bolsillo de atrás y la sujeta con los dientes y coge los guantes de piel que lleva remetidos en el cinto y se los pone. Luego enrolla el alambre alrededor del poste de la esquina, pasa el extremo por dentro de la lazada y lo enrolla seis veces en torno al propio alambre y remete el extremo varias veces por el interior de la lazada y agarra el alambre con ambas manos y lo tensa al máximo. Luego coge el rollo y empieza a soltar alambre a medida que va cruzando la carretera. Al otro lado, entre los cedros, hay un camión con la plataforma encarada a la carretera. El hombre sigue andando hasta el camión y se vuelve y tensa el alambre y luego ilumina todo el tramo con su linterna. En el lado derecho posterior de la plataforma hay un tubo de hierro montado verticalmente sobre un par de abrazaderas para que pueda moverse arriba y abajo. El hombre pasa el alambre por un agujero en el tubo y estira e impide que el cable se escurra hacia atrás afianzándolo con unos alicates de sujeción. Luego vuelve a la carretera y con la cinta métrica que lleva prendida del cinturón mide la altura del alambre respecto a la calzada. Vuelve al camión y baja un poco el tubo de hierro y lo afianza de nuevo mediante una palanca roscada girándola a mano contra el vástago vertical. Regresa al asfalto y mide otra vez la altura del alambre. Vuelve, pasa el extremo del alambre por una gruesa anilla de 75 milímetros y luego va a la parte delantera del camión y tensa el alambre y lo enrolla sobre sí mismo para que la anilla quede fija y por último ensarta la anilla en un gancho empotrado en el larguero de la plataforma. Se lo queda mirando. Pulsa el alambre con los dedos. Se oye una nota grave y resonante. Desengancha la anilla y camina con el cable hacia la trasera del camión hasta que queda flojo en el suelo y en la calzada. Deja la anilla sobre la plataforma y va hasta la cabina del camión y saca un walkie-talkie de una pequeña bolsa de herramientas y se queda escuchando. A la luz cenital de la cabina consulta la hora en su reloj.

HOMBRE DEL CABLE: ¿Algo?

VOZ (masculina): Ya viene.

HOMBRE DEL CABLE: Estás a trece kilómetros.

VOZ: Sí.

HOMBRE DEL CABLE: O sea menos de tres minutos.

VOZ: Sí. Exactamente dos minutos y veinte segundos.

HOMBRE DEL CABLE: ¿Se le oye?

VOZ: Todavía no.

Esperan.

VOZ: Ahí llega.

HOMBRE DEL CABLE: Sí. Le oigo. Bien. Manos a la obra.

Cuelga el walkie-talkie y se saca el cigarrillo de la boca y lo aplasta contra el suelo y cierra la puerta del camión. Mira la hora. A lo lejos empieza a oírse el chillido agudo del motor de la Kawasaki a once mil revoluciones por minuto.

Plano del motorista verde agachado sobre su máquina conduciendo a trescientos kilómetros por hora. De pronto el reflector se enciende y el motorista se incorpora y gira la cabeza para mirarlo.

El camión. El desierto se ha iluminado súbitamente al norte de donde está el hombre del cable. Este coge la anilla y estira y la ajusta en el gancho. El alambre zumba, tirante.

Plano del motorista verde con la cara vuelta hacia el reflector, ahora a su espalda. De pronto la cabeza sale volando y con casco y todo va dando botes siguiendo la estela de la Kawasaki. La moto continúa su camino hasta que el motor pierde brío y finalmente enmudece, y a lo lejos se ve un reguero de chispas perdiéndose en la oscuridad.

El camión. El hombre corta el alambre a la altura del gancho con unos alicates y el cable sale disparado. Va hasta la carretera con el walkie-talkie. Una vez allí ilumina el asfalto con su linterna y luego echa a andar por el margen hasta que encuentra el casco.

HOMBRE DEL CABLE (por el walkie-talkie): Todo bien. Sí. Cambio y cierro.

Guarda el walkie-talkie y se agacha para recoger el casco. Pesa una barbaridad. Vuelve al camión y abre la puerta del lado del conductor y deja el casco en el suelo de la cabina y cierra la puerta. Sale de nuevo a la carretera y va hasta el cercado y corta el alambre enrollado alrededor del poste y empieza a recogerlo sobre la marcha, pasándose el alambre por encima del codo para hacer una bobina con él. Una vez en el camión guarda el alambre en una caja de herramientas bajo la plataforma y se pone al volante. Arranca y enciende las luces y sale a la carretera.

Desierto. Noche cerrada. En el cercado el hombre está desmontando el reflector. Desconectando los cables. El vástago está hecho con secciones de poste de alambrada galvanizado de 42 milímetros que encajan la una en la otra. Deja las secciones sobre la plataforma del camión y guarda las piezas pequeñas en la caja de herramientas bajo la plataforma.

Desierto. Noche cerrada. El camión arranca y pasa junto al cuerpo sin cabeza tendido en el asfalto. Luego se detiene. El hombre se asoma a la ventanilla del camión, mira el cuerpo, da marcha atrás y se apea. Agarra el cadáver por los pies y lo arrastra hasta la cuneta y luego se sacude las manos en el pantalón y vuelve a montar y el camión se aleja por la carretera.

***

Celda en el corredor de la muerte. Penitenciaría del estado, Texas. Ruth despierta y se queda mirando el techo. Se incorpora y aparta la sábana y se sienta en el borde del catre con las manos entrelazadas.

***

Entrada principal de la empresa de limpieza de fosas sépticas. El camión plataforma se detiene y el hombre del cable se apea y cierra la puerta. Lleva en una mano un disco abrasivo a pilas. Mira hacia la carretera por donde ha venido y ve acercarse una luz. Un solo faro. Ruido de motocicleta. La moto se detiene y el motorista se apea del vehículo y baja el caballete y el del cable va hasta la verja, conecta el disco abrasivo y se agacha para cortar el candado. Un haz de chispas ilumina la zona circundante y al cabo de unos veinte segundos el candado cae al suelo. El hombre abre la verja empujando hacia dentro y se agacha para recoger el candado y lo hace saltar en la palma de su mano antes de arrojarlo a los arbustos.

HOMBRE DEL CABLE (agitando la mano): Joder, cómo quema.

El segundo hombre pasa delante y enciende una linterna.

SEGUNDO HOMBRE: ¿Tú sabes cuál es?

HOMBRE DEL CABLE: Sí. Lleva matrícula de Arizona.

El hombre del cable vuelve al camión plataforma y abre la puerta del copiloto. Coge del asiento el casco del motorista verde y saca de él un juego de llaves y un cable pasacorriente con conectores de tres colores distintos y cierra la puerta y sigue a su compañero hacia el patio donde están aparcados los camiones cisterna. El segundo hombre ha abierto ya la puerta del camión y tirado de la palanca para abrir el capó y va hasta la parte delantera y levanta el capó.

HOMBRE DEL CABLE: Pásame la linterna.

Coge la linterna e ilumina el costado del vehículo hasta que ve unos cables sueltos.

SEGUNDO HOMBRE: ¿Sabes cómo va?

HOMBRE DEL CABLE: Sí. Por colores. El rojo con el rojo, el verde con el verde. El negro con el negro. Toma. Sujeta la linterna.

Hace las conexiones y luego le pasa las llaves al otro.

HOMBRE DEL CABLE: Mira a ver si arranca.

El segundo hombre sube al camión y gira la llave en el contacto. La gira otra vez.

HOMBRE DEL CABLE: Un momento. Veo que esto lleva un interruptor. ¿Cómo se dice «esto» en mexicano?

SEGUNDO HOMBRE: Menos cachondeo, ¿vale?

HOMBRE DEL CABLE: A ver, prueba ahora.

El segundo hombre prueba de nuevo y el motor arranca. El hombre del cable baja el capó y se aparta.

***