Un mes más tarde, Julia y Mariana subían por la pendiente de la campa que las conducía hasta el Elogio del horizonte. Era un día de primavera un tanto desapacible. Por la mañana había estado orvallando y ahora daba un respiro a los habitantes de G… Estaban solas y al descubierto, pero no parecía afectarles la hipotética amenaza de nuevas lluvias, acaso porque el uniforme color panza de burro del cielo de la mañana estaba ahora roto por diversas nubes de distintos tonos de gris, y un incipiente clarear del lado de la mar avanzaba hacia la costa. Cuando llegaron arriba, se acercaron al formidable monumento hasta cruzarlo y situarse bajo él, mirando al horizonte, donde se juntaban el cielo y las aguas en una misma línea. Era un lugar que Mariana amaba intensamente porque todo el conjunto, escultura y paisaje, le parecía la llave del mundo.

—No deberías irte de G… —dijo Julia, renuente.

—¿Por qué? Aquí ya no pinto nada, me están haciendo la cama y tengo una oportunidad de trasladarme a Madrid. Aunque la verdad es que volver a Madrid me produce vértigo, o miedo, no sé.

—No creo que sea miedo. Lo que pasa es que allí tienes muchas cuentas pendientes con buena parte de tu vida: tu adolescencia, tu madre, tu ejercicio de la abogacía, tu ex, los antiguos compañeros, buenos y malos… Mucho peso, es cierto, pero no creo que sea miedo.

—Y si me quedo ¿qué?

—Yo, ya lo sabes, no quiero que te vayas.

—Sin embargo…

—Sin embargo, tienes todo el tiempo del mundo para ir y verle la cara a tu pasado. Aquí tienes algo pendiente, en cambio. Si te vas ahora será como una huida, una espantada en toda regla. ¿O es que te vas a echar atrás porque unas cuantas personas te hayan puesto la proa? Demuéstrales quién eres, enseña los dientes, oblígalos a meterse en sus sucias guaridas. Tú eres batalladora. ¿Quiénes son ellos? Gente vulgar, rutinaria, egoísta y cobarde. Que sepan que no pueden contigo, que te irás cuando tú lo decidas, no cuando ellos te empujen. No puedo creer que la valerosa Mariana de Marco vaya a acoquinarse ahora —la había rodeado cariñosamente con su brazo por los hombros y las dos se quedaron en silencio, contemplando la inmensidad del mar.

—No lo puedo evitar. Tengo mariposas en el estómago.

—Eso se te pasa en cuanto des con un hombre cariñoso, inteligente, culto…

—¡Julia! —protestó Mariana—. ¿Es que no me conoces?

—Todo va a cambiar. No permitiré que vuelvas a juntarte con esos pintas con los que tienes costumbre de ligar.

—¿Ah, sí? ¿Cómo vas a hacerlo?

—Los espantaré.

Mariana se echó a reír.

—¿Sabes? Tengo un recuerdo extraño del tiempo en que estaba bajo los efectos del cloroformo. Sentí un beso tan dulce, intenso y largo…, un beso que no he podido olvidar. Y la verdad es que cuando lo reviví, ya despierta, quise creer que era una señal de que en mi vida, bueno, mi vida amorosa, iba a suceder algo distinto.

—¿De verdad sentiste todo eso?

—Supongo que era un sueño, porque si no… —dijo Mariana, suspicaz—. ¿Te imaginas?

—Pues no se me ocurre quién pudo ser, si es que fue alguien ajeno a tu sueño.

—Debió de ser un ángel.

—Sería —dijo Julia lacónicamente—. ¿Te sentiste bien?

—Maravillosamente bien. Sueño o verdad.

Se hizo un largo silencio.

—Vente a Madrid conmigo —dijo por fin Mariana—. A una profesional como tú no ha de faltarle trabajo…

—Me gustan las ciudades pequeñas y mientras pueda sostenerse el estudio no creo que deba cambiar. Y en Madrid ¿quién te hará soñar con un beso? —dijo Julia con picardía.

—Lo voy a pensar otra vez. Te prometo que lo voy a pensar. Ya sé que es mala cosa abandonar un lugar sin haber hecho los deberes, pero es que estoy cansada de tanto cumplimiento. También me apetece perder de vista a todos estos mediocres. ¿Por qué tengo que soportarlos? Creo que soy una especie de víctima de la responsabilidad. También es bueno hacer locuras de vez en cuando —Mariana se quedó mirando al horizonte; luego bajó la voz—. De todos modos, se me hace duro vivir sin tenerte cerca —confesó.

Julia le rodeó los hombros con un abrazo.

—A mí me dolería más tu ausencia —dijo—, porque tú ibas a estar muy ocupada entre tu trabajo y tu pasado, pero yo me quedo sola en presente.

De repente, empezó a llover y las dos permanecieron a resguardo bajo la enorme y esbelta presencia del hormigón. Allí, ceñidas la una a la otra para protegerse de la humedad que las circundaba y sabiendo que no podían hacer nada más que esperar a que escampara, se quedaron quizá sumidas en sus pensamientos, sin cambiar palabra, escuchando el sonido de la lluvia mullendo la hierba y viendo descender sobre ellas una tenue niebla que poco a poco invadió la colina, rodeó a las dos figuras de mujer enmarcadas bajo la imponente y gallarda escultura y por unos minutos pareció que las iba envolviendo y aislando del resto del mundo.

Madrid y Gandarilla, 2011