Un día después, habiendo dormido esa noche en el hotel Cairo Crown, Julia y Mariana dedicaron la mañana a visitar el Museo de Egipto, donde el apelmazamiento de tantas piezas legendarias y la afluencia de visitantes no les impidió recorrerlo a conciencia, insaciables, dispuestas a no perder detalle, deslumbradas por aquella especie de caótico esplendor. Y fue a la salida, mientras buscaban y trataban de reconocer al taxista que les había contratado el hotel, cuando se encontraron con Thomas Griffin.
—Ya veo que no han perdido el tiempo —dijo el americano—. Espero que les haya gustado el museo. Es literalmente abrumador.
—Nos ha encantado dejarnos abrumar —respondió Mariana con una sonrisa.
—Bien. Supongo que mañana vuelan de regreso. ¿Conocen ya las noticias sobre la invasión de Irak? Espero que no tengan problema con el tráfico aéreo. Por cierto, mi amigo Jack Beaudine me ha insistido en que vuelva a agradecerle cuanto ha hecho por nosotros. En fin, las dejo con su paseo y espero que lo que les queda de estancia les resulte grata.
Mariana se volvió a su amiga después de despedirse cordialmente del americano, y entonces sorprendió el gesto embobado de su amiga.
—Pero ¿a él se lo has contado todo?
—Claro. Beaudine nos ha ayudado mucho en las investigaciones que ha habido que hacer desde que el comandante Ahmed llegó a Asuán. Sin él habríamos tardado mucho más tiempo en dar con lo que buscábamos.
—¿Con lo que buscabais? ¿Me quieres decir qué habéis estado haciendo a mis espaldas?
—Detener y acusar al asesino. ¿Te parece poco?
—Y yo… Y tú… ¡Cáscaras! Estoy como el marido de los chistes, que es el último que se entera de que le están poniendo los cuernos.
Mariana se echó a reír de buena gana.
—Lo mejor será volver al día en que empezó todo —dijo Mariana.
Estaban sentadas a la mesa de un restaurante alojado en el casco varado de un viejo barco de crucero, atracado a la orilla del Nilo, dispuestas a disfrutar de un auténtico kebab.
—A quien primero debemos considerar —continuó Mariana— es al asesino. Alguien con un gran sentido del orden y de la estrategia que prepara minuciosamente un plan para deshacerse de Carmen Montesquinza, que es la víctima importante. Si recuerdas la noche de la fiesta, en un momento dado se anunció una especie de concurso de camisetas mojadas, muy de turismo ordinario, la verdad. Cuando entra en escena Dolores Beaudine y comienza su desinhibido striptease, Carmen reacciona de inmediato y se retira, aparentemente por pudor y rechazo, o eso es lo que pensamos los pocos que advertimos su retirada. Pero el asesino ha medido el suceso a la perfección. Es alguien que conoce tan bien a Carmen que sabe de su relación con Dolores y prevé su reacción. Más tarde nos enteraremos de que alguien ha establecido una apuesta con Dolores y que la exhibición de la muchacha está programada. Es probable, también, que por parte de la chica haya algo de venganza contra la propia Carmen, que la chantajea emocionalmente. Fíjate en el hecho de que todo el plan del asesino descansa en la convicción de que Carmen se retirará de la fiesta. Ella sube a su camarote, entra en él… y se desvanece en al aire.
»En realidad, el asesino la recoge, la lleva a la terraza, le aplica una dosis de cloroformo y la arroja por la borda. Nadie se da cuenta, todo el mundo se encuentra metido en el estruendo de la fiesta y con los ojos prendidos de una preciosa rubia que se desnuda en público. Hay que reconocer que el plan es audaz e incluso que pende de un hilo, pero el hilo resiste. A la mañana siguiente todo el mundo está desconcertado, unos creen que Carmen ha salido del barco a primera hora y otros que ha sufrido un accidente. El crimen perfecto.
—Pero tú no podías saber lo del cloroformo —adujo Julia.
—No hasta que lo practicó conmigo —respondió Mariana—, pero dejemos eso por el momento. Al día siguiente, Dolores se encuentra de baja gracias a una resaca de campeonato. No sé si su intención fue dar un espectáculo tan completo, posiblemente no, pero ya había bebido cuando empezó, quizá para animarse, quizá animada especialmente por el asesino. El caso es que, tras la actuación, el asesino (primer dato de que ningún plan es perfecto) se da cuenta de que, cuando Dolores se despeje y se entere de la desaparición de Carmen, corre el riesgo de que ate cabos, sobre todo si alguien que ha sospechado algo, o sea, yo, trata de hablar con la chica. Sea como fuere, el asesino comprende que Dolores es una amenaza y se ve obligado a improvisar. Aquí no hay plan, sino una actuación a la desesperada, y se deshace de Dolores por el mismo procedimiento que utilizó con Carmen. Por fortuna todo sale bien, nadie presencia el desenlace y él consigue su segundo crimen perfecto. De momento, y de no ser por una juez metomentodo, todo le ha salido a pedir de boca.
—Reconoce que lo de los asesinatos, de entrada, no se sostenía —dijo Julia excusándose.
—Como quieras. Vamos al móvil. Como te puedes imaginar, éste sólo tiene que ver con Carmen. ¿Cuáles son dos motivos clásicos por los que se recurre al crimen? Los celos y la codicia y descartamos el tercero, la venganza, porque no hay indicios. En el nuestro concurren los dos. De una parte, Carmen acosa y chantajea a Dolores por celos; de otra, Ada es ninguneada por Carmen y tiene a la vista al objeto amoroso de su amante, sintiéndose plato de segunda mesa: más celos. Una situación demasiado tensa, muy propicia a un arrebato. En cuanto a la codicia, el punto de mira se desplaza hacia la fortuna de Carmen. ¿Quién se beneficia de su muerte?
—Tati. ¿Tú crees que…?
—No parece una persona de empuje para cometer el asesinato ni tampoco una estratega, pero nadie sabe lo que se oculta tras las apariencias. De todos modos, hay más posibilidades: Ricky espera casarse con Tati, eso beneficia de paso a Ignacio Llano; a su vez, Tati es más manejable para el resto del clan que Carmen… Un asesino que ha sido capaz de urdir el primer crimen ha de tener una expectativa de beneficio clara. En esa familia no es el afecto lo que predomina. Y no olvides al abogado, al que hemos considerado un pardillo y quizá no lo sea tanto, quizá también tiene sus intenciones… En fin, todo esto era lo que yo pensaba mientras me rompía la cabeza en busca de algún indicio tangible de los asesinatos, porque de lo único de lo que disponía era de una serie de deducciones lógicas, pero sin prueba alguna. Si el motivo es el dinero, la aparición del cadáver de Dolores en primer lugar debió de poner nervioso al asesino, pues en tanto el cuerpo de Carmen no apareciese, no habría cadáver y sin cadáver no había herencia. Pero al fin aparece el cadáver con tiempo suficiente para que el forense pueda diagnosticar lo mismo que en el caso de Dolores: muerte por ahogamiento. Por fin todo sale a pedir de boca.
—Y tú, desesperada. Tan desesperada como para marcarte el farol de que sabías cómo se habían ejecutado los crímenes y quién era el asesino.
—Se acababa el crucero. ¿Qué querías que hiciera? Sólo buscaba que el asesino cometiera algún error.
—El error de echarte al Nilo, por ejemplo —le reprochó Julia, indignada.
—No era eso lo que yo esperaba, de verdad. Buscaba algo, no sabía qué; buscaba hacerle perder los nervios para que diera un paso en falso.
—Pues lo dio —insistió Julia sin dar su brazo a torcer.
—Sí, cariño, pero entonces, como ya te dije, dejó su firma, que es lo que yo necesitaba para identificarlo. Porque hasta entonces sólo sospechaba de uno.
Julia se la quedó mirando.
—En realidad la había dejado antes, en una descubierta que hice al camarote de Carmen y que no he contado a nadie, y lo que hace al no arrojarme por la borda es confirmarlo.
—Porque Pedro se lo impidió —protestó Julia.
—Muy oportunamente, pero regresemos otra vez al principio —dijo Mariana, exultante—. ¿Quién pudo seguir a Carmen, tan alterada, humillada por Dolores, y disponer a la vez de la suficiente confianza con ella como para tocar en la puerta de su camarote, hacerse abrir y conseguir que la acompañara a la cubierta superior?
Julia esbozó un gesto de ignorancia.
—Sólo Ricky y su padre salieron tras ella, pero ellos dicen que no vieron a nadie en el camino que los llevaba a su camarote, y el caso es que caminaban casi detrás de ella. Ignacio subió en el ascensor y Ricky por las escaleras con la silla de ruedas a cuestas. Y entretanto, el asesino tiene tiempo de llamar a la puerta de Carmen, convencerla para que le acompañe y subir a la terraza. Aquí hay algo que no casa.
—¿Tú crees que…?
—Yo creía, y ahora lo sé, que Ignacio subió directamente a la terraza, Ricky lo dejó instalado en su silla, bajó a todo correr al camarote, sacó de allí a Carmen con la excusa de que Ignacio tenía algo muy importante que decirle en relación con lo que acababan de presenciar, ella subió confiada y entre ambos la arrojaron por la borda. Después bajaron los dos a su camarote, Ricky dejó allí a su padre y volvió a la fiesta a tiempo de seguir regando a Dolores, que ya estaba casi en pelotas para ese momento. Nadie advirtió nada, prendidos del espectáculo.
—Eso no lo puedes probar.
—No hace falta. Han confesado.
—¿Así por las buenas?
—No, por la buenas, no; por las malas. Una tercera persona, que ahora te desvelaré, ha cantado y no han podido negar la evidencia. Los Llano no confesarían nunca porque son de piedra, pero esa tercera persona no ha podido soportar la presión por lo mismo que no ha podido matar con sus manos… Aunque, de todos modos, las pruebas son sólo cuestión de una investigación en marcha sobre objetivos bien concretos. Pero deja que siga, porque todavía hay más. Vamos al segundo crimen. ¿Quién convence a Dolores para que participe en la exhibición de camisetas mojadas en las mismas narices de Carmen?
—Pues… los asesinos.
—¿Tú crees que Dolores se va a confiar al ex marido de Carmen o a su hijo? Quien le propone la apuesta, le propone una venganza. Ha de ser alguien en quien confíe Dolores y que esté al tanto del chantaje a que está siendo sometida por su obsesiva amante. En ese acto, en esa propuesta, hay una complicidad. Los Llano no disponen de esa complicidad ni de esa confianza. Se conocen, pero nada más. A Dolores le hubiera causado extrañeza semejante propuesta viniendo de ellos. No, Julia, no fueron ellos.
—En ese caso… tiene un cómplice. La tercera persona.
—Exacto.
—Y ese cómplice… ¡No me lo digas!: tiene que ser Ada.
—Ésa es una posibilidad muy interesante —dijo Mariana.
—Es ella, sin duda. Está al tanto de lo que sucede entre Carmen y Dolores, de su relación y del chantaje a que la está sometiendo. Además siente celos de ambas y las castiga a las dos. Y, por otra parte, como secretaria de Carmen es una persona acostumbrada al orden, ha de prever cosas, de planificar, posee sentido de la estrategia. ¡Es tu cómplice! —exclamó Julia, entusiasmada.
—Bien visto. Pero falta algo para completar el retrato. Recapacita: en ese caso, ella deja morir a Carmen, a la que amaba a pesar de todo, no lo olvidemos.
—Pero se deshace de Dolores, a la que detesta por ser la amante preferida de Carmen. ¡Cáscaras! Está metida en una espiral vertiginosa y no puede parar.
—Y entonces trata de acabar también conmigo, que según tú le caigo bien. Eso, más que una espiral, es un ataque de demencia furiosa.
—Has dicho que el asesino mata para no ser descubierto. Eso es lo único que le importa. Se juega la vida.
—Es verdad.
—¿Entonces?…
—Ada es pasiva y sufriente y ama a Carmen, por lo que sería incapaz de matar al objeto de su amor. Vive con ello, ése es su destino. Se mata al amado por amor cuando vas a perderlo irremisiblemente, no cuando lo tienes, aunque sea de segunda mano. En un carácter como el de Ada, los celos no dan para tanto. Ella lleva soportando la situación durante mucho tiempo ¿por qué precisamente ahora va a tomar esa decisión tan tremenda? Reconozco que nadie está a salvo de un arrebato. Yo estaba segura de la autoría de los Llano en la muerte de Carmen, pero la muerte de Dolores y el intento de asesinarme a mí me resultaban una incógnita. En el caso de Dolores, no empecé a tener sospechas hasta que uní el móvil con la idea del cómplice. Y sólo cuando fui agredida comprendí quién era el cómplice, el tercer hombre. La respuesta estaba en su actitud: ¿por qué no me tiró al Nilo? Al no hacerlo, insisto, firmó con su nombre.
—¿Quién? ¿A quién te refieres? ¿Qué firma? —preguntó Julia atropellándose sobre su propia ansiedad.
—Es evidente: el único que tiene la cabeza estratégica que les falta a los Llano, Pedro Guzmán.
Julia se la quedó mirando boquiabierta.
—Esa noche, si te acuerdas, yo me quedé sola en el salón, apurando un whisky. Todo el mundo se había ido a dormir porque de madrugada salíamos para Abu Simbel. Entonces se me acercó y charlamos un poco; al despedirnos subí a la terraza porque necesitaba el aire de la noche.
—Ahí fuiste una inconsciente —dijo Julia.
—Te lo juro, no le oí llegar, me sumí en el sueño del anestésico antes de poder pensar que me iba al otro mundo, no me enteré de nada. Cuando al despertar me dijeron que me habían cloroformizado entendí por qué ninguna de las dos víctimas anteriores trató de nadar para ponerse a salvo, que era lo que me obsesionaba, sobre todo en el caso de Dolores. Por eso el forense consideraba las muertes como accidentes: ni trataron de nadar ni había señales de lucha, sólo encontró sus pulmones llenos de agua, lo típico de un ahogamiento.
—Así que, después de todo, Pedro sólo te atacó para cubrirse.
—Su terrible huida hacia delante acaba ahí, en una pirueta imposible que le habría salido bien si no fuera porque era yo el objetivo. Pero tenía que matar y eso es justo lo que no estaba dispuesto a hacer él directamente. En cambio, con su oportuna intervención, mi salvador alejaba toda sospecha sobre él. Estaba muy bien pensado para ser una improvisación. No creo ni que lo consultase con sus socios. El tiempo se le venía encima. ¿No te has dado cuenta de que todo el crucero ha estado de los nervios, alternando encanto e irritación a partes iguales? Por eso se ha derrumbado al final: estaba al límite.
—Así que, aunque parezca increíble, lo que te salvó es que tú le gustabas y no tuvo redaños para hacerlo porque estaba demasiado cerca de ti. Eso es compasión —dijo Julia; había un velo de tristeza en su voz.
—Pedro tiene un sentido de culpa y una humanidad de la que carecen los Llano; Pedro es un cómplice, no un asesino; al menos, no un asesino por sus manos. La culpa pesaba tanto que no podía consentir en mancharse las manos; cerrarme a mí la boca era ya una cruz demasiado pesada de llevar, por eso trató de alejar toda sospecha hacia él fingiendo ser mi salvador y eludiendo mi muerte. Él pactó con Dolores, con quien sí tenía confianza por el trato con sus padres; por eso pudo también pactar con Griffin la excusa de que la chica estaba en El Cairo por vergüenza. Y le propuso a ella la broma y se encargó de hacerlo porque era el único que podía atraerla a la muerte, pero su conciencia lo soportaba mal. Antes de que Ricky, que aguardaba escondido, la arrojara por la borda ya era cómplice de un asesinato alevoso, ahora se convirtió en un coejecutor por fatalidad, pues tuvo que llevar al cordero al matadero, es decir, a la cubierta donde esperaba Ricky.
—Pero ¿por qué deseaba la muerte de Carmen? Él no obtenía beneficio alguno.
—Ahora lo sabemos gracias a su confesión. Se derrumbó y te lo resumo: Carmen estaba a punto de tirar de la manta que tapaba el agujero que Llano y él habían hecho en su patrimonio con una serie constante de operaciones de riesgo a través de una especie de empresa paralela creada por ambos con el dinero de Carmen y para beneficio propio. Recuerda que eran asesores de Carmen en una parte de su fortuna. Cada uno por su lado tenía severos problemas económicos. Ignacio ya había tenido problemas antes. Y no me extrañaría saber que el cuñado de ella, el tal Luisón, no desconocía los manejos de Llano, por una conversación que pillé de pasada. No sé qué es lo que llevó a Pedro a enredarse con un miserable como Llano, supongo que la codicia, quizá una situación desesperada, pero a mí también me da pena. Yo sospeché de él después de haberme colado en el camarote de Carmen. Estaba dentro cuando entró alguien, es decir, el asesino, puesto que es el que tenía la llave de Carmen. Tuve el tiempo justo de esconderme. Pasé un miedo atroz porque ahí sí que me vi muerta de verdad. Ésa es la mala suerte: ¿por qué se le ocurriría entrar justo en ese momento? ¿Desconfiaba del escenario y quería revisarlo una vez más? Recuerdo el silencio con el que se movía, pero de pronto hizo algo absurdo: no entró al cuarto de baño. La realidad es que yo creo que él advierte que en el cuarto hay alguien y no duda de quién pueda ser porque sólo podíamos ser Ada o yo: yo tenía acceso a la llave de Ada y él lo sabía. Supuso que era yo con razón, porque yo era la única que andaba zascandileando de un lado a otro en busca de indicios criminales. No sé si te das cuenta de la situación: estaba obligado a descubrirme o a fingir que no se había percatado de mi presencia, pero descubrirme significaba descubrirse él; entonces sí hubiera tenido que matarme, lo cual le espantaba. Ambos estábamos cogidos en la misma trampa. De modo que fingió echar un vistazo al camarote como coartada para justificar su inesperada visita. Fue una actuación de cara a quien estuviera escondido en el baño, un aviso: «Estoy aquí, no se te ocurra descubrirte porque no tendré más remedio que actuar», e inmediatamente se largó. Era alguien que no quería llegar a matar y habría tenido que hacerlo personalmente. Se fue confiado en que yo no lo reconocería; y no lo reconocí hasta que más tarde me puse a pensar por qué no quiso descubrirme.
—No contaba con Miss Intuiciones —comentó Julia con una especie de alivio jocoso.
—Entonces me di cuenta —prosiguió Mariana— de que no podía ser sino Pedro: cualquiera de los Llano no me habría dejado escapar y yo ya sospechaba de los tres, aunque no me decidía por uno en concreto. Es gracioso, al final han resultado ser los tres. Evidentemente, el que pisaba el camarote de Carmen en aquel momento angustioso, aparte de Pedro, no podía ser Ignacio, sino, en todo caso, Ricky, porque el ruido de la silla es inconfundible. Imagina el desconcierto total de la policía si me llegan a encontrar muerta allí: habría sido una ocasión magnífica para ellos, no podrían desperdiciarla: se deshacían de mí, la única persona que sospechaba la verdad, y sembraban la confusión más absoluta. Pero no era Ignacio ni tampoco Ricky, que sin duda es tan amoral como su padre. Esos dos eran claramente sospechosos desde el principio, pero por su historial, historial que fue el que me movió a conectar con los abogados de Carmen. No. No era ninguno de los dos; era Pedro.
—Te perdonó la vida.
—Y siempre tendré que agradecérselo, ésa es la verdad.