Mariana escuchaba un rumor apagado y dulce, inidentificable, que le hacía sentir una confortable gratitud. Le trajo el murmullo de las olas del mar llegando perezosamente a la arena. Le trajo el abrigo del sol, una caricia táctil que recorría su piel y penetraba hacia dentro. Le trajo una suerte de conciencia del flujo de su propia sangre en forma de calor. El murmullo, la caricia, el calor, los percibía a ciegas, sumida en la oscuridad, como un contenido vaivén de sensaciones que iban despertando poco a poco en su interior y que, al extenderse, alcanzaban la piel, la cual era la que recibía primero, antes que el oído, el rumor apagado y dulce de unos sonidos que aquélla enviaba finalmente a éste, sonidos gratos, acogedores, placenteros.

Quizá estaba soñando, soñó. En todo caso no deseaba despertar sino permanecer en ese estado, fuera del tiempo, dejándose llevar por la corriente río abajo, como la ninfa dormida. Un río. Un mar también. Soñó que la luna iluminaba la arena y que, a su luz, tomaba un color gris seguido de un escalofrío. Entonces trató de alejarlo con algún movimiento inconsciente, pero real, y al instante notó una presencia cercana que la confortaba. El calor volvió a la sangre, que sentía fluir con toda viveza, como si discurriera con apresuramiento para apartar la sensación de frío. El rumor había desaparecido, pero la presencia era tan grata y confortable como aquél. Soñó que probaba a mover su cuerpo y que éste la reprendía por intentarlo, por probar a remover la sensación de confortabilidad que la protegía.

De pronto percibió una cercanía física tan intensa junto a su rostro que estuvo a punto de hablar. Al menos entreabrió la boca por alguna causa sensible y como respuesta inesperada y, al mismo tiempo, consecuente, recibió el largo y dulce encuentro de otros labios en sus labios.

Un beso interminable y apasionado que la devolvió a la inconsciencia con amorosa beatitud.