Julia se revolvió entre sueños y sintió frío y a la vez un golpeteo dentro de su cabeza, seco y espaciado. El sueño, de perfiles nítidos, se estaba diluyendo poco a poco, debido a la insistencia de aquel persistente toc-toc que había irrumpido de repente y lo borraba todo, primero como si las figuras del sueño se hinchasen desmesuradamente, y luego como si todas se fundieran unas en otras hasta dejar una masa plana, cada vez más dura, donde repicaba el golpeteo. Entonces abrió los ojos en la oscuridad. Oh —pensó—, es la hora. Salimos de viaje y hay que levantarse. Se dio la vuelta y volvió a sentir frío. Ah —se dijo—, es la hora de madrugar para ir al desierto.
—Seniora Cruz, seniora Cruz.
Julia abrió los ojos de nuevo y levantó la cabeza. Alguien la estaba llamando. Los golpes en la puerta sonaron con claridad y entendió que la urgían desde afuera del camarote. Hora de levantarse. Abu Simbel.
—Seniora Cruz, abra, por favor.
Julia se incorporó en la cama, busco a tientas el interruptor de la luz, se quedó unos segundos meditando con la mente aún confusa, adormilada, y en un golpe de decisión saltó al suelo, rodeó el lecho, avanzó hacia la puerta y se pegó a ella para contestar. Dijo:
—Ya va, ya va, gracias. —Y en ese momento, al apoyar la mejilla derecha contra la madera, puso la vista sobre las camas, lo que le provocó un sobresalto que la obligó a mirar con ansiedad, repentinamente despierta, todo a su alrededor: la cama de Mariana estaba vacía; y no sólo vacía, estaba sin abrir.
—Seniora Cruz, por favor.
Abrió de golpe la puerta, tal como estaba en camisón, y se dio de manos a boca con un sirviente que se disponía a llamar de nuevo.
—Seniora, el doctor llama, urgencia…
Julia cogió su bata presa de ansiedad y se la fue vistiendo a la carrera tras los pasos del sirviente. En segundos atravesó el pasillo, salió al rellano circular que se abría sobre la planta de recepción, lo recorrió volando, adelantó al hombre que jadeaba por delante de ella y se precipitó hacia las dependencias de popa donde se hallaba la enfermería. Allí se encontró con una visión espantosa.
Mariana yacía inmóvil en una cama de hospital, cubierta con lo que parecía ser una bata que dejaba su cara y sus piernas desnudas al descubierto. Estaba pálida, con los ojos cerrados y los brazos también desnudos y extendidos a lo largo del cuerpo. Junto a ella se encontraba el médico de a bordo, que en ese momento se dirigía al capitán, situado al otro lado de la figura yacente. Un poco más allá, lívido y descompuesto, estaba Pedro Guzmán y, a su espalda, la enfermera. Todos se hallaban bajo una luz halógena que iluminaba la escena con un frío resplandor blanco. Sobre una banqueta estaba medio recogida la ropa de Mariana.
Julia Cruz primero se precipitó sobre el cuerpo de su amiga y luego se encogió ante ella como si pretendiera exorcizarla. Sólo entonces se dio cuenta de que respiraba débilmente, pero con regularidad y, como si tuviera miedo de tocarla, se dio la vuelta hacia el médico en primer lugar y al capitán después en un mudo ademán de interrogación. Este último hizo un gesto entre comprensivo y benevolente hacia ella antes de empezar a hablar.
—Afortunadamente —dijo—, su amiga sólo está bajo el efecto de una fuerte dosis de cloroformo. El señor Guzmán la encontró tendida en la cubierta superior hace menos de media hora. El doctor la ha examinado y parece que se encuentra bien, salvo por las consecuencias naturales del anestésico. El tiempo que ha debido de estar a la intemperie ha sido mínimo.
Al conjuro de estas palabras, se relajó y sólo entonces pudo darse cuenta, al sentirse invadida por la debilidad, de la tensión a la que había sometido a su cuerpo desde el momento en que saltó de su cama. Estuvo a punto de echarse a llorar, pero no pasó de ahí, ayudada por una especie de euforia que se extendió de dentro afuera simultáneamente a la flojera de la relajación. Con las manos cruzadas sobre el pecho, contempló a su amiga con una especie de devoción semejante al ademán de una acción de gracias. Después solicitó permiso para quedarse junto a Mariana hasta que ésta recobrara el conocimiento, lo que el doctor le concedió antes de despedirse.
—Esté usted tranquila por su amiga. Yo me retiro hasta que despierte y entonces volveremos a observarla. —La enfermera lo acompañó y ambos se alejaron por el pasillo hablando entre sí.
El capitán se despidió también con un animoso apretón de manos. Tras él estaba Pedro Guzmán como si quisiera esquivarla, y Julia le retuvo tomándolo de la mano y se abrazó a él en un gesto de fervorosa gratitud que el otro devolvió con calor, sin duda —pensó ella—, aún impactado por el hecho de ser él quien había hallado a Mariana en el estado en que la encontró y, sin duda también, por el repiqueteo en su conciencia de las incontables veces que se había chanceado de ella a cuenta de la insistencia de su amiga en la criminalidad de las desapariciones de Carmen Montesquinza y Dolores Beaudine. Pedro explicó que subía por la escalera cuando oyó un ruido como de lucha y lanzó una voz pensando que sería algún sirviente que aún trajinaba por la terraza, pero entonces oyó un golpe en el suelo, corrió arriba y encontró el bulto de Mariana tendida en el suelo. Ahora se daba cuenta de que había interrumpido al agresor en el momento en que se disponía a arrastrar el cuerpo de Mariana para arrojarlo por la borda, pero entonces sólo se preocupó por atender a Mariana.
—En realidad, no pensaba más que en llevarla abajo, pero fue al cogerla en brazos cuando me percaté del olor a cloroformo, sólo que no quería dejarla allí y la llevé con el médico. Cuando volví a la terraza ya no había nadie. Quien la atacase se escondió, primero, y se escabulló después.
Sí, porque esta agresión demostraba de modo fehaciente la existencia de un asesino que se había cobrado dos víctimas y lo había intentado con una tercera. Al percatarse de ello, Julia sintió un escalofrío y dirigió maquinalmente la mirada al pulsador que colgaba junto a la cama.
Alguien había atacado a Mariana y podía volver a intentarlo de nuevo. Por un momento se sintió desprotegida, sola en la enfermería, porque Pedro y el doctor se habían retirado, y se levantó a cerrar la puerta como primera medida de precaución, aun sabiendo que no sería eso lo que detendría al asesino. No era más que una simple y necesaria actitud de protección. Y precisamente cuando estaba cerrando, una pregunta que cruzó por su mente la inquietó de modo muy distinto: ¿por dónde huyó el asesino? Es evidente que tuvo que utilizar la misma escalera por la que descendió Pedro con Mariana en brazos. Debió de hacerlo prácticamente siguiendo a Pedro y Mariana. Lástima que no se hubiera percatado. Ahora se daba cuenta de que tendría que haber retenido a Pedro antes de que abandonara la enfermería con los demás, para no quedarse sola; el reflejo le había fallado a causa de su propia confusión, pero no se atrevía a salir a buscarlo porque quizá el asesino estuviese cerca, acechando la ocasión de rematar su faena.
De pronto se percató de que tenía aún la mano en el picaporte de la puerta, porque alguien trató de moverlo desde el exterior. Al momento sintió un ramalazo de pánico y en el mismo instante dudó entre sujetarlo con fuerza para evitar al intruso, o abrir de golpe y sorprenderlo. Durante el mismo instante, su mirada recorrió como un relámpago el conjunto de la habitación en busca de algún elemento que pudiera servirle de arma. Un segundo después, el intruso comprendería que había alguien tras la puerta. La instantaneidad la hizo actuar por reflejo. Y preguntó:
—¿Quién hay ahí?
Tras un instante de vacilación, la respuesta llegó nítida.
—Soy yo, Ada.
Aún perdió unos segundos en tranquilizar a su corazón, que estaba latiendo desbocadamente. Después, algo más relajada, abrió con brusquedad, como si se tratara de una advertencia.
—¿Qué haces aquí, despierta a estas horas? —preguntó; al mismo tiempo pensó que no sabía la hora que era.
—Es que no podía dormir y he oído pasos y voces en el pasillo.
—Ya. Pero ¿qué haces aquí?
Ada titubeó.
—Venía…, venía por el pasillo y me he encontrado a Pedro Guzmán, que me ha contado lo que le ha ocurrido a Mariana. Venía a interesarme por ella…
Julia seguía ocupando el marco de la puerta abierta, ocultando deliberadamente la vista del interior de la habitación.
—Está bien. Está descansando. Ahora no se la puede molestar.
—Ah… Me alegro; me alegro mucho —se mantenía indecisa—. ¿Puedo verla? —dijo por fin—. Sólo verla. Un momento nada más. Por favor.
Ada estaba vestida con una bata sobre el pijama, y sus brazos colgaban a lo largo del cuerpo.
—Pasa —dijo a Ada.
Pensó que necesitaba compañía para ordenarse un poco. Los pensamientos saltaban como insectos dispersándose en todas direcciones bajo el impacto repentino de un golpe de luz en medio de la oscuridad.
Durante una media hora permanecieron junto a la cama, casi siempre en silencio, sin que a ninguna de las dos se les ocurriera hacer conjeturas, dejando que el tiempo pasara como un lento y confiable animal. Julia aprovechó para subir por sus zapatillas, porque con las prisas había salido descalza del camarote; a la vuelta le asaltó la idea de que si Ada era la agresora, había dejado a Mariana indefensa. ¿Cómo no había recordado antes que Ada pertenecía al círculo de sospechosos? Corrió entonces a la enfermería, entró en tromba y para su alivio, la encontró velando a su amiga; fueron apenas cinco minutos, pero la inquietud había prendido en ella, y con el mayor tacto despidió a Ada y volvió a quedarse sola con Mariana.