Cuando Julia llegó a la puerta de su camarote, un repentino flash de la memoria la obligó a volver sobre sus pasos. Ahí estaba, en el rellano de la escalera, la evidencia que habían dado tan por supuesta que ni ella ni Mariana se habían percatado de su singularidad. En efecto: hasta ese momento, Julia no se había preguntado cómo podía acceder Ignacio Llano a la terraza, donde tantas veces se habían encontrado durante el viaje; sencillamente, le encontraban allí y les parecía lo más natural. Pero Ignacio Llano estaba impedido, y aunque la silla de ruedas, plegada, cabía por la escalera y a él mismo se lo podía llevar en brazos, aunque con notable dificultad debido a su peso, lo natural era que el minúsculo ascensor unipersonal llegase hasta la última cubierta. Así era y, como pertenecía a la estructura del barco, todo el mundo lo tenía asumido, es decir: a nadie le llamaba la atención. Y, sin embargo, revelaba algo extraordinario: que Ignacio Llano, que se retiró de la fiesta siguiendo los pasos de Carmen Montesquinza, pudo haberse presentado sin dificultad en la terraza la noche de la desaparición de esta última. Él había declarado que subió con su hijo Ricky a su camarote, pero ¿y si no fue así? ¿Y si él subió a la terraza mientras Ricky, cargado con la silla, alcanzaba a Carmen y le proponía subir a esa misma terraza a tomar el aire para reponerse del espectáculo que tanto parecía haberla conmovido? Eso sí casaba con el breve plazo de tiempo en que Carmen se hizo invisible camino de su camarote.
De pronto se dio cuenta de que estaba más metida en la sospecha de lo que hubiera imaginado. Evidentemente, la idea que se le acababa de ocurrir acerca de una hipotética conducta criminal de los Llano padre e hijo no tenía muchos visos de realidad, pero sí resultaba significativa en lo concerniente a su estado de ánimo. Ahora veía que la idea del crimen se había venido afincando en ella con más fuerza de lo que hubiera supuesto. ¿O acaso venía rechazándola por oposición a la actitud de su amiga, por el fastidio que le causaba verla sumida en una investigación medio paranoica en vez de estar disfrutando de un viaje que probablemente no volvería a repetir, o al menos no en estas condiciones de lujo y confort? Desde el momento en que recibió, a través de Pedro Guzmán, la invitación procedente del magnate árabe a cuyo servicio estuvo más de un año como arquitecto, trabajando en uno de los proyectos más exitosos de su carrera, en lo único que pensaba era en esas vacaciones ofrecidas que, de inmediato, planeó compartir con Mariana y sólo con ella.
La razón era bien sencilla: a lo largo de su corta pero intensa amistad con Mariana desde que se conocieron en G…, había compartido con ella muchos de los pequeños placeres de la vida dichosa, tales como la comida, el vino, la playa, las excursiones de fin de semana por toda Asturias, las horas felizmente perdidas a la orilla de un río, la luz atravesando el follaje de los castaños, las nieblas fantasmales que comían las crestas de los montes, las brumas del atardecer en un día gris o el rumor de la tierra en el verde paisaje después de la lluvia… de manera que Egipto se alzaba como una tierra exótica y fabulosa y distinta, la cuna del mundo esperando a ser descubierta, contemplada y sentida por las dos amigas como un regalo de los dioses antiguos.
En cambio, se les había pasado el viaje haciendo conjeturas desde la desdichada desaparición de Carmen Montesquinza; sobre todo a Mariana, pero también le afectaba a ella. Al final, aunque trató de desprenderse de la atadura de la fijación que abstraía a Mariana, no lo había conseguido. Al fin y al cabo, habían venido para estar juntas, así es como concibió el viaje. Que hubiera dispuesto de más tiempo para ella, sola o en compañía de otros, habría sido una solución ajena al espíritu del viaje.
Así que ahí estaba: la obsesión. Anidada en su amiga, era para ella un foco de desazón cada vez que se hacía presente. Por eso estaba contemplando, muy a su pesar, el carril por el que se desplazaba el ascensor estacionado en la planta baja con el interés que tendría que poner en las ruinas de la antigua Abu. Su pequeño descubrimiento, sin embargo, no dejaba de crearle un ligero y excitante cosquilleo. Es curioso ver cómo las cosas que están a la vista son, en muchos casos, las que pasan más inadvertidas, no porque no se vean, pues están ahí para ser vistas o usadas, sino porque su misma funcionalidad oculta su singularidad. Por tanto, si Mariana tuviera razón, si tras la desaparición de Carmen Montesquinza hubiera una intención ajena a ella, la imposibilidad física de Ignacio Llano dejaba de ser tal y la autoría del crimen, si es que era un crimen, lo acogía como un relevante sospechoso.
Sólo quedaba la cuestión del móvil y éste no era difícil de adivinar. El dinero. Bastaría ordenar una investigación de cuentas para ver si aparecían indicios de alguna clase de malversación de fondos o de simple ruina personal para comprobarlo.
¿Y si no aparecían?
Julia comprendió que siempre habían dado por natural la presencia de Ignacio en la terraza sin cuestionarse nunca cómo había llegado hasta allí porque no había nada que cuestionar: él subía y bajaba. La cuestión es que ahora eso tenía un significado que antes no. En el día a día, él llegaba y punto, eso era cuanto había que aceptar. Pero él y su hijo fueron los únicos que salieron tras Carmen; según sus declaraciones no habían vuelto a verla, lo que resultaba un tanto inverosímil, dado que el espacio de tiempo que los separaba era mínimo. De Carmen se sabía que no había abierto la cama, que quizá no llegó más que a desprenderse de su anillo antes de subir a la terraza fatídica. Lo más probable era que Ricky la alcanzara en el pasillo y subiera con ella a la terraza, donde Ignacio esperaba.
Por fin se resolvió a bajar. Tenía que contarle esto a Mariana, aunque quizá se llevara el chasco de comprobar que Mariana ya había considerado esta posibilidad. En todo caso, se lo debía. Julia seguía sin creer en un crimen, pero la fidelidad a su amiga la empujaba a hablarlo con ella. Y, en todo caso, aprovecharía para llevársela a la cama porque necesitaba dormir y quedaban muy pocas horas antes de la salida hacia Abu Simbel, en plena madrugada. De hecho, todo el mundo debía de estar ya durmiendo. El silencio en el barco era absoluto.
Julia se asomó al salón-bar, pero no vio a Mariana. El salón estaba vacío y a oscuras, tan sólo una tenue luz al fondo, a la altura de la barra, indicaba que alguien del servicio aún estaba recogiendo y dejándolo todo preparado para el día siguiente. Claro que al día siguiente, a la vuelta de Abu Simbel, sólo les quedaba a los pasajeros cerrar las maletas y salir para el aeropuerto rumbo a El Cairo. Este pensamiento la deprimió. Se acabó el viaje —pensó.
Dio media vuelta, indecisa, y se encontró en medio del hall, ante la presencia del encargado de la recepción, que dormitaba en su silla. El vacío y el silencio le parecieron desconsoladores. ¿Dónde estaría Mariana?
Mariana, con las manos firmemente cerradas sobre el pasamanos de la barandilla de estribor, contemplaba las estrellas con deleite. La noche africana estaba llena de olores y rumores, la bóveda celeste se abría sobre el agua oscura como un espacio de libertad sentida, algunas luces de la ribera oeste se reflejaban en la superficie del río delimitando la orilla, el aire era grato y ligero y se alegraba de haber podido cambiar el frío artificial de los acondicionadores por la sensible frescura del natural. Si el calor apretaba durante el día, haciéndolo aplastante cuando el sol te tocaba de lleno, las noches enfriaban considerablemente la temperatura, y era el momento preferido de Mariana para subir a la última cubierta y dejarse invadir por la dulce inconsciencia de los sentidos para disfrutar de un delicioso fin del día, alejada ya de la visita turística de turno, la inevitable caminata adocenada en pos del guía, casi siempre agitado, movido, apurado como el día mismo, el calor y la arena. Pero esta noche era especial, era la noche pura y suya.
De pronto reflexionó que apenas había visto el desierto, con excepción del que se extendía al pie y a los lados de la formación montañosa que recogía el templo de Hatshepsut y el Valle de los Reyes. Lo había vislumbrado en otros momentos, sí, pero no podría decir que había pisado el desierto inacabable ni llegado a un oasis donde descansar tras hacer la ruta. Y no lo vería esta vez, salvo si lograba mantenerse despierta en el pulman camino de Abu Simbel, porque sólo había conseguido alargar el viaje un día más para visitar El Cairo y el abigarrado Museo de Egipto, donde al parecer se apilaban tantas reliquias maravillosas que se solapaban unas con otras y aturdían al visitante con la confusión de su belleza.
Cuando los sacasen de la cama a altas horas de la madrugada, recorrerían el desierto bajo el grisáceo resplandor de la noche iluminando la arena. Habrían podido volar de Asuán a Abu Simbel por un vuelo doméstico de Air Egypt, como varios de los componentes de la expedición, pero la idea de recorrer el desierto de noche y contemplar la luz gradual del amanecer descubriendo el color de la arena que pasa del suave gris al sensual dorado, como precediendo el retorno cotidiano de los dioses antiguos a la tierra, le parecía mucho más excitante y placentera que la de contemplarlo a vuelo de pájaro. Ella prefería verlo y recibirlo desde el suelo, entre sueños, dejándose llevar dentro del tiempo.
Ésta era la última noche en el río y quería apurarla. Sentía una paz interior a la vez densa y ligera, y su preocupación por los crímenes se había retirado a un segundo plano ante la dulzura, la emoción, la serenidad y el hermoso silencio de la noche egipcia. Pero se había hecho muy tarde y encaminó sus pasos hacia la escalera de caracol.
Apenas tuvo tiempo de percibir una presencia extraña que la abrazaba. Las sensaciones parecieron suspenderse durante un instante; al siguiente, una masa blanda le cubrió la nariz y la boca y cuando fue a respirar para deshacerse de esa apretura, perdió la cabeza y el sentido, se le aflojó el cuerpo y desapareció de sí misma.
Luego se escuchó un golpe seco contra el suelo, seguido de una quietud expectante. Después, el sonido casi imperceptible de unos pasos. Y, por fin, el silencio se apoderó definitivamente de la cubierta.