Cuando Julia se retiró, fue a su camarote con la firme intención de aprovechar el sueño porque no confiaba en dormir en el autobús, aunque se tratase de un pulman tan lujoso como el que los acompañaba por tierra durante el viaje, un servicio fiel que se desplazaba por la orilla para estar a punto y a disposición en cada atraque. Pensaba retirarse, en efecto, pero, justo en el amplio rellano que daba paso a los camarotes de proa, se encontró con Ada. Lo cierto es que ella nunca había cruzado palabra con Ada más allá de las normas de cortesía, pero esta vez algo en la actitud de la secretaria de Carmen le hizo entender que la buscaba a ella, lo que despertó su curiosidad.

A juzgar por lo que Mariana le había ido comentando acerca de Ada, ésta resultaba ser un misterio para Julia. ¿Era realmente una sometida? ¿Era una buena profesional o una secretaria postiza? ¿Cuál era el verdadero motivo de su resentimiento hacia los Montesquinza, el mal trato recibido, el desprecio, o la conciencia de ser un apéndice impuesto a capricho por la jefa del clan? Había una evidente disparidad entre ser una presencia impuesta en la casa familiar que probablemente detestaban todos ellos —y de la que, al no poder echársela en cara a la matriarca, se desquitaban con su protegida— y ser objeto de desprecio a causa de su inclinación sexual propiamente dicha.

Ada sólo quería hablar con ella preocupada por su última conversación con Mariana, que, al parecer, había terminado de manera un tanto brusca por un malentendido del que ella se culpaba.

—Sugirió que yo podría ser sospechosa de haber matado a Carmen.

—¿Eso dijo? —bromeó Julia—. Bah, no le hagas caso, es su oficio; y ser sospechoso de un crimen no significa ser un criminal, sino haber tenido alguna probabilidad de haber cometido el crimen. Si vamos a eso, yo también podría ser sospechosa. Además, tú estabas en la fiesta cuando Carmen se fue de allí ¿cómo podrías haberla arrojado por la borda?

—Yo… la verdad es que yo no estaba allí —confesó Ada.

—¿Cómo que no estabas? Yo te vi seguir con toda atención —recalcó suavemente Julia— la exhibición de Dolores Beaudine.

Ada se sonrojó.

—Era una muchacha muy guapa. Muy guapa —repitió con lo que a Julia le pareció un destello de añoranza.

—Pues esa atracción por la chica es la que podría salvarte de toda sospecha.

—Pero es que yo…, yo salí poco después de que Carmen se retirase porque tampoco soportaba la situación en la que la había puesto Dolores.

—Y la seguiste y la convenciste para que te acompañara a la cubierta superior y allí la tiraste al río ¿no? —dijo Julia, amoscada—. Anda, no me hagas caso, es una broma estúpida. Vale.

Ada la miró con frialdad.

—Naturalmente que no —dijo tras unos instantes de silencio—. Yo me quedé en el hall, bajo la escalera, muerta de celos porque sabía por qué se retiraba Carmen y no me producía el menor placer seguir viendo aquella obscenidad. Tendría que haberme alegrado de ver a Dolores convertirse en una tirada a los ojos de Carmen, pero no me alegré. Estaba rota y nunca me hubiera atrevido a seguir a Carmen porque habría sido terriblemente humillante para las dos.

Julia pensó en el dolor que debió de haber sentido esa noche, un doble dolor que tuvo que haberla herido profundamente. Lo que se preguntaba es cuál habría sido su reacción, ¿quedarse allí bajo la escalera, o correr tras Carmen dispuesta a descargar sobre ella todo su agravio?

—Pero tú sabías cuál era tu papel junto a Carmen —argumentó Julia; y añadió, por si acaso se molestaba otra vez—: Estoy al cabo de la calle.

—Todos sabemos cuál es nuestro papel, sabemos que siempre dependemos de alguien y tratamos de engañarnos porque hay que vivir. ¿Acaso tú no? ¿Mariana tampoco? Lo sabemos, y eso no nos defiende de la humillación y de las agresiones. Yo soy nadie y nadie me considera…

—Querrás decir en la familia Montesquinza —interrumpió Julia.

—Tú no has sentido la marginación —dijo Ada con brusquedad—. Tienes una profesión que viene de unos estudios que tus padres te han pagado. Llevas mucho andado, para empezar. A ti te han acompañado para llegar adonde querías. —A Julia le impresionó la amargura que de pronto teñía las palabras de Ada.

—Yo no te considero mal y Mariana tampoco. No te hemos dado ni el menor indicio, así que no te equivoques a la hora de lamentarte.

—Te he ofendido.

—No, no es eso. Pero vamos a dejar este asunto y volver a lo anterior. ¿Sabe Mariana que tú te fuiste también de la fiesta, poco después que Carmen?

—No lo sé. Supongo que no. Me pesa habérselo ocultado.

—Una ocultación muy conveniente —dijo Julia.

—¿Pero tú crees que las muertes no han sido accidentales?

—Quien lo cree es Mariana. Yo no estoy segura.

—Pues Mariana tiene que andarse con cuidado si ésa es la verdad.

—¿Con cuidado? ¿Por qué? ¿Es una amenaza?

—¡No, por Dios! —exclamó Ada con irritación mal contenida—. Me refiero a que, de ser cierto, el único peligro que corre el criminal de que su plan se cumpla sin consecuencias es la insistencia de Mariana.

—Cierto. Pero es que yo no creo en los crímenes. ¿Y tú?

—Yo no sé qué pensar.

—Pues habla con Mariana, porque ya sois dos.

—No me atrevo. He sido desagradable con ella.

—¡Uy! Por eso no te preocupes. Mariana está acorazada. Pero dime una cosa, ¿cómo era Carmen? ¿Era atenta contigo? ¿Era tan dura como parece? Tú la has conocido en absoluta intimidad.

—No voy a contarte nada.

—No pretendo que me describas vuestros encuentros amorosos; te pregunto por ella, por su verdad, por sus sentimientos.

—Era muy fuerte, muy fuerte. Sabía ser cariñosa. Tenía detalles encantadores. Pero, de repente, podía cortarte en seco, sin mediar palabra, o pasar de ti hasta que decidía volver a cuidarte. Era una tirana y era muy dulce también, pero dominaba su dureza, como si se arrepintiera de sus arrebatos de dulzura. Yo aprendí a conocerla, por eso me sentía bien a su lado. En cambio, esa niña…

—¿Dolores?

—Era caprichosa, desleal, una mimada que no sabía contenerse, una maleducada.

—Ya veo que no te caía bien. (Y —pensó Julia mientras seguían hablando— que el amor de ellas dos era más apasionado que el vuestro, pequeña cautiva).

—La odiaba.

—No sé si te das cuenta de que me estás llenando de motivos para que Mariana piense que sigues siendo una estupenda sospechosa.

—No me importa. Todo se ha ido a la mierda, así que me da igual lo que piensen de mí, Mariana o quien sea. También es una manera de quedarme libre ¿no es cierto?

—También, pero no me parece que ésta sea la libertad que tú habrías elegido.

—Yo no quería elegir.

—Si no hubiera sido Dolores, habría sido otra. Tu elección era mala.

—Supongo —dijo Ada con voz triste.

—Hay gente que se acomoda a la adversidad. A lo peor, eso es lo que te ha ocurrido a ti. Una vez que coges la costumbre, cada día que pasa es más difícil deshacerse de la dependencia y cada día duele más que te hagan de menos. Por mucho que ames a alguien y estés dispuesta a entregarte a fondo, hay que hacerse valer.

—¿Por qué? —protestó Ada—. ¿Por qué tiene que ser siempre así?

—¿Siempre? —preguntó Julia.

—Tengo una suerte negra —respondió la otra.

—La suerte se busca.

—La suerte la busca el que tiene dinero para seguirle la pista.

Julia rió, admirada por el ingenio de la respuesta.

—Ya veo que el dinero es algo muy importante en tu vida.

—¿En la tuya no?

—No tanto, me parece.

—Entonces es que te han cubierto las espaldas.

—¿De dónde vienes tú?

—Eso es algo que no te importa.

—De acuerdo. No sigamos por ese camino, pero que conste que eres tú la que lo ha puesto al descubierto ¿eh?

—¿Crees que debo ir a pedirle perdón a Mariana?

—Pues no, no creo que ella le haya dado la importancia que tú le das a esa conversación que has mencionado antes, pero tú misma…

—No sé qué hacer… —dijo Ada con gesto pensativo.

—Muy bien. La tienes en el salón de abajo. Si es que no se ha ido en busca de nuevas pistas —dijo Julia con cierta retranca. Ada se separó de ella y se dirigió a las escaleras, sin despedirse.

Julia permaneció unos segundos en pie en el rellano, un tanto cortada, viendo descender la escalera a Ada e interrogándose sobre la verdadera razón por la que había querido hablar con ella. Luego, mientras se dirigía a su camarote, pensó que Mariana no sólo tenía gancho para los hombres sino también para las mujeres.

—Primero ésta y antes Carmen —dijo a media voz—. Y yo nada, ni hombres ni mujeres, excepto pelmazos como Norman.

Tendría que hacer algo al respecto.