La cena fue un duelo de miradas. Mariana miraba sin disimulo a la familia Montesquinza, de la que faltaban Tati y el abogado, por lo que dedujo que Pedro Guzmán había conseguido un vuelo privado para ellos dos. Julia miraba también, pero con más discreción. A su vez, los Montesquinza respondían a sus miradas de curiosidad con otras de suspicacia. Ada, en especial, no hacía nada por ocultar el fastidio que le producía el escrutinio de Mariana. En otra mesa, Griffin, que se había dado cuenta del intercambio de miradas, miraba a su vez a Mariana con expectación; Norman, por su parte, hacía guiños cómplices a Julia cuando ésta miraba hacia él.
—No hemos analizado suficientemente el papel de Tom Griffin —dijo de pronto Mariana.
—¿Para qué? —preguntó Julia, medio abstraída.
—Como posible asesino —precisó Mariana, y Julia volvió a la realidad como si hubiera sido objeto de un susto mayúsculo.
—Por Dios, Mariana ¿no vas a parar nunca? Eres insaciable.
—¿Por qué no? —insistió Mariana—. Es un buen candidato.
—Muy bien —dijo Julia, enfadada—. A ver: dame un móvil.
—Dame un móvil y culparé al mundo —parafraseó Mariana, divertida—. Si yo tuviera aquí los medios de que dispongo en mi juzgado obtendría información con relativa facilidad sobre la clases de lazos que unen a los Beaudine con Carmen Montesquinza. ¿Quién sabe? ¿Y si no era un muchacho sino un hombre maduro el hipotético amor de Dolores, el que la alejaba de Carmen, el amigo Griffin, por ejemplo?
Julia se la quedó mirando en suspenso. Luego dijo:
—¡Cáscaras! No lo había pensado. —Pero enseguida rectificó—: ¿E iba a matar a su joven amante? No es lógico.
—Sí es lógico si lo miras objetivamente. La gente que nos acompaña, querida mía, tiene toda la pinta de carecer de escrúpulos. Aquí, recuérdalo, no hay glamour sino dinero desnudo; son educados, pero no refinados; son ricos de anteayer. No son fortunas tradicionales, procedentes de la piratería o el pillaje de tiempos pretéritos y consolidados, de maldades antiguas, que ya tienen amortizada la falta de escrúpulos, sino simples creadores de pelotazos, para lo cual hay que carecer de todo escrúpulo moral… y matar, o dejar morir, si es preciso. Si Griffin ve que no puede convencer a Dolores para que calle ¿crees que lo va a detener la pasión? ¿Que va a dejarse prender por ella? Por favor, qué ingenuidad. Reconócelo —continuó diciendo Mariana—. Aquí el problema es que estamos aisladas, carecemos de medios para obtener información fiable, y que nadie se deja interrogar porque estaría bueno: ¿en nombre de qué voy a poder someterlos a un interrogatorio como Dios manda? A nadie le gusta y nadie va a soltar prenda, máxime si quien lo solicita es una especie de juez medio loca, porque eso es lo que piensan; y obsesionada con el crimen. A ver, tú que lees novelas policíacas, imagínate que yo soy la clásica detective brillante que con su sola capacidad de deducción pilla al misterioso asesino. ¿Te parece que puedo hacer el papel? Pues no. No, porque esto no es una novela policíaca al uso, sino un muro de silencio, una fachada amable de gente acostumbrada a ocultar su doblez bajo una capa de cinismo mundano. Así que yo, con mi modesto cerebro, he llegado a conclusiones que hacen factible la idea del asesinato de las dos mujeres, pero de ahí no puedo pasar. Tiene mérito, pero mérito del bueno, ¿no te lo parece a ti?
Mariana y Julia habían abandonado la vigilancia de los sospechosos y ahora se miraban entre sí con el afecto de la amistad.
—¿Sabes que tienes razón? —dijo Julia—. Toda la razón ¡cáscaras! Prometo no volverte a hacer un reproche aunque me vuelvas a dar la paliza con tus deducciones, que lo harás.
—No lo dudes.
Una presencia que se había detenido junto a ellas se alejó al escuchar estas últimas palabras.
—Pedro, qué sorpresa. Siéntate con nosotras —dijo Mariana apartando una silla para él. Pedro Guzmán tomó asiento con un amable gesto de contrariedad. En aquel momento los Montesquinza se retiraban en bloque y también los dos americanos. Entonces Mariana, con su mejor sonrisa mundana, tomó entre los dedos el cigarrillo que humeaba en la mano de Pedro, dio una calada lenta como suspendiendo el tiempo y, dejándose oír por todos, dijo en voz alta—: Le estaba diciendo a Julia que antes de que termine el crucero habré resuelto las enigmáticas muertes de Carmen Montesquinza y Dolores Beaudine ¿no es verdad? —Su amiga se la quedó mirando con los ojos como dos platos—. Pero, ahora que lo pienso, Pedro, no venías a oírnos hablar otra vez de lo mismo, ¿verdad? —preguntó Mariana.
—La verdad es que no —confesó Pedro mirando nerviosamente alrededor. Los circunstantes se alejaron como repelidos por una corriente de frío—. No me haces un favor diciendo lo que has dicho —hablaba ahora en voz baja evitando ser escuchado—, porque lo ha oído todo el mundo. No ganas nada con sobresaltar a la gente y no tienes idea de lo que estás diciendo. ¿Es que me vas a investigar a mí también?
—¿Hay razones para que lo haga? —preguntó ella.
—Ninguna —contestó él con un extraño asomo de rechazo en el gesto.
—Pues no hablemos más de ello, para que veas que te queremos —dijo Mariana, y el rostro de su interlocutor pareció distenderse—. ¿Vienes del aeropuerto? ¿Qué tal ha ido todo? —La facilidad con que Mariana accedió sin protestar a su ruego hizo que aún la mirase con suspicacia antes de contestar.
—Dentro de nada salen para Luxor, donde les espera el comandante Ahmed. Qué duro para la pobre Tati. Menos mal que iba con ella Luciano, que la ayudará a pasar el mal trago.
—Estoy segura de que se ocupará con la mayor dedicación —dijo Julia con un leve toque de malicia que a Pedro le pasó inadvertido, pero no a Mariana.
—¿Ha sido muy complicado?
—¡Uf! —dijo Pedro—, no te lo puedes imaginar. Es una mentalidad completamente opuesta y no acabo de hacerme a ella por más que los he tratado con bastante frecuencia, como podéis suponer.
—Menos mal que tú —dijo Mariana continuando con su discreta campaña de adulación, pero sin devolverle su cigarrillo— eres un veterano en esto de saber arreglar las cosas a gusto de todos.
—Sí, bueno… —ronroneó Pedro, halagado—. Tengo recursos, como es natural… ¿Puedo acompañaros con una copa? Un dry martini me vendría de perilla. ¿Me acompañáis?
—Yo, encantada. Lo mismo —dijo Mariana obviando la mirada ceñuda que le dirigió su amiga—. No pretenderás que me pida un whisky triple —dijo devolviéndole la mirada.
—Yo no digo nada —respondió Julia—, pero un whisky triple sería más adecuado después de la cena que un dry martini. ¿A qué viene este repentino amor por la ginebra? Y, por cierto, también por el tabaco —dijo mirando con toda intención el cigarrillo que Mariana sostenía entre los dedos.
—De toda la vida —dijo Mariana con soltura—. ¿A que me da un aire vamp?
Pedro hizo una seña al camarero más cercano, que acudió al instante.
—Pues lo que os decía —continuó Pedro—. No es fácil conseguir sacar al aire una avioneta en una hora, pero todo es cuestión de dinero e influencias.
—Eso me suena —dijo Mariana.
—Es el murmullo del mundo —apostilló Julia—. Un ruido de fondo aparentemente blanco, pero cancerígeno, como la polución. Y como el tabaco —añadió.
—¿Te has pasado a Greenpeace? —preguntó, burlón, Pedro. Se le veía realmente satisfecho, libre de la pesadilla que había sido para él el viaje a partir de la famosa fiesta de bienvenida.
—Desde que me he enterado de que han desaparecido los cocodrilos del Nilo —respondió Julia.
—No te apures —la tranquilizó Mariana—. Parece que están todos en el lago Nasser. En retirada, pero en su elemento.
—Os veo muy cáusticas esta noche. Al menos, el buen humor es siempre mejor que la obsesión necrófila. —Mariana entendió que con esta frase había querido incorporarse al intercambio de pullas y no dudó en contestar.
—¿Obsesión? ¡Qué va! Tengo la firme resolución de demostrar de modo fehaciente la verdad de estos crímenes despiadados.
Pedro la miró con benevolencia.
—Acabaré teniendo una relación de amor-odio contigo —dijo.
—O sea, una pasión encendida —bromeó Mariana—. Me gusta la idea.
Pedro levantó su copa hacia ella y bebió. En ese momento, su jefe de protocolo se le acercó por la espalda y musitó algo a su oído. Pedro apuró su bebida de dos tragos, se puso en pie, se inclinó ante las dos mujeres y dijo:
—La policía otra vez. El comandante Ahmed está aquí. Menos mal que esto se acaba mañana. Espero que, ya de vuelta, volvamos a encontrarnos en circunstancias más favorables y… menos agresivas —dijo con una sonrisa.
—Yo no te he agredido.
—Sólo te diré que, si de veras hubiese entre nosotros un asesino, nadie daría un céntimo por tu vida tal y como te has comportado últimamente.
—¿Es una advertencia? —preguntó Mariana con un ligero tono de insolencia.
—Es un comentario de amigo que te estima de veras. Afortunadamente para ti, no hay advertencia porque, te lo digo por enésima vez, no hay criminal. Pero si lo hubiera serías una inconsciente y un blanco obligado por haber insinuado que tienes la llave del enigma de las desaparecidas, como tú misma lo calificas. ¿A qué ha venido esa especie de fanfarronada? La gente oye, Mariana, y un verdadero asesino tendría que cerrarte la boca. Y ahora disculpadme; tengo que atender a la policía porque aún quedan muchos cabos por atar antes de que pueda empezar a olvidarme de esta pesadilla. —Volvió a lucir su mejor sonrisa profesional, que no ocultaba un punto de preocupación, y se alejó hacia una mesa próxima.
—¡Jesús! —exclamó por lo bajo Mariana.
—Yo creo que le gustas y mucho —reconoció su amiga.