De repente, Mariana tuvo una inspiración y buscó en su bolso el papel en el que había anotado la razón social del bufete que se ocupaba de los asuntos legales de Carmen Montesquinza. Cuando lo encontró, lo estuvo contemplando atentamente como si se tratara de un criptograma, aunque lo cierto es que sólo contenía la referencia profesional y las señas. Era suficiente. Una idea había empezado a rondarle la cabeza. Evidentemente, aquellos abogados disponían de una información de primera mano sobre los negocios personales y familiares de la familia Montesquinza, así como de las cuestiones legales en torno a ella, incluido el testamento de Carmen. Una de las posibles vías de explicación a su teoría del crimen pasaba por el dinero, es decir, la codicia. El problema era cómo contactar con los abogados desde el lugar en que se encontraba ella y con qué motivo suficientemente convincente. Sin duda, el apoyo de la policía hubiera facilitado mucho las cosas, pero no podía contar con ella, al menos mientras no dispusiera de indicios racionales de asesinato. Tampoco podía alegar su condición de juez y no tenía quien avalase su pretensión con el peso y autoridad suficiente como para abrirle las puertas a la información que necesitaba. Por otra parte, los documentos contenidos en la cartera no le decían nada porque evidentemente faltaban los que habían sido retirados; si pudiera confiar en Ada, quizá… Ella, como secretaria, acaso pudiera aportar pistas. Entonces recordó que aún disponía de la tarjeta de Ada y decidió devolver los documentos a su lugar antes de que aparecieran complicaciones en el horizonte.

Mariana subió a la primera planta, esperó a que dos parejas que salían en ese momento de sus cabinas despejasen el pasillo y se internó resueltamente en él apenas desaparecieron de su vista. Con toda rapidez se llegó a la puerta, la abrió y se metió adentro. Con la ayuda del pañuelo devolvió los documentos a la cartera y ya se disponía a echar un último vistazo a la habitación antes de salir cuando escuchó, con el corazón en la boca, el ruido inconfundible de una tarjeta introduciéndose en la ranura de la cerradura electrónica.

En un segundo se introdujo en el cuarto de baño y se pegó a la pared que se alineaba con la puerta; al quedar ésta entreabierta, Mariana quedaba a su vez oculta tras ella a la inmediata mirada en derredor de quien entrase en el camarote. En el interior del camarote se oyeron unos pasos cautelosos sobre el entarimado e, inmediatamente, un silencio absoluto que la recorrió como una amenaza. Pensó o sintió que el intruso estaba en pie y en silencio, precavido, tan alerta como ella, y contuvo la respiración al tiempo que miraba sobre su hombro derecho. En la repisa del lavabo estaban los útiles de aseo de Carmen e instintivamente alargó su mano hacia unas tijeritas de uñas que recogió con un cuidado infinito. Pero ¿por qué se había detenido el intruso? Entonces le pareció que el silencio cobraba vida y se desplazaba por la habitación. Nunca antes había sentido el peso del silencio como una densidad en movimiento. Procuraba aspirar y espirar el aire por la boca muy despacio, a cámara lenta. Así transcurrieron unos eternos segundos, seguidos de un ligero crujido del entarimado que le contrajeron el corazón hasta que regresó el silencio abrumador. El agobio se hizo mayor cuando la presencia del silencio se desplazó hacia el cuarto de baño. Desde algún punto de la cabina se desplazaba hacia ella. Mariana se pegó aún más a la pared, sintiéndola con todo su cuerpo. El silencio se desplazó de nuevo, ahora alejándose. Tenía la garganta seca y astillada, y un irresistible impulso de toser, producto de la angustia. Un alucinado ¿por qué? le obstruía la garganta. El intruso se había detenido sólo a unos pasos de donde ella se encontraba y lo sentía parado y expectante en algún lugar de la habitación, con todos sus sentidos puestos en alerta, igual que ella, y no dudó de que él la estaba sintiendo también. El miedo era un cable tensado desde el esfínter hasta la glotis y adherido a la pared como una pieza de la estructura del propio cuarto de baño. Sintió la garganta seca y dura y al tragar saliva para ahogar un repentino o imaginario acceso de tos le pareció que producía un escandaloso ruido de succión tal que apretó con tal fuerza las tijeritas hasta que la punta curva la hirió en la palma de la mano. Y de pronto la densidad del silencio disminuyó, éste pareció desinflarse silenciosamente y acto seguido oyó el ruido seco de la puerta del camarote al cerrarse.

Permaneció unos minutos en la misma posición, a la escucha, hasta que le dolieron los oídos. El ruido de la puerta podía ser una trampa para hacerla salir de su escondite. Sólo cuando sintió que el espesor del silencio se había desvanecido y volvía a su ser más liviano se atrevió a dar unos pasos, con la tijera empuñada en alto sobre su cabeza. Después retiró con la punta de los dedos la puerta del baño para poder otear más allá del dintel y, luego de unos segundos agónicos, terminó por asomarse a la habitación, siempre en guardia. El intruso había desaparecido.

Sin osar siquiera sacar la cabeza al exterior, estuvo mirando y remirando toda la habitación, tratando de descubrir cuál había sido la silenciosa actividad del intruso. La cartera de documentos se hallaba en el mismo lugar y posición donde ella la dejara. Aun así volvió a comprobar su contenido, que era el mismo que había tras devolver los documentos. ¿Qué buscaba, pues, el asesino? Porque no le cabía la menor duda de que se trataba del asesino tras cuyos pasos andaba. El desconcierto le resultaba insoportable. Y al cabo de unos minutos de reflexión acerca de sus sensaciones, adquirió la convicción de que el intruso había sabido en todo momento que ella estaba allí. Entonces decidió no contar su aventura: el azar había echado un anzuelo por ella y ahora debía esperar a que se produjera un nuevo movimiento.