Cuando despertó, Ada seguía junto a ella.

—Acabo de darme un chapuzón y tú deberías hacer lo mismo —dijo.

Mariana, atontada y obediente, se puso en pie y se lanzó al agua. Al salir, Ada la esperaba con la toalla para echársela sobre los hombros. Mariana se frotó vigorosamente la corta melena y, de pronto, asomando la cara entre los pliegues de la toalla propuso secarse unos minutos al sol y luego pasar a la terraza a tomar una copa. Viendo a Ada recoger sus cosas en su bolso playero se dio cuenta de que por primera vez no la trataba como a la empleada de Carmen sino como a una igual al resto de los pasajeros, y volvió a pensar en la dureza de su oficio, que la colocaba en una posición inferior, y muy especialmente en la dureza de trato aún mayor con una familia que la soportaba y despreciaba a partes iguales, a ella, que había sido la única persona realmente afectuosa con la matriarca del clan. Y se preguntó si, finalmente, Carmen no la haría, a fin de cuentas, tan de menos como los demás, tanto en la compra de su trabajo como en la compra de sus favores, pues ésa parecía ser la realidad de sus relaciones; con la circunstancia agravante de que Ada se había enamorado de su jefa. Mariana sentía una curiosidad cada vez más acentuada por esto último, pero no se atrevía a preguntar.

—Ada —empezó a decir, moviendo su curiosidad en otra dirección—, ¿recuerdas el momento en que Carmen abandonó la fiesta?

Ada asintió con una mueca triste.

—¿Por qué crees tú que se fue tan repentinamente?

—Por ella —respondió bajando la voz.

—Pero… —insistió Mariana, tratando de precisar— ¿por el disgusto real que le producía el espectáculo o por preservar su propia figura de dama educada? Al fin y al cabo, nadie se movió de allí pese a lo grosero de aquella exhibición.

—No, no. Por ella —repitió Ada.

—Perdona, no te entiendo. ¿Quieres decir por su propia dignidad?

Ada la miró sorprendida.

—Yo me refiero a Dolores, no a Carmen. Se fue porque no pudo soportar ver a Dolores desnudándose delante de todo el mundo de una manera tan obscena.

Mariana fue a hablar y se detuvo a medio camino, con la boca semiabierta. Tuvo que hacer un esfuerzo para asimilar la respuesta de Ada y aun así no conseguía entenderla. ¿Por Dolores? ¿Qué tenía ella que ver con Dolores que la afectase de esa manera? Habría entendido su retirada por la chabacanería de la exhibición, pero que fuese Dolores el objeto de su retirada… Entonces recordó las palabras de Tom Griffin, recordó que ambas se conocían, que ella había ejercido de tutora española de Dolores. Y, sin embargo, esto no le parecía motivo suficiente o, en todo caso, teniendo en cuenta el carácter dominante de Carmen, habría bastado una señal suya para que muchos, los hombres de la familia o el mismo Griffin, se hubieran hecho cargo de retirar a Dolores de la pista de baile.

—Tengo entendido —aventuró Mariana— que Carmen sentía especial simpatía por Dolores por su relación con la familia Beaudine; lo que me extraña es que, precisamente por eso, no hubiera intervenido para detener… el striptease —terminó por decir.

—Estaba muy herida. Detener a Dolores no habría servido de nada. Ya estaba herida.

—¿Herida? ¿Qué quieres decir con eso?

—Fue un golpe bajo. Tuvo que dolerle mucho.

—Pero ella… tú…

—Yo me quedé a verlo porque la odiaba y se estaba poniendo en ridículo de una manera escandalosa.

—¿Odiabas a Dolores?

—Verla en ese estado de borrachera y lascivia me alegraba porque era una humillación para ella, es decir, lo sería cuando se recobrase al día siguiente y recordara lo que había hecho. Fue un acto perverso. De todas maneras, no sé cómo se le pudo ocurrir hacer daño de esa manera. No era una niña tonta, como todos creían, sino una niña malvada.

—Es decir —Mariana trataba de ordenar la información a toda prisa—, que tú crees que ella lo hizo a propósito para envilecerse en público.

—Claro. Lo hizo para hacerle daño a ella.

—¿A ella? ¿A quién? ¿De quién estamos hablando?

—De Carmen. ¿De quién si no?

—Pero… ¿cómo iba ella hacer daño a Carmen, quiero decir, un daño tan cruel como el que tú cuentas?

Ada miró a Mariana con gesto de sorpresa antes de morderse los labios. En los ojos de ella vio un reproche, dirigido no a Mariana sino a sí misma, como si de pronto cayera en la cuenta de que había estado hablando con quien no debía. Y fue ese destello revelador de su imprudencia lo que abrió los ojos a Mariana.

—Así que Carmen y Dolores —empezó a decir despacio, cautelosamente— ¿eran amantes? —aventuró Mariana.

Ada inclinó la cabeza, abatida.

—No tenía que haber dicho nada. Lo siento. Estaba tan a gusto contigo que no me he dado cuenta. Lo siento. Lo siento —repitió, compungida—. Por favor, te ruego que no se lo cuentes a nadie, que no salga de tu boca. Por favor.

Mariana le pasó la mano por la cara para tranquilizarla.

—Descuida. Seré una tumba. Pero ahora tienes que contarme algo más y vamos a hablar sin tapujos ¿de acuerdo?

Ada asintió.

—Veamos. En primer lugar, tú y tu jefa teníais una relación sexual también ¿no es cierto?

Ada volvió a asentir.

—Y debo entender que, a la vez, mantenía una relación semejante con Dolores.

—No, semejante no. Estaba enamorada de Dolores.

—Pero eso… ¿cómo pudo ser?

—Dolores estuvo en España, en casa de Carmen. Ahí empezó todo. Carmen la sedujo y la relación continuaba hasta ahora. Pero Dolores estaba harta y quería dejarlo y Carmen la chantajeaba con revelar esa relación a la familia o al chico con el que Dolores salía. No lo hubieran podido resistir.

—Pero, de cumplir la amenaza, ella misma saldría muy perjudicada, más que Dolores.

—Eso no le importaba. Estaba ciega.

—Y tú celosa, por lo que veo.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Ada.

—Oh, Dios mío, los amores errados… —suspiró Mariana—. ¿Por qué haremos las cosas tan difíciles?

Ada había logrado contener las lágrimas, pero seguía sin mirar de frente a Mariana. Ésta, en pie, paseaba a su alrededor como un animal enjaulado.

—Está bien. Vamos a poner orden otra vez. Así que Carmen seduce a una joven Dolores. A una menor, ¿no es así? ¿Qué edad tenía entonces Dolores?

—Dieciséis —dijo Ada.

—Y ahora dieciocho. Bien. ¿Cómo se veían?

—El año que estuvo aquí…

—No. Eso ya me lo imagino. Me refiero al año siguiente, el anterior a éste ¿no? Ahí no existía continuidad. ¿Qué ocurría, que se guardaban las ausencias?… Bueno, Carmen no, Carmen estaba contigo.

Ada hizo un gesto de dolor.

—Perdona si te parezco cruel, pero necesito saber.

—Dolores, al principio, estaba loca por ella también. Con su dinero no les costaba nada citarse donde fuera con cualquier pretexto. Londres, París, México, también en Estados Unidos…

—Y tú, perdona que insista, te quedabas en Madrid esperando…

—Así era.

—… pero se acostaba con las dos.

—Yo era su carabina, su protección contra cualquier sospecha. Y, sí, también estaba conmigo, pero de aquella manera.

—Estoy empezando a pensar que la vieja dama era un verdadero bicho.

—Era egoísta y posesiva, pero yo la quería.

—El amor es ciego, ciertamente —dijo Mariana para sí. Y luego, en voz alta—: Bien, sigamos adelante, si es que puedo soportar tal cantidad de revelaciones. En todo caso, una cosa es cierta: Dolores se vengó de Carmen.

—Dolores, hace unos meses, conoció a un chico, un chico muy guapo de una gran familia americana, y empezaron a salir. No sé cómo pasó, lo cierto es que se enamoraron y empezaron a hacer planes para el futuro. Entonces Carmen se puso furiosa y empezó a chantajearla. Dolores estaba asustada y fue concibiendo un odio africano por Carmen, pero no se atrevía a cortar con ella ni a dejar de salir con el chico. Yo traté de influir a Carmen para que la dejase en paz, pero se rió de mí…

—Dime una cosa: ¿la familia de Carmen conocía esta relación?

—No, claro que no.

—¿Y la tuya?

—La mía, sí. Yo no pinto nada para ellos.

—Pero eso quiere decir que conocen las inclinaciones de Carmen.

—Claro, empezando por su segundo marido, que aceptó el divorcio sin rechistar. Los tenía a todos en el bote. ¿Quién iba a levantar la liebre? Ellos se limitaban a hacerme de menos para compensar la frustración de tener que vivir a sus expensas.

—Y entonces ¿quién mató a Dolores?

—¿Matarla? —Ada la miró espantada—. Fue un accidente.

—Eso está por ver. No, nada está claro. Dolores buscaba la venganza y Carmen desaparece; luego Dolores cae casualmente al río y se ahoga. Aquí hay algo que no casa. —Mariana, siempre de pie, meditaba a toda la velocidad que le permitía su mente—. Hay una tercera persona.

Sí —se dijo—, hay una tercera persona que se ha aprovechado de todo ese merdé para lograr sus propósitos. La que convenció a Dolores para que, bajo la excusa de una apuesta, se cobrara una venganza que obligaría necesariamente a Carmen, terriblemente humillada, a abandonar la fiesta y la que, después de deshacerse de Carmen, comprendió que estaba en peligro si Dolores hablaba y se deshizo también de Dolores.

Ay ayayay, tú eres mi anhelo.

La música de una radio escondida llegó hasta ellas por unos instantes, como un solitario golpe de brisa.

—Eso es absurdo —dijo Ada bruscamente.

—¿Absurdo? Más bien yo diría que real, absolutamente real. Lo único malo es que la autoría de los crímenes apunta en varias direcciones.

Por eso cuando estás triste,

cielito lindo,

yo me desvelo

—¿Como por ejemplo? —preguntó Ada poniéndose en pie, repentinamente seria y seca.

—No sé. ¿Tú misma? Por ejemplo —contestó Mariana devolviendo con una media sonrisa el repentino gesto de dureza de su interlocutora.

La música se extinguió. Ada dirigió una mirada heladora a Mariana, se dio la vuelta, recogió sus pertenencias, volvió a mirarla y dijo:

—No me esperaba esto de ti.

—Espera —la apremió Mariana—. Es sólo una manera de mostrar las cosas como están. Pero conviene que te andes con cuidado, porque también podrías ser la próxima víctima.

—Aplícate tú el cuento, si te parece, porque andas hablando por todas partes y es posible que estés molestando a alguien.

Ada le dio la espalda con brusquedad y se alejó caminando enérgicamente.

—Esa frialdad… —se quedó pensando Mariana—. Quizá no sea tan débil como parece, después de todo.

»Y ahora —pensó a continuación—, ¿con quién cotejo yo los documentos?