El plan de la tarde era visitar la isla Elefantina en faluca después de un breve descanso para reponerse del almuerzo; una excursión que incluía la visita a un pueblo nubio, un paseo en camello y, para los que lo desearan, tatuajes de henna a cargo de auténticas mujeres nativas. Mariana declinó la oferta.
—Para poder seguir dándole vueltas al misterio de las mujeres ahogadas, ¿no es así? —dijo Julia, mordaz.
Julia se apuntó a la excursión con Norman pegado a sus talones, y ambos, con el añadido de un elegante matrimonio milanés, alquilaron una de las falucas que aguardaban su presa a pie de muelle. Mariana los vio acomodarse y apartarse del atraque hasta que pudieron desplegar la vela, y contempló el airoso porte de la ligera embarcación alejándose con extraordinaria gracia sobre las aguas.
De vuelta a la terraza, que estaba desierta, deambuló entre las mesas sin saber qué hacer. El calor era intenso y pensó en darse un baño en la piscina, pero desistió. La idea de echarse bajo el sol abrasador y remojarse de tanto en tanto le daba pereza. De todos modos avanzó hacia la piscina. Sólo había una mujer echada en la tumbona y una pareja de alemanes ya entrados en años y buenos candidatos a freírse como cangrejos. Mariana se quedó en la linde de los toldos, para no exponerse al sol, y entonces reconoció a la mujer de la tumbona. Era Ada y parecía dormitar. Se preguntó si llevaría mucho tiempo expuesta al sol.
Arrostrando el calor, avanzó hacia ella. Primero se detuvo junto a la piscina para mojarse la cabeza y luego se acercó. Efectivamente dormía y meditó si debería despertarla. Entonces se fijó en algo que se le había pasado por alto. Ada no era una persona de rostro agraciado, sin embargo, tenía una piel delicada y un cuerpo precioso: fino, bien formado, bien proporcionado y ligeramente tostado por el sol. Su pequeña estatura la hacía parecer aún más atractiva. Se cubría con un minúsculo dos piezas impropio de una secretaria, pero muy adecuado para una amante. Quizá fuera por la ausencia del clan Montesquinza, pero ahora parecía estar completamente relajada. ¿Sería ésta la primera vez que Ada visitaba la piscina? La recordaba junto a Carmen en la terraza bajo los toldos, mas sólo ahora tomaba conciencia de su cuerpo. Mariana tomó asiento en el borde mismo de la tumbona y se quedó mirándola dormir hasta que el sol empezó a abrumarla; entonces decidió bajar al camarote, en busca de su bañador.
Cuando estuvo de vuelta, vestida con un maillot negro que realzaba su esbelta figura, Ada se recreaba en el agua. Mariana se dirigió a la tumbona contigua a la de ella con el tubo de crema protectora en la mano y empezó a aplicársela cuidadosamente en las piernas primero, después en los hombros y brazos y, al ver llegar a Ada empapada y sonriente, le pidió ayuda para protegerse la espalda. Ada tomó asiento junto a ella y se secó las manos con la toalla mientras Mariana deslizaba hacia abajo los tirantes del bañador para facilitarle la tarea, doblando el torso, apoyando la cabeza en las rodillas, protegiendo los pechos, apenas cubiertos, con los brazos pegados a los costados. Ada empezó a extender la capa de crema con una morosa suavidad, como si la estuviera mimando.
—Tienes los músculos del cuello y los hombros muy tensos. ¿Quieres que te dé un masaje? —preguntó.
—Por favor —dijo Mariana.
Mariana empezó a sentirse muy relajada, invadida por un bienestar que se acentuaba a medida que las hábiles manos de Ada trabajaban sobre los hombros y la espalda. Finalmente, a sugerencia de Ada, se tendió boca abajo en la tumbona y aquélla completó el masaje. Luego Ada fue a tumbarse a su lado, en la tumbona vecina, y Mariana, al apoyar su rostro del lado de ella, se dio cuenta de que la observaba con placer, pero no se movió salvo para enviarle una sonrisa de agradecimiento. Se sentía perfectamente relajada y feliz, y el sol, que antes le pareciera abrasador, ahora lo tomaba como una caricia. Pensó en cuán distintas pueden ser las percepciones de las cosas según las circunstancias. Sentía un íntimo deleite en la pasividad con que recibía el calor y tuvo que luchar para no quedarse dormida; hasta que el temor a hacerlo la obligó a buscar la complicidad de Ada.
—Por favor, si me duermo, no dejes que me queme.
Ada asintió extendiendo su mano hacia ella.