A eso de las cinco coincidieron en el salón con Thomas Griffin y Norman el millonetis, como lo llamaba Julia. Estaban tomando café y se unieron a ellos. En el rato que estuvieron juntos no se tocó el asunto de los accidentes, salvo por la información que trajo Griffin de que Jack Beaudine ya había recuperado el cadáver de su hija y estaba a la espera del permiso de repatriación, lo que esperaba conseguir en breve con la ayuda del embajador americano, que había desplazado al cónsul para acompañar al padre mientras él se encargaba de agilizar los trámites directamente con las altas autoridades. Confirmó lo que ya sabían respecto de la autopsia: que no se advertía signo alguno en el cuerpo que hiciera sospechar de una acción deliberada y que el diagnóstico seguro era el de muerte por ahogamiento. El agua en los pulmones no dejaba lugar a dudas.
Mariana no las tenía todas consigo, pero ni siquiera trató de sugerir otra posibilidad. Norman había resultado ser un cabeza loca que sólo pensaba en hacer bromas y contar anécdotas graciosas que a menudo lo tenían a él como protagonista. Costaba creer que ese mismo gordito rubicundo al que las gafas le resbalaban sobre la cara cada vez que lo sacudía un ataque de risa, cosa bien frecuente, lo que reforzaba la comicidad de sus ocurrencias, fuera también un lince de las finanzas. De hecho, Julia albergaba serias dudas, aunque le seguía la corriente.
Entremedias de la conversación, Pedro Guzmán se acercó a su mesa.
—¿Tú no reposas nunca? —preguntó Mariana con una sonrisa.
—Porque nunca me invitas a tomar café —contestó él, galante.
—Oh, oh —cantó Griffin con acento insinuante.
—La verdad es que me cae bien —dijo Mariana a la concurrencia mientras tomaba a Pedro de la mano—, pero no se decide.
—Oh my God! —exclamó Norman dirigiéndose a Pedro Guzmán— It’s your turn now.
Pedro Guzmán ocultó cómicamente el rostro con una mano antes de decidirse a hablar.
—Es como una cobra —dijo a continuación refiriéndose a Mariana—, siempre altiva y dejándose ver, pero siempre dispuesta a morder y retraerse en cuanto decida que te has acercado demasiado.
—Dura comparación —comentó Julia.
—No tan dura —dijo Mariana—. A mí me parece bien.
—¡Buen uppercut! Te toca encajarlo o devolverlo —jaleó Griffin sin disimulo.
—Un caballero encaja siempre ante una dama —dijo Pedro inclinándose—. Escarceo terminado. Otra vez tendré más suerte.
—Con Mariana, a lo que se ve, nunca de frente —sentenció Griffin con inesperada malicia.
—¡Eh! ¿De dónde sacas tú eso? —preguntó Mariana con descarada coquetería.
—De mi experiencia con las cobras —respondió Griffin entre las carcajadas de todos.
Pedro se inclinó hacia Mariana, tomó su mano y se la besó enfáticamente; luego acercó sus labios a la oreja y susurró:
—¿Estás más tranquila ahora?
Mariana contestó en voz baja, sólo para él:
—Por ahora te dejo en paz y estoy tranquila, pero no contenta. Ya lo sabes.
—Con eso me basta —dijo él, afectuosamente.
Mariana se reincorporó a la conversación general. Tom Griffin la observaba fijamente y dedujo que estaba interesado en algo más que en hablar del desgraciado suceso que afectaba a los Beaudine. Compuso su mejor sonrisa y decidió atacar para alejarse de sus intenciones. —Como una cobra —pensó, divertida.
—¿Sigues con tus dudas? —preguntó directamente.
Tom Griffin, sorprendido, parpadeó antes de responder.
—¿Mis dudas? Oh, sí, el accidente. —No le cupo duda a ella de que el giro de la conversación no era el que esperaba, aunque fingió interesarse—. No he vuelto a pensar en ello; pienso más en mi amigo y en la pobre Dolores. Ahora es mejor no hablar de ello.
—Yo me sigo preguntando —prosiguió Mariana, imperturbable— por qué una excelente deportista, libre ya de su resaca y todo, se ahoga en un río que ha de tener unos ocho metros de profundidad; y navegando a una razonable distancia de la orilla, quizá menos.
—Depende de la caída —contestó Julia, que se había percatado de la intención de Mariana—. Debe de haber doce metros desde la borda hasta el agua. Una mala caída te puede romper el cuello.
—El cuello no estaba roto ni se veían lesiones de importancia producto de la caída —dijo Griffin con cierta brusquedad. Norman paseaba su mirada por sus compañeros de mesa con gesto de interrogación. Julia se dedicó de nuevo a él, para su alborozo.
—¿Es necesario hablar de esto ahora? —preguntó Griffin a media voz.
—Pensaba en tus dudas —dijo Mariana, inocentemente.
—Éste no es el momento —concluyó Griffin de manera terminante. Mariana se volvió hacia el salón, súbitamente interesada en el resto de los comensales. El clan Montesquinza ocupaba su amplia mesa habitual, todos reunidos en torno a Ignacio Llano, que era el que parecía haber tomado el mando. Mariana no dejaba de asombrarse al verlos charlar y hacer la sobremesa como si Carmen se hubiera quedado en Madrid en vez de acompañarlos. ¿Sería verdad —se preguntó por enésima vez— que Carmen había abandonado voluntariamente el barco con la complicidad o sin ella del resto de la familia y que ellos estaban acostumbrados a estas caprichosas decisiones? Cualquiera habría aceptado esta posibilidad al verlos reunidos tal y como lo estaban ahora, ajenos a lo que no fuera su propio bienestar.
Y era esta actitud un tanto provinciana, cerrada e inconsciente, lo que más llamaba su atención. Carmen era sin duda una mujer de mundo, pero ellos daban la impresión de no haber salido nunca de su pueblo natal. ¿Esta gente era la que recibiría la fortuna de Carmen a su muerte? Sin duda se apiñarían todos junto a Tati como antes lo habían hecho junto a su madre, sólo que aquélla tenía toda la pinta de ser presa fácil para semejantes buitres; buitres que, a pesar de tener alas, no se alejaban nunca de su comedero.
—Un dólar por tus pensamientos —dijo Griffin rompiendo el incómodo silencio en que la actitud de Mariana lo había sumido.
—Un dólar ofrece el caballero —dijo Mariana dirigiéndose a los otros dos ocupantes de la mesa—. ¿Alguien da más?