Una vez en su propio camarote, se dedicó a pensar en el misterio de la carpeta. Quien la había devuelto pretendía que no se echase en falta; vanamente, porque Ada y ella conocían su momentánea desaparición. Pero ¿y si el ladrón desconocía esto? Y ¿cómo podía saberlo? La explicación más lógica decía que el ladrón había tomado la carpeta después de la noche del crimen, y que no había podido devolverla hasta que el revuelo organizado en torno al camarote se hubo calmado; o quizá tardó en caer en la cuenta de que si alguien había hojeado antes el contenido de la cartera, quizá no echase de menos los papeles comprometedores, pero sí la carpeta misma. Además, quien sí habría dispuesto de tiempo para conocer el contenido de los papeles de la carpeta era la policía, pero nada de eso había llegado a oídos de Mariana. O puede que la policía se hubiera percatado de lo mismo que ella y estuviera siguiendo la misma pista en riguroso secreto, lo que significaría que aceptaban la opción del crimen y no la del accidente. Ahora tenía ante sí, esparcidos por la mesa, los papeles que había extraído de la cartera, nada de importancia, como ya sabía, aunque mantuvo la esperanza de encontrar algún indicio. Y lo peor es que tendría que devolverlos a su lugar o se metería en problemas si la descubrían.

De pronto el barco le produjo agobio. ¿Adónde podía ir ahora? ¿A su camarote? ¿Otra vez a la terraza? ¿Salir afuera bajo el calor que imperaba en la calle? Era el penúltimo día de crucero. De madrugada saldrían rumbo a Abu Simbel en los lujosos autopulman que los seguían por tierra. Era una larga travesía por el desierto, fuertemente escoltados, que había dejado de apetecerle, preocupada como estaba; pero aún le apetecía menos permanecer en el barco, que se le había hecho tan opresivo. Cuando estuvieran de vuelta en Asuán sólo quedaba esperar la hora de abordar el avión que la llevaría a El Cairo y allí, tras pasar la noche en el mismo hotel al que llegaron, tomarían el avión que las devolvería a España. El crucero había perdido todo su encanto.

—No me extraña nada —le decía Julia, tras reunirse con ella en el camarote—, si en vez de disfrutar te has dedicado a investigar un crimen inexistente. La función del crucero era justo la contraria: hacer que te distrajeras del estrés que te produce tu manera de tomarte las cosas. El estrés, querida mía, es fatal para la salud. Tú ahora no le das importancia porque consideras que el desgaste y la enfermedad no van contigo, pero ya verás cuando tengas unos años más cómo te lo reconoce el cuerpo. Y entonces ¿qué?, ¿qué vas a hacer?, ¿ponerte a llorar por la juventud perdida?, ¿encerrarte en una clínica terapéutica?, ¿atiborrarte de cremas y masajes?

Mariana extendió la mano derecha abierta como advertencia.

—Si crees que con eso vas a desahogarte, vale, tú misma. Pero sabes que lo que te estoy diciendo es cierto; si no, no reaccionarías así.

—Bien ¿y qué hago? ¿Me corto la cabeza para dejar de pensar? —dijo Mariana, malhumorada.

—No sé. Haz algo positivo. Cálzate al saxofonista. Lo que sea antes de seguir con esa murria ¡cáscaras!

—¿Qué piensas tú de Tom Griffin? —Julia la miró con gesto de sorpresa por tan repentino cambio de tercio.

—También te lo puedes tirar. Tal y como estás, te vale cualquiera.

Mariana le dirigió una mirada feroz antes de seguir hablando.

—Él también tiene sus dudas respecto a la muerte de Dolores Beaudine. —Dejó vagar la mirada, como si una visión beatífica se hubiera cruzado con lo que trataba de decir a su amiga—. ¿Sabes que Carmen Montesquinza conocía a los Beaudine?

—En este mundo todos conocen a todos.

—No, no, me refiero a un conocimiento de amistad. Se trataban personalmente. Carmen fue invitada de ellos en varias ocasiones y ellos de Carmen. Incluso Carmen se ocupó de alojar en su casa de Madrid a Dolores durante el curso en el que vino a estudiar en España.

—No tenía idea de eso. Es curioso.

—¿Verdad?

—Eh, no te embales. Es un hecho natural entre familias amigas.

—No me embalo. Piensa: si tú has cuidado de la niña y de repente la ves hacer un número bastante escandaloso e impropio de gente bien como ella, ¿no intervendrías inmediatamente?

—No era fácil cortar aquello en seco.

—No digo que Carmen bajara a la pista.

—Pues lo cierto es que no mandó a Ricky ni a su cuñado a parar la exhibición, por ejemplo. E insisto en que lo sensato es lo que hizo Griffin en cuanto se dio cuenta: entrar, recogerla y salir con ella al hombro.

—Después de acabar la exhibición, como tú la llamas. Pues no. Nuestra dama de doble cara se retira muy afectada al principio en vez de actuar. Eso es lo extraño —dijo Mariana, ceñuda, pensativa—. Hay algo ahí que no consigo comprender bien. Y, por otra parte, los Llano padre e hijo la siguen pero no la ven, y Griffin, cuando sale con Dolores a cuestas, tampoco la vio, aunque eso fue después. ¿Cómo demonios pudo desaparecer tan rápido? ¿O alguien le salió al paso y se deshizo de ella en un abrir y cerrar de ojos?

—Más difícil todavía ¿no? —exclamó Julia jocosamente—. Tú es que no sabes cómo complicarte la vida. —Hizo una pausa y continuó—. Déjalo ya. El día en que Carmen reaparezca te va a dar un soponcio; o, lo que es peor, una depresión de caballo y empezarás a sentirte inútil, frustrada, abrumada por la pesada carga del juzgado, incapaz de amar… En fin, ya sabes.

—Mira que eres hijaputa tú también.

—¿Yo? A ver. Lo mío. Siempre echando la zancadilla a las amigas para reírme a gusto. ¿No te fastidia?…

—Pero, Julia, si yo lo veo así, si yo estoy convencida de que tengo razón, ¿qué puedo hacer?

—Para empezar, olvidarte de Juana de Arco —respondió Julia, muy seria.

Mariana la miró como se mira a un enemigo.

—Tu problema —empezó a decir Julia mientras se sentaba a su lado y la tomaba de las manos—, tu problema es que tienes que empezar a preguntarte en serio por qué actúas como actúas, de dónde te viene ese afán desmedido por la verdad, por esclarecer la verdad. La verdad no es un absoluto, Mariana, sino algo muy relativo que muchas veces queda escondido, injustamente escondido, desgraciadamente escondido, y a ti eso te genera una frustración tremenda y pones la vida en ello, como… el que se dedica a salvar a los demás.

—Eso es vocación —dijo Mariana con voz firme.

—Eso es obsesión. ¿Te imaginas al médico al que se le va la vida del paciente y por el que no puede hacer ya nada? ¿Qué sería de él si actuara como tú? Tendría que acabar dejando de ejercer la medicina. ¿Lo entiendes?

—Pero es mi trabajo. No tiene sentido si no lo cumplo.

—El sentido es hacer todo lo posible por cumplirlo, no la garantía de que vas a dar con la solución exacta al problema. Hay problemas que no tienen solución. Y hay —dudó unos segundos—, hay falsos problemas también.

—¿Como éste, quieres decir?

—No quiero decir nada. Estamos hablando de tu dedicación obsesiva, de tu necesidad de verdad.

—Pero es que, si no la perseguimos, la verdad ¿qué nos queda?

—Todos perseguimos la verdad. Bueno —rectificó—, todas las personas decentes.

—Entonces… ¿qué tiene de malo?

—En tu caso, Mariana, piensa un poco. ¿Hay algo en tu vida que se te ha quedado ahí clavado y que te atormenta?

—No digas tonterías.

—Hay algo, yo sé que hay algo. Es el puto subconsciente, que se dedica a dirigir nuestras vidas sin que nos demos cuenta.

—No me estarás diciendo que me psicoanalice.

—Pues no, porque lo mismo caes en manos de un lacaniano y te jode la vida para siempre, pero tienes que pensar. Esa manera de tomarte la instrucción de un caso, esa necesidad de resolverlo aun a costa de tu salud, esa impotencia que he visto en tu cara en los momentos difíciles… Mariana: tendrías que llegar a saber qué significa para ti descubrir la verdad.

Mariana permaneció en silencio, impotente. Mil ideas cruzaban por su cabeza al mismo tiempo y otras mil sensaciones le recorrían el cuerpo en todas direcciones. Las palabras de su amiga la habían revuelto como no recordaba haberse sentido antes. Quizá ella no era consciente del esfuerzo que ponía en cada caso. Quizá fuera cierto que tras esos esfuerzos que a menudo la dejaban agotada había algo, un ejercicio de santidad o un camino de penitencia que la obligaban a exprimir su voluntad al máximo. Si eso era cierto, si Julia tenía razón, entonces ella estaba enferma y necesitaba curarse. Todo el misterio en torno a las dos desapariciones de a bordo le pareció de pronto una invención, incluso llegó a sentir que no habían sucedido, que eran producto de su mente calenturienta, e imaginó que Dolores Beaudine y Carmen Montesquinza estaban arriba, en la terraza, bajo la sombra o tomando el sol, y que se dirigían a ella y la saludaban con toda normalidad.

—No sé, Julia, estoy perdida ahora mismo.

—Tranquila, no hay nada que no cure un buen sueño. Lo más probable es que yo te haya provocado un ataque de ansiedad con mis preguntas.

—No es cierto. Tus preguntas me hacen pensar.

—Mira, no te lo he dicho hasta ahora, pero hay cosas en ti que me han llamado la atención. Por ejemplo, el modo en que trataste a tu hermano cuando reapareció en tu vida. Eras cariñosamente distante, había algo que te impedía comportarte con naturalidad. Pero hay más cosas —continuó, haciendo una seña a su amiga para que se contuviera—. Tu trato con los hombres. Yo lo entiendo: saliste completamente quemada de tu matrimonio. Matrimonio del que no hablas nunca, por cierto. Pero es que parece que buscas ligues de los que sabes que te vas a poder deshacer sin problemas. No digo que no te lo pases bien, sino que rehuyes cualquier contacto que pueda atraer la sombra de un entendimiento; o sea, en otras palabras, no quieres comunicarte ni entenderte con el otro, quieres follar y punto. Y, sin embargo, tu manera de ser, tu talante, tu estilo, no tienen nada que ver con esa actitud. A veces siento como si estuvieras representando un papel y me pregunto qué pasa cuando te quedas sola en casa, con tu whisky y tu novela. Y tus padres: no hablas de ellos, no sé nada de ellos salvo que de pronto me dices que te vas a Madrid a ver a tu madre, que es su cumpleaños, que es Navidad… Mi madre murió y no sé decirte más que desearía que viviera para sentirme cerca de ella, aunque viviera lejos; pero tú eres como muy distante y, sobre todo, no hablas, no hablas de tus cosas, no hablas de tus afectos, como si estuvieran congelados. Hablas de tu trabajo, de las cosas cotidianas… pero no de tus afectos. No sé si me estoy metiendo donde no me llaman, Mariana, pero yo no he conocido a nadie tan entrañable, tan auténtica como tú y me preocupa. A veces pienso… No te enfades, cariño, no te enfades por lo que te voy a decir. A veces pienso… —hizo un esfuerzo—, a veces pienso que te falta un poco de maduración.

Se quedó a la espera, arrepentida y anhelante a la vez; había abierto las manos, quizá como si quisiera recibirla, quizá para disculparse por su atrevimiento.

—Gracias —acertó a decir Mariana con voz entrecortada—. Gracias por lo que te ha costado decirlo.

No dijo nada más y exhaló un gemido. Julia se detuvo. Había hablado sin mirarla, quizá para darse ánimo y soltar todo lo que llevaba rumiando desde hacía tiempo, y de repente, al volver la cara hacia ella, pudo ver que un par de lágrimas bailaban bajo sus ojos. En el gesto de sus manos contraídas vio el esfuerzo para no llorar. Se limpió las dos lágrimas tomándolas entre el índice y el pulgar, apresándolas a la altura de la nariz. Con esa actitud manifestaba toda su debilidad y toda su fortaleza a la vez. Julia le pasó el brazo por los hombros firmemente y empezó a consolarla, hablándole quedo al oído, penetrando en su debilidad, acariciándola y recogiendo con su cuerpo las sacudidas del suyo, la dureza de la contención también. Así estuvieron un buen rato, dejándose estar, en la más elemental de las comunicaciones, hasta que poco a poco sintió, lo sintió físicamente, vio cómo Mariana se calmaba y pensó, mientras le seguía hablando con toda dulzura, en el momento en que ambas se separarían y tendrían que verse las caras. Temía ese momento porque sabía que Mariana se iba a avergonzar y a retraer y todo quedaría entonces en una simple descarga de la ansiedad acumulada en esos días. Pero también podía ser que la descarga viniera de más adentro, que hubiera abierto una puerta a una confianza más íntima. Entonces notó que tampoco Mariana se separaba de ella y la pareció que a lo mejor no era por miedo a reconocerse en la debilidad frente a otra persona, sino quizá porque la puerta estaba abierta y ésa era su invitación a pasar adentro.

Así transcurrieron muchos minutos, entre las caricias de Julia y los jadeos cada vez más regulares e infrecuentes de Mariana, hasta que por fin se separaron y se miraron la una a la otra. Mariana se levantó apresuradamente y corrió al cuarto de baño.

—Debo de estar horrible. Déjame que me arregle un poco —dijo al desaparecer tras la puerta.

Julia exhaló un hondo suspiro y echó un vistazo a la habitación, como si esperase algo de ella.

—Mira que eres bruta —se dijo.

No estaba segura de haber hecho bien. Quizá se había dejado llevar por una ansiedad parecida a la de Mariana, sólo que de estilo y tono diferentes. Al fin y al cabo había pensado lo dicho muchas veces, antes de ahora, aunque nunca halló el momento de soltárselo a la cara. Y por otra parte, ¿quién era ella para acosarla de esa manera? Escuchó atentamente, en el silencio absoluto, pero por los indicios parecía haberse relajado por completo. Oyó correr el agua del lavabo y un nuevo silencio, del que dedujo que se estaba recomponiendo la expresión con la ayuda de un poco de maquillaje; ella no solía usar apenas. La verdad es que había sido brutal, soltar las cosas de golpe y de esa manera. Sin embargo, no estaba arrepentida. Oyó el giro del picaporte y alzó la cabeza dispuesta a afrontar lo que viniera. Cuando salió del cuarto de baño, Mariana presentaba su aspecto normal, sin rastro alguno del mal rato pasado. Viéndola avanzar hacia ella, Julia respiró hondo, a la expectativa, confiada y medianamente aliviada.

—No sé si te das cuenta de la paliza que me has dado, pero me duele todo. Una cosa es ser sincera y otra ensañarse como lo has hecho tú. Claro que si no te hubieras ensañado —continuó diciendo a una estupefacta Julia— no habría llegado a saber hasta qué punto eres mi amiga del alma. —Mariana torció graciosamente a un lado la cabeza, que era su modo de mostrar una cordialidad extrema y de repente las dos se echaron a reír. Rieron como si no supieran hacer otra cosa más que reír y reír, rieron como dos histéricas felices bajo el efecto liberador de una explosión de alegría; y luego se arrojaron la una en brazos de la otra y siguieron riendo durante un buen rato.

—No sé si decidirme a echar una siesta o bajar al salón a hacer sociedad —dijo Mariana por fin.

—Buena idea. Hagamos sociedad. Me apetece un café —la animó su amiga.