Pocos minutos más tarde, Julia se dirigió al camarote con la intención de darse una buena ducha y Mariana subió a la terraza tras dudar sobre la conveniencia de echarse una siesta para digerir la comida, pero una vez allí, apenas sintió el golpe de calor, prefirió volver en busca de su bañador.

Mientras descendía por la escalera de caracol que la llevaba a su planta oyó unas voces hablando en tono áspero y se detuvo por prudencia. El tono era bronco a pesar de su comedimiento: era evidente que quienes discutían no podían aguardar a hacerlo en un lugar más oportuno y, al mismo tiempo, contenían la violencia implícita en sus voces, conscientes de que cualquiera que estuviese cerca de ellos podría oírles. Aunque en principio no consiguió saber de qué hablaban, tampoco quería seguir bajando la escalera por temor a descubrirse, pero asomó la cabeza llena de curiosidad porque había reconocido las voces de Luisón Montesquinza e Ignacio Llano. Cautelosamente, ascendió de espaldas unos escalones y se sentó en uno de ellos para escuchar. ¿Qué sería lo que los enfrentaba?

La voz de Llano tenía un matiz furioso; la de Luisón, en cambio, era de calma mal contenida. Se estaban hablando poco menos que quitándose las palabras de la boca, lo que dificultaba considerablemente el entendimiento. Mariana se esforzaba en oír, pero sólo consiguió captar frases aisladas hasta que le dolieron las orejas. «Sobre esas liquidaciones no hay vuelta atrás», o quizá «Hay vuelta atrás», era una de ellas. «No has querido convertirlas en acciones y ahora estamos como estamos», otra. «¿A quién le importa, además de a nosotros?», otra. «¿Qué pasará cuando desembarquemos?», preguntaba la voz de Luisón. Y la frase más misteriosa: «No queda tiempo y no aparece». Y de pronto, como por ensalmo, las voces se desvanecieron en el aire. Su ausencia duró unos segundos en la cabeza de Mariana, justo los que tardó en enderezarse a gatas, atenta a escapar escaleras arriba al menor aviso. Cuando el silencio quedó establecido y se animó a seguir bajando, ya no había nadie en el rellano de la planta que daba a los camarotes. Llano y el cuñado de Carmen se habían volatilizado.

Ignacio Llano y Pedro Guzmán actuaban como asesor financiero y relaciones públicas de Carmen Montesquinza respectivamente. Mariana no sabía el grado de confianza que Carmen depositaba en ellos ni si eran los únicos que movían su dinero y lo relacionaban con los bancos y agencias por los que fluye el dinero del mundo, pero no resultaba difícil concluir que algo que debía de tener que ver con su gestión les preocupaba. Pero ¿y Luisón? ¿Acaso tenía participación en la gestión de los otros dos? ¿Estarían hablando de su dinero o del de Carmen? En todo caso, algo serio había sucedido si se increpaban el uno al otro en ese tono. Ella sabía que a lo largo del crucero se estaban haciendo negocios e impartiendo órdenes, porque el dinero no descansa y allí había mucho dinero reunido. Los ordenadores y los teléfonos debían de estar echando humo. Podía oler el dinero en todas las plantas del crucero. El lujoso servicio, cuyo personal ocupaba buena parte de las estancias de popa, la excelente labor de la cocina, los atraques privados, la calidad de los camarotes provistos de toda clase de detalles, la limpieza impecable… en fin, todo lo que envolvía la comodidad y el confort de los distinguidos pasajeros dejaba en el aire una estela como la que deja el refinado perfume de una dama elegante. Y en medio de aquella existencia paradisíaca de lobos en descanso, algo había hecho perder los estribos a dos de los invitados, ambos relacionados entre sí por un interés común que desembocaba en la fortuna de Carmen Montesquinza. Y lo peor —pensó Mariana— es que estarían discutiendo por cuestiones de dinero ya, sin esperar la confirmación de la muerte de Carmen. ¿O acaso sabían más del destino de la vieja dama que ella misma?

En todo caso, estaría atenta. Pero fue la sensación de ver a esos dos compinchados, aunque enfrentados, lo que la afligió. De hecho, seguía siendo notable la tranquilidad con que la familia entera se había tomado la desaparición de Carmen. Sin duda, Carmen era una persona perfectamente capaz de tomar sus decisiones sin consultar con nadie y, por supuesto, de abandonar el barco, quién sabe si, como había insinuado medio en broma Julia, en pos de alguna aventura excitante. ¿Estaría acostumbrado el resto de la familia a esos desplantes, a esas desapariciones o decisiones sin previo aviso? Pero si bien Carmen se había descubierto ante Mariana como una «mujer de carácter» por persona interpuesta, su carácter y su educación le impedirían saltar del barco sin disculparse. En cuanto a la actitud de la familia, era cierto que no se podía hacer nada y que resultaba absurdo anclarse en alguna de las ciudades de la ruta a la espera de noticias: para eso era mejor seguir navegando y aguardando alguna señal de vida o de la policía egipcia que estaba sobre el rastro. Eso lo entendía. Lo que entendía menos era el aire de despreocupación que mostraban todos. Incluso los veía aliviados: Tati parecía haberse esponjado, el cuñado de Carmen y su esposa hacían más ruido, el abogado fluctuaba entre Tati y Carola, siguiendo los vaivenes sentimentales de Ricky hacia una u otra, e Ignacio Llano acentuaba sus bromas. ¿Qué podría haber ocurrido, en tal caso, para que este último chocara de frente con Luisón? ¿Problemas económicos derivados de la misma desaparición de Carmen? ¿Decisiones pendientes que no se atrevían a tomar? «Sobre lo convenido no hay vuelta atrás», había dicho Ignacio en la contenida refriega. ¿Algún error del que deberían dar cuenta en breve a la señora de hierro?

Entonces, al mencionarla de nuevo en sus pensamientos, volvió a pensar en ella. Lo cierto es que una pregunta le rondaba por la cabeza desde que habló con Ada. ¿Por qué abandonó Carmen la fiesta? Lo había atribuido a su pacatería, a ese aire antiguo con el que vestía no sólo su cuerpo sino también sus convicciones morales. Pero, evidentemente, una cosa era el aspecto exterior y otra el interior. ¿Abandonó la sala de baile ante la exhibición de Dolores Beaudine para preservar su imagen de dama de moral estricta? Podría ser —pensó— un perfecto acto de hipocresía, propio de tantas personas educadas en el seno de la Iglesia española; sin embargo ¿no hubiera sido también posible que decidiera quedarse y pasar inadvertida a cuenta de la agitación producida por la improvisada stripper mientras admiraba aquel cuerpo juvenil y exuberante que tampoco podía dejarla indiferente en su esplendor?

Ahora ella misma encontraba inconsistente la teoría que expuso a Julia y que avalaba su convicción de que estaban ante un crimen. En efecto: quien hubiera matado a Carmen tenía que conocer muy bien sus costumbres. Una apuesta hecha para crear una situación de incomodidad tal a Carmen que la obligase a abandonar la fiesta para caer en manos del asesino quedaba descartada. Quien la conocía tan bien como para prever esa reacción puritana tenía que conocer su doble moral sexual, de manera que la posibilidad de que Carmen permaneciese contemplando el espectáculo era tan alta al menos como la de que se levantara y abandonase la sala. Sobre una incertidumbre del cincuenta por ciento, alguien tan sofisticado como para planear tal contingencia no podía fiar el crimen a tan insegura probabilidad. Y era evidente que el criminal tendría prisa, necesitaba matar cuanto antes por alguna razón (que, de sospecharla, la conduciría enseguida a él o ella), de modo que no podía abandonarse de ese modo en manos del azar. No. Si la apuesta era el ingenioso mecanismo que daba paso a la muerte, el apostante tenía que estar seguro al cien por cien de que Carmen reaccionaría como reaccionó, y eso, ahora, le parecía de todo punto imposible. Así pues, la construcción mental sobre la que apoyaba sus conjeturas se venía abajo.

Empezó a pensar que la costumbre de imaginar y proyectar le estaba jugando una mala pasada. Quizá tuviera razón Julia. Una cosa es la intuición y otra la obsesión. Del primer vistazo que echó a Carmen a lo que ahora veía con los ojos del entendimiento a la luz de las últimas informaciones recogidas, había un vuelco espectacular.

Pensando, había llegado al pie de la escalera central, a la recepción. Se descubrió allí, con el recepcionista mirándola y ella lejos de su camarote. Había bajado un piso de más. Todo ello sin intención de hacerlo. Realmente estaba en las nubes.

La bajó a la realidad, o la subió a la nube más alta quizá, el tórrido sonido del saxofón del hombre que tocaba como Don Byas. Levantó la vista y lo distinguió allá a lo lejos, dentro del salón-bar, pegado a la barra, solo y con lo que parecía un trago largo de algún alcohol con espumoso, como solía ella llamar a los refrescos carbónicos. Estaba ligeramente encorvado sobre su saxofón, con su sempiterno sombrero de ala corta echado hacia atrás, haciendo sonar A pretty girl is like a melody ensimismado, oyéndose tocar en la estancia vacía. Mariana avanzó unos pasos y se quedó frente a la puerta, escuchando. López Mansur le había regalado tiempo atrás un disco de estándares de Don Byas y nunca había dejado de volver a él cada vez que le daba la vena sentimental. Ahora escuchaba sintiendo cómo esa música serpenteaba agradecida por su memoria, una llamada y un reencuentro con emociones reconocibles. Así que avanzó unos pasos más, cruzó la puerta sin hacer ruido, tomó asiento en la primera butaca que halló, deseando fervientemente no ser advertida, y se dejó llevar sin más, como un alivio a su colección de preocupaciones.

Sólo pudo hacerlo a medias. Seguía teniendo una pregunta entre ceja y ceja: ¿quién disponía de la llave de Carmen?