Tom Griffin era un hombre alto y corpulento de mediana edad, con algunos rasgos latinos, una presencia acogedora que producía seguridad y simpatía a partes iguales, y el aire de confianza que emana de un buen profesional muy bien pagado. Mariana se encontraba a gusto con él, a pesar de lo cual no se sentía muy propensa a contarle de buenas a primeras las conclusiones a que la empujaba su análisis de los acontecimientos. Pero, al mismo tiempo, la ayuda e incluso la autoridad que necesitaba para indagar más a fondo y más libremente, el americano se las podía proporcionar a poco que insistiese en ello.
Lo cual —pensó también— no eliminaba a Griffin como hipotético sospechoso. No parecía que tuviese nada que ver con Carmen Montesquinza, pero en lo que se refiere a Dolores Beaudine ¿le habría contado toda la verdad?
—Yo conocía personalmente a la señora Montesquinza antes de ahora —dijo el americano respondiendo al interés de Mariana—, porque ella tenía relación con los Beaudine hasta el extremo de haberlos visitado en su mansión de Luisiana en dos o tres ocasiones en que ella se desplazó a Estados Unidos por asuntos de negocios. En realidad la conocimos por intermedio de Pedro Guzmán. De hecho, ella y Jack Beaudine han acabado teniendo intereses en una importante empresa alimentaria propiedad de Norman, y los Beaudine la aprecian mucho. Jack está realmente consternado por su desaparición y estuvimos hablando de ello de largo. Él también consideró muy lamentable la coincidencia.
—No sabía nada de eso —dijo Mariana volviendo la vista atrás para ocultar su sorpresa. Norman y Julia los seguían sin reparar en ellos, charlando ensimismados—. Así que Norman es uno de esos fabulosos propietarios de una marca de alas de pollo envasadas o de siropes de grosella de las películas americanas.
El americano rió francamente.
—Creo que a él no le gustaría oír eso —dijo enseguida—. A pesar de su aspecto, es un verdadero tipo duro. Pero, contestando a su pregunta, le diré que lo suyo es la inversión, no la propiedad industrial. Norman posee una parte de esa empresa como de otras varias, y se deshará de ella cuando eche el ojo a otro asunto que le parezca más rentable. Compra y vende.
—Un especulador.
—Si prefiere llamarlo así…
—No es que prefiera, es que es un especulador. No tengo ninguna simpatía por los especuladores, de la misma manera que ellos no la tienen por cualquiera de los profesionales que trabajan en la empresa que acaba de vender para comprar un pedazo de otra nueva.
—Ah… entiendo; pero creo que su opinión responde a una visión más bien simplista, aunque bienintencionada, de la dinámica del mundo financiero.
—No lo discutiré con usted. No es mi mundo.
—Sin embargo, debería interesarle. Carmen Montesquinza era un cerebro privilegiado en ese campo.
—No sabía que la conociera usted tanto.
—Sólo por cuestiones profesionales —precisó Griffin.
Mariana volvió a pensar en Carmen Montesquinza. A medida que iba sabiendo, con cuentagotas, más sobre ella, tanto más se expandía en su imaginación un personaje bien distinto al de la primera impresión que tuvo de ella en la puerta del hotel Cairo Crown. La dama antigua rodeada por su familia se revelaba ahora como una mujer de empuje, tanto en el terreno de lo personal, en el que se mostraba perfectamente independiente y de costumbres liberales, como en el manejo de su fortuna, que ejecutaba no sólo con mano de hierro sino, al parecer, con inteligencia, conocimiento y perspicacia. El modo en que Griffin se refería a ella no era condescendiente sino admirativo; no se refería a ella como la vieja señora sino como un personaje singular; y por si faltara algo, a medida que, por su ausencia, se veía obligada a recordarla, se le imponía la imagen de mujer realmente atractiva para su edad; más, desde luego, de lo que le había parecido en un principio. Sin duda eran los nuevos descubrimientos los que poco a poco estaban cambiando esa imagen: su campo de acción no era solamente el círculo familiar sino el mundo de las finanzas, y empezó a pensar que tanto Ignacio Llano como Pedro Guzmán no debían de tener la importancia que en principio les había concedido en cuanto asesores de Carmen, porque ninguno de los dos, cada uno en su estilo, daban la impresión de ser unos primeros espadas en esa exclusiva piscina de tiburones en que se había convertido el mercado financiero internacional. En cambio, Tom Griffin sí que parecía un profesional a la altura de los tiburones. Y, por último, también reconocía, después de constatar el doble papel de Ada en la vida de Carmen, que las inclinaciones sexuales de esta última despejaban de manera radical los aspectos más rancios de su personalidad. Y aún se le ocurrió algo más, antes de volver a la conversación con Griffin, y fue que si Ada también ejercía como secretaria, lo que era de todo punto evidente, a pesar de su reticencia a admitirlo tenía que saber mucho del modo y manera con que Carmen manejaba sus intereses económicos, lo que, en cierto modo, la convertía en una fuente de información privilegiada, y eso era un valor importante, un valor que bien podía rentar cuantiosos beneficios a la tal Ada a poco que fuera persona de moral laxa. ¿Lo sería? ¿Por qué no? La confianza que había puesto inicialmente en Mariana no la eximía de ser una persona de doble faz. En cuanto a Carmen, ésta ya no era a sus ojos la viuda de edad avanzada, señorial y doméstica a la vez, que sugerían sus modos convencionales, la matriarca adulada, mimada y protegida por el conjunto de la familia. No, ahora, la memoria inmediata le traía una figura bien distinta: la de la mujer fuerte y poderosa, la jefa del clan.
Julia y Norman los alcanzaron a la entrada del muelle. Norman no hablaba español y Mariana trató de ponerse a tono con su inglés pronunciado un tanto a la española, pero suficientemente fluido. Lo que lamentaba era la interrupción de su conversación con Griffin, pues habría deseado sonsacarle más acerca de los negocios y el carácter de Carmen Montesquinza y la ocasión era que ni pintada, pero se resignó por el momento. Confiaba en su encanto para atraerlo de nuevo y seguir indagando. En realidad, había llegado a la conclusión de que a partir de ahora disponía de un cómplice para sus investigaciones y no iba a perderlo. De manera que siguieron hablando, esta vez en la terraza, tomando café, hasta que Norman recibió una llamada telefónica que le obligó a abandonarlos. Por un momento, Mariana creyó que Tom Griffin quedaría así a disposición de las dos, al menos por unos minutos, pero éste se levantó también con la intención de ir a trabajar un rato en su camarote, según les anunció, y las dos mujeres se quedaron solas.
—¿Qué tal con el millonetis? —preguntó Mariana.
—Pegajoso y forrado hasta las cachas. Intelectualmente tan fofo como sus michelines. No es que yo quiera salir con eminentes pensadores, Dios me libre, pero Norman no tiene nada en la cabeza, aparte de cifras de negocio, supongo.
—Anímate, es tu oportunidad.
—Pues no creas que no me entran tentaciones, a pesar de todo, porque no sobran las oportunidades, pero…
—Tengo que contarte. Sobre Carmen —la interrumpió Mariana—. Es todo al revés de lo que pensábamos.
—¿Al revés? ¿Qué quiere decir al revés?
—Que es una señora de armas tomar. Nada de la pobre viuda ñoña amparada por una familia que vive a su costa. En todo caso, una viuda negra. A lo mejor por eso la han matado, para que no devorase al asesino. O asesina.
—Y dale con la muerte. Podría ser lo contrario ¿no? Si es una mujer como dices que es, lo mismo los ha plantado a todos, se ha largado con una princesa nubia y los ha dejado lloriqueando y sin chequera. ¡Cáscaras! Vaya idea más buena que he tenido. Eso sí que sería una buena novela de aventuras en Egipto y no este crucero de sinsorgos que se dejan llevar y traer como una procesión de mansos.
—Y luego me dices a mí que soy una fantasiosa —protestó Mariana.