Al día siguiente, Mariana se despertó con el alba, se vistió silenciosamente y abandonó el camarote dejando a su amiga sumida en el sueño. Estaban llegando a Asuán cuando salió al exterior. La ciudad, de aspecto relajado y presencia abarcable y cercana, se extendía a lo largo de la orilla este. El río, ahora fluyendo ancho y lento, se abría más allá, a ambos lados de la isla Elefantina, el primer lugar donde tradicionalmente se oía el ruido de las aguas de la crecida cada año. En la orilla oeste, entre gris y dorado recibiendo los primeros rayos del sol, aparecía el desierto, y entre el sol y el desierto el aire tomaba un color oro luminoso que bañaba todo el espacio y también la ciudad, creando una imagen de languidez y proximidad que concedía a la mañana recién iniciada una mágica y esplendorosa belleza sensual que se podía sentir físicamente. Una ligerísima brisa refrescaba la cálida serenidad que emanaba del conjunto del paisaje.

Ada estaba de pie ante la barandilla de proa. Vestida con camiseta y shorts, las piernas y los brazos desnudos y los pies calzados con unas zapatillas de tenis; su delgado y pequeño cuerpo parecía el de un estudiante en vacaciones. Había algo de desafiante en su actitud frente al espacio que la rodeaba, pero a medida que se fue acercando a ella, Mariana sospechó que se hallaba bajo la influencia de una fuerte conmoción. Más cerca aún, pudo reconocer en el estremecimiento regular de sus hombros la inequívoca expresión de un pesar. Cuando posó su mano en el hombro de la joven, ésta se sobresaltó y al volverse dejó ver también sus ojos húmedos. Mariana recogió con sus dedos las lágrimas que descendían lentamente por las mejillas de Ada, y ésta, repuesta de la sorpresa, sin duda turbada por haber sido sorprendida en ese estado, la abrazó con fuerza. Mariana la mantuvo entre sus brazos, acariciándole la espalda, apoyando el rostro contra su cabeza, hasta que los sollozos se espaciaron y Ada se separó una pizca, confusa y necesitada, sin llegar a desprenderse del todo del abrazo. Mariana la tomó por la cintura, la acercó a una de las sillas que bordeaban la barandilla delantera y por fin se sentó frente a ella, con la mesa por medio, pero sin soltarle las manos.

—Cariño, no llores —empezó a decir dulcemente—. Tenemos que esperar. No hay nada definitivo aún.

—Ellos no la querían —dijo Ada a media voz—. Ninguno de ellos.

—Quizá Tati sí —sugirió Mariana.

—Tati no —contestó Ada con energía—. Tati es como los demás, egoísta, interesada; la odiaba, pero ni se atrevía a rebelarse ni a bailarle el agua. Lo que más exasperaba a Carmen era la indiferencia sumisa con la que vivía a su lado, siempre detestando a su madre, pero siempre a sus faldas.

—¿Tati nunca ha intentado independizarse?

—Yo se lo dije, se lo dije por su bien y porque conocía los deseos de su madre, pero ella se limitó a acusarme de querer apartarla de su lado. Yo trataba de ayudarla y ella me despreció, como los demás, como todos.

—La verdad es que Tati es como un fantasma. Y en cuanto a los otros, es evidente que no te quieren.

—Me odian, están deseando que me vaya y desaparezca para siempre y eso es lo que voy a hacer, pero no tengo dinero y he de esperar al fin del viaje para regresar a España y recoger mis cosas.

—Tú también dependías de ella, como una más…

Ada saltó bruscamente.

—Era mi trabajo. Me ganaba mi sueldo, no hizo caridad conmigo.

Mariana la miró a los ojos con una comprensiva firmeza, mirada que Ada rehuyó al cabo de unos segundos. Sin ser, a su juicio, una mujer especialmente agraciada, ni física ni intelectualmente, tenía el encanto que emana de las personas de rasgos limpios y claros, esa expresión que manifiesta en todo momento la atención al otro, las ganas de agradar y la disposición a escuchar y adelantarse a los deseos de la persona con quien comparte algo, sea lo profesional o simplemente el afecto. Ahora, con la cabeza agachada, esa impresión se tamizaba por la pena de contemplar a quien se debate con su secreto. Ada era una profesional eficiente cuyo mayor defecto pudiera ser la dependencia excesiva de quien está por encima de ella, es decir, la íntima inseguridad de una persona decente y competente… y no exenta de pasiones. Y, sin embargo —pensó Mariana—, hasta las personas más decentes pueden dejar de serlo si el destino las pone a prueba.

—Era más que tu trabajo ¿verdad?

Ada inclinó aún más la cabeza, como si buscara esconder el rostro; luego murmuró con voz débil.

—Sí… Era más —y de repente volvió a alzar la mirada para enfrentarla a la de Mariana. Mariana le sonrió y acarició sus manos.

—No tengas vergüenza. Yo te aprecio, Ada.

Por un momento se le humedecieron los ojos a la joven, pero se contuvo. Ahora los años aparecieron en su rostro y Mariana calculó que, a pesar de su aspecto juvenil, ya debía de haber cumplido la treintena con largueza, lo cual, al recordar su desamparo, la enterneció. Debía de estar pasando un infierno, y con la autoestima por los suelos frente a toda la familia.

—Yo sé lo que había entre vosotras —continuó diciendo Mariana con su mayor delicadeza, pues por nada del mundo quería que se desmoronase— e imagino lo que ahora eres para esa gente, pero no te dejes comer por ellos. Si has podido soportarlo hasta ahora, podrás hacerlo hasta el final. Tienes que hacerlo. Por ti, por tu dignidad personal. Ni siquiera por ella, por Carmen, sino ante todo por ti. ¿Lo entiendes?

Ada asintió, todavía llorosa.

Mariana la contempló con sentimiento de compasión. Había adivinado la verdad de la relación entre las dos mujeres, pero ahora, al confirmarlo, su mirada sobre el grupo cambiaba definitivamente.

—Ada ¿te importa volver a prestarme tu llave del camarote de Carmen?