Mariana no logró conciliar el sueño hasta pasado un buen rato. Tenía la cabeza llena de emociones y deducciones que rebullían unas junto a otras como alubias cociéndose en una olla a presión. Durmió de mala manera, hasta que el silbido de la válvula de seguridad empezó a pitar y aún le dio tiempo a soñar que retiraba la válvula para dejar escapar el vapor cuando se despertó por completo y oyó por segunda vez la sirena del barco. Mariana tardó unos segundos en comprender que navegaban y, al advertirlo, ahogó una exclamación de sorpresa y disgusto, y se puso en pie mientras Julia, aún adormilada, la miraba con el gesto atontado del que se encuentra en tránsito hacia la realidad. En unos segundos, Mariana desapareció por la puerta dejando que su amiga, medio incorporada y confusa, se las entendiera consigo misma.
Mariana recorrió apresuradamente las tres plantas del barco en busca de Pedro Guzmán, pero no lo encontró. Tampoco en la recepción supieron darle noticia de él cuando regresó al vestíbulo. Julia estaba a la puerta del salón-bar, donde se quedaran dormidas, como si se hubiera perdido; y apenas vio a Mariana se fue hacia ella.
—¿Qué pasa ahora? ¿Ha ocurrido algo más grave? —preguntó entre ansiosa y molesta.
—Ocurre que navegamos. Lo cual quiere decir que dejamos atrás a la policía y a Dolores y continuamos viaje como si nada.
—No alcanzo a ver qué hay de malo en ello.
—Julia, a veces me exasperas. Quiere decir que dan carpetazo a la muerte de Dolores y, de paso, van a dejar aplazada sine die la desaparición de Carmen con tal de acabar el crucero sin más sobresaltos. Eso es lo que pasa.
Julia se quedó en actitud meditativa, como si estuviera tratando de asimilar el pensamiento de Mariana. Las dos permanecieron frente a frente. Resultaba casi cómico ver a las dos mujeres observándose, la una frente a la otra y con las palmas de las manos abiertas en mudo ademán de espera, como si cada una exigiera de la otra una respuesta congelada en el tiempo. Hasta que el cuadro se descompuso y ambas se precipitaron a hablar a la vez.
—¿Cómo van a dejar en el limbo lo de Carmen?
—¿Cómo piensan llegar a alguna conclusión alejándose del lugar de los hechos?
—La policía, Mariana —dijo Julia a continuación, apoderándose de la situación—, va a seguir investigando, no es lógico pensar que abandonen, pero necesitan seguir avanzando, encontrando nuevos indicios, preguntando, interrogando, hallando el cadáver de Carmen si es que está muerta… Por que retengan el barco no van a avanzar nada y todo el mundo se pondría de los nervios, son gente influyente, no pueden ponerlos en cuarentena, que es lo que tú parece que exiges…
—Cuando investigo un crimen, Julia, no me voy de excursión: busco allí donde se ha cometido.
—Ya, pero resulta que no hay crimen que valga porque no se ha demostrado que lo sea. Hay veces en que he pensado que confundes tus deseos con la realidad.
—Mis intuiciones, en todo caso —protestó Mariana.
—Me da lo mismo. Dale un cadáver con un agujero de bala en la frente a la policía y ya verás si se ponen las pilas —dijo Julia, irritada.
—La burda evidencia ¿no? —respondió Mariana sarcástica.
Julia se encogió de hombros, le dio la espalda y tomó la dirección a la puerta de entrada. Al otro lado de los cristales, tras la banda de estribor, el agua se abría al paso del Royal Princess. La pequeña ciudad de Kom Ombo había desaparecido y en su lugar aparecían las casas aisladas de la orilla entre la vegetación tras la que se ocultaba el desierto. Estuvo un buen rato mirando fascinada hasta que se dio cuenta de que estaba sola. Mariana había desaparecido de nuevo y, no sabiendo qué hacer, optó por dirigirse al camarote.
Mariana, entretanto, probó a buscar a Ada, sin resultado, y empezó a desesperarse. ¿Es que en un lugar tan preciso y cerrado como era el barco la gente podía esconderse impunemente?
En uno de sus paseos se topó con Ricky Llano, que subía a la terraza cargado con la silla de ruedas plegada para recoger a su padre, al que había dejado montado ya abajo, en el ascensor. Arriba, el calor pegaba fuerte y el traslado de Ignacio a la silla les hizo sudar a ambos, padre e hijo.
—Esto sí que es una jodida desgracia —dijo Ignacio señalando de mala gana sus piernas—. En casa se aguanta malamente, pero en viaje todo son obstáculos. Yo no tendría que haber venido.
—Venga, papá, no te lamentes, que no es para tanto. Tú por lo menos puedes hacer un viaje como éste y cambiar de aires.
—A nadie que esté en su sano juicio se le ocurre cambiar de aires en el desierto. ¡Bah! Y luego todo el rollo de las visitas a las ruinas. Si yo tuviera vuestras piernas…
—Te verías raro con las mías —dijo Mariana, sorprendida de bromear con Ignacio.
—Las tuyas las querría yo para otra cosa —respondió Ignacio con voz rijosa.
—Papá, por favor. No seas tan impulsivo —le reprochó un sonriente Ricky haciendo un gesto de complicidad hacia Mariana.
—Peores cosas me han dicho notorios criminales —dijo a su vez Mariana.
—¿Me estás comparando? —protestó Ignacio.
—Nada más lejos de mi ánimo —mintió descaradamente Mariana.
—Yo creo que papá daría bien en el papel de asesino sádico, ¿no crees? —propuso Ricky con una sonrisa de oreja a oreja mientras su padre hacía un gesto despectivo.
—¿Y tú? —contraatacó Mariana mirando a Ricky.
—Yo como asesino sería muy perezoso. Un veneno de esos que no dejan rastro en el cuerpo y a correr.
Mariana se despidió de ellos después de echar un vistazo por la terraza. Tampoco esta vez se encontraba allí Pedro Guzmán. Mohína, se dirigió a la escalera de caracol y empezó a bajarla cuando vio aparecer la cabeza de Pedro por la misma.
—¡Por Dios! —exclamó con tal fuerza que el otro hubo de agarrarse a la barandilla—. ¡Ya era hora de que aparecieras!
—No, por favor, más historias de asesinatos no, te lo suplico.
—Sólo quería saber por qué navegamos y adónde vamos.
—Navegamos hacia Asuán, cumpliendo con los planes previstos.
—¿La policía desembarcó? ¿Han dejado a alguien a bordo?
—Nos atenemos a lo que hay. El forense hizo la autopsia…
—¿Tan rápido?
—La encontraron a primera hora de la mañana. La autopsia ha certificado que Dolores murió ahogada. Tenía los pulmones llenos de agua, lo que aleja toda duda respecto al modo en que murió.
—Toda, no. ¿No había marcas de agresión? ¿Han hecho análisis para ver si había alguna sustancia extraña en su cuerpo?
—Mariana: se ha ahogado y no han visto nada relevante en el cuerpo que hiciera pensar en otra cosa. Cuando la muerte es tan clara, nadie investiga a ver si, por casualidad, le cayó un aerolito en la cabeza o un indígena le clavó una flecha empapada en curare con su cerbatana. Tú eres juez y deberías saberlo mejor que yo. El forense ha concluido que se ahogó.
—Si te caes, puedes nadar, el río no era tan ancho en esa zona.
—Pues tuvo que perder el conocimiento. Por favor, no seas cabezota y no sigas dando la lata. Ahora va a resultar que cuestionas hasta al forense. De verdad, Mariana, estás obsesionada y yo estoy a punto de perder la cabeza a cuenta de tus sospechas y tus manías. Déjalo estar. Déjalo estar de una vez —dijo, y se alejó furioso escalera arriba, hacia la terraza. Mariana se quedó inmóvil, afectada por la reacción de Pedro, y descubrió que estaba tan fuertemente aferrada a la barandilla que la mano se le había quedado acalambrada en ella.
—Tiene razón, Mariana —la voz de Julia le llegó desde abajo, desde el rellano de su piso. La miraba afectuosamente, con un pie apoyado en el primer escalón—, le estás volviendo loco. Si quieres hablar, habla conmigo, a mí me puedes contar todas tus sospechas y hablamos cuanto quieras, pero a él déjale tranquilo. Ha estado soportando un estrés que no lo quisiera para mí.
—Vale. Es verdad. Lo siento. Pero es que no puedo entender que Dolores se cayera así por las buenas al río; no puedo entender que no tratara de nadar para ponerse a salvo, una chica joven y deportista como ella; y no puedo aceptar que todo el mundo parezca haberse olvidado de Carmen…
—Todos excepto su hija, Tati, que sigue con esa pinta de compungida que no sé si es natural o responde a un sentimiento concreto. Y tampoco Ada parece haberla olvidado —añadió—. Yo creo que es ella quien más lo ha sentido, junto con Tati. Pero, en realidad, nadie se ha olvidado de Carmen. Lo que sucede es que no se puede hacer nada más que esperar.
—Es verdad y ¿sabes que te digo? Que no volveré a dar la lata a Pedro porque es inútil; pero, en cambio, voy a hablar con Tati y con Ada.
—¿Con Tati? ¿Qué te va a decir ella?
—Nunca se sabe. Posiblemente, nada. Pero es la persona más escondida del elenco familiar, la que menos ve y deja ver. A veces me pregunto si tiene vida propia o, por lo menos, algo que decir. Yo sólo quiero saber cómo está, qué siente respecto a su madre… y qué siente respecto a Ricky y el resto de la familia. Es la imagen misma del conformismo, y sé que la gente, qué quieres que te diga, la gente que parece inexistente guarda ideas y pensamientos que te pondrían los pelos de punta. Total: que esto no ha terminado —dijo finalmente con ademán voluntarioso, terminando de bajar los escalones hasta el lugar donde se encontraba su amiga; allí se detuvo un instante para tomar aire y luego, con gesto decidido, se encaminó a los camarotes de la segunda planta.
—Eres imposible —suspiró Julia.
No pudo dar con Tati ni con Ada y ahora, sentada junto a la ventana del camarote, habiendo perdido también de vista a Julia, Mariana leía distraídamente, bien enfrascándose en el libro de Collins, bien dejando correr la mirada por el paisaje.
La orilla le seducía tanto porque traía a su mente el paisaje de los belenes de Navidad con los que reproducían en casa, todos los años cuando eran niños, su hermano y ella, el nacimiento del niño Jesús a escala doméstica, un pequeño espacio ritual formado por ríos de plata, montañas de corcho, arena y musgo, y palmeras y las figuritas de los diversos oficios distribuidas en torno al portal de Belén, del que poco más tarde escaparían José, María y el niño rumbo a Egipto; pero el paisaje le recordaba sobre todo los belenes que montaban los centros comerciales y que su madre los llevaba a ver, reproducciones minuciosas y detalladas formadas por piezas de artesanía y algunos burdos mecanismos para hacer correr el agua, mover los molinos e iluminar la noche fingida ante el portal de Belén. Ahora, al caer la tarde, recorriendo esa orilla verde y albero, contemplaba con sensible placer las formaciones de plantas que parecían zumaques y las palmeras detrás de ellos; veía aparecer de tanto en tanto pequeñas viviendas, algunas coronadas por una antena parabólica ajena al belén; otras veces eran conjuntos de casitas sin techo, abiertas por arriba, con aspecto de haber quedado inacabadas. Los diques subían hasta la línea de cultivo salpicados de tanto en tanto de escaleras que descendían hasta el agua. Tras la primera línea de vegetación menudeaban unos árboles altos, acacias y sicomoros y algún otro que no reconoció, y también majestuosos papiros de considerable tamaño. Cuando desaparecían los diques, la hierba se alineaba con la orilla y allí se veían vacas oscuras y hombres y chiquillos metidos en el agua hasta las corvas; aquéllos inclinados sobre la superficie y abstraídos en su ocupación, que le recordaba la de los buscadores de almejas y gusana en la ría de San Pedro del Mar; los chiquillos se bañaban alborotando; de vez en cuando aparecía una barca de remo gobernada por el pescador, o atracada en alguno de los muelles, o varada en la orilla. Más adelante, el río se bifurcaba y aparecían manchas de arena en el suelo e islas herbáceas, sin arbolado y planas. Luego reaparecían los diques, volvían a desaparecer por tramos y entonces era la hierba la que de nuevo se alineaba con el borde del agua, incluso se acercaba al flanco del barco en algún estrechamiento. De pronto, el suelo se elevaba otra vez y el barco se alejaba de la orilla: era un dique mucho más alto que los anteriores y, sobre él, una pequeña población de casas bajas. Vio aparecer una altísima chimenea de ladrillo y más allá un minarete iluminado con franjas de luces de colores, como una discoteca. Atardecía. Al pie de un dique que corría a lo largo de una extendida agrupación de casas había pantalanes que revelaban una actividad mayor. Caía la luz; un sol deslumbrante y declinante asomaba a ratos entre las copas de los árboles, despidiéndose. Pronto llegaría la oscuridad viva y fragante para dar paso a un cielo intensamente azulado que dejaría ver las estrellas, y las luces de tierra alumbrarían las entradas de las casas o asomarían por las ventanas en compañía de las voces de las familias.
(Mariana suspira y cierra el libro. Es tarde y pronto tendrá que ir a buscar a su amiga para la cena. La nostalgia del belén de Navidad se convierte en una realidad vívida y fascinante encarnada en esa orilla del Nilo que ahora la llena de gratitud y bienestar, que le hace recuperar sensaciones de placer e intimidad tan gratas que se pregunta qué hace mirando por la ventana cuando lo que en verdad le gustaría es desembarcar y pasear por ese modo de vida que siente latir y respirar a pocos metros de ella. Ve algunos caminantes cargados con bultos, un pescador que recoge sus redes, una mujer seguida por dos niñas; imagina el parloteo a la puerta de las casas, acabada la jornada, y siente la nostalgia de tocar, palpar la vida sencilla, el curso de la naturaleza. El calor se ha de estar retirando, aunque ella, con el aire acondicionado, no lo nota. Éste es el momento en que la tierra empezará a emitir sus olores a medida que la vaya cubriendo la oscuridad y el frescor y una ligera brisa los esparza por todo al ámbito natural. Con un gesto de decisión, se levanta de la butaca, guarda el libro, se alisa y ajusta el vestido y se dispone a salir al exterior, a recibir desde la terraza todo aquello con lo que ha llenado sus ojos y su imaginación desde la butaca, medio ensoñando. Por un momento percibe el ámbito extraordinario del río, el desierto y las gentes que pueblan las orillas y comprende, a la vez, que navega entre todo ello sin que nada le pertenezca ni participe de esa vida fluyente más que con su curiosidad, su memoria y sus emociones, pero ha llenado enteramente su corazón y siente el alma en paz por fin, el espacio que andaba buscando desde que pisó suelo egipcio).