A la hora del almuerzo, el comedor era un hervidero de comentarios. Se notaba en la animación de las conversaciones que la noticia de la inminente invasión de Irak ocupaba el centro de todas las conversaciones, pero nadie parecía sentirse concernido por un peligro inminente. En el clan Montesquinza, reunido en su totalidad, reinaba un ambiente contradictorio: si unos permanecían callados y recogidos en sí mismos, otros departían como si nada hubiera ocurrido.

Mariana pudo advertir que Ada, la secretaria, estaba siendo progresivamente disgregada del resto. Sin duda, su ocupación finalizaba con la muerte de Carmen, pero esto no tenía por qué ser inmediato (de hecho, ella debía de tener mucha información importante sobre la actividad de Carmen) y, además, era una cuestión de educación tratarla como hasta entonces se la había tratado en vida de su jefa. No parecía que esta última consideración se estuviese cumpliendo por más que, al no haber aparecido el cuerpo, no se la podía dar oficialmente por muerta. En todo caso, Mariana creía ver un evidente comportamiento con Ada bien de venganza por quién sabe qué molestias, bien una actitud clasista y excluyente. Esto último le desagradaba.

No había logrado sentir el menor aprecio por el clan con la excepción de Ada, que no pertenecía propiamente al mismo, y de Carmen; pero no quería dejarse llevar por prejuicios a la hora de atribuir un crimen a cualquiera de ellos. Ni siquiera podía descartar a la misma Ada, aunque se le hiciera cuesta arriba aceptar su hipotética culpabilidad; sabía por experiencia cuánto podían llegar a engañar las apariencias, y el afecto que Ada mostraba por Carmen no la libraba definitivamente de sospecha. Pero ahora la necesitaba. La desaparición de la carpeta de documentos la tenía sobre ascuas porque evidenciaba, no sólo un posible móvil para el asesinato, sino la certidumbre de que la llave del camarote debía de estar en poder del asesino. Antes de bajar al comedor, Mariana estuvo hablando con la camarera de la planta y ésta le explicó que el capitán guardaba la tarjeta maestra en su poder y debían solicitársela cada día para asear los camarotes de la planta teniendo prohibido expresamente el acceso al de la mujer desaparecida, de modo que éste quedaba así aislado y fuera del alcance del servicio; esto le hizo pensar que la policía no tenía noticia de la llave en poder de Ada, lo cual era sorprendente y sospechoso a la vez, pero decidió callar al respecto. Hasta que no consiguiera aclarar sus ideas respecto a los documentos escamoteados, de vital importancia para establecer el carácter criminal de la desaparición de Carmen, la tarjeta de Ada se convertía en clave.

Quien más se preocupaba por Mariana era Julia. Lo expresaba en gestos y miradas como las que estaba mostrando ahora al ver cómo Mariana no apartaba los ojos del clan Montesquinza. Afortunadamente, la aparición de sus compañeros de mesa desconcentró a su amiga. Esta vez, el chef había sustituido la habitual comida francesa por un almuerzo típicamente egipcio. El primer plato en bufet, donde podían encontrarse las mizze, las típicas entradas frías: kobiba, baba ghannoush, hummus, las deliciosas kibbeh o el sambousek, por lo que se formó una corriente de invitados plato en mano que se servían al mismo tiempo que se transmitían información. Después, ya más calmado el revuelo, aparecieron pequeñas parrillas con brasas sobre las que reposaba el kebab en sus diversas variantes: pollo, ternera y los kufta, rollos de carne picada de cordero. Todo ello acompañado del clásico arroz con verduras. En suma, una novedad que tuvo a todo el mundo muy entretenido en torno a sus mesas.

El constructor no estaba al tanto de los inminentes movimientos de tropas en torno a Irak, pero en cuanto supo que el presidente Aznar participaba del clima bélico, no dudó en alinearse con él. El financiero, en cambio, sí estaba al tanto y seriamente preocupado por los acontecimientos. No desaprobaba una intervención, pero temía sus resultados, sobre todo en lo referente al petróleo. Ninguno de los dos, sin embargo, veían la probable invasión como un acto unilateral, sino como el resultado de una situación insostenible.

—Ese Sadam Hussein es el mayor tocapelotas del globo y se va a llevar un revolcón que no olvidará —afirmaba con entusiasmo el constructor.

—Lo más importante es localizar cuanto antes las armas químicas y biológicas, destruirlas y hacerlo con limpieza y rapidez. La rapidez es la clave, o se meterán en un fangal —apuntó el financiero.

Mariana trató sin éxito de plantear que actuar sin la protección del Derecho Internacional era una mala práctica y un precedente muy peligroso.

—Cuando hay que actuar, hay que actuar. No podemos andarnos con blandenguerías, no podemos andar cogién-do-nos-la (aquí se trabucó con la palabra) con papel de fumar ¿no es cierto? —dijo el constructor.

—Y volviendo a tierra —dijo el financiero—, ¿sabemos algo más de nuestra dama desaparecida?

—Nada —contestó Mariana—. A estas alturas seguimos como al principio. Yo sigo temiendo que se haya ahogado.

—Qué pena ¿verdad? —dijo la esposa del constructor—. Tan llena de vida e ir a morir de una manera tan tonta… Es que se me encoge el corazón cada vez que lo pienso.

—Pues no lo pienses —dijo su marido—. Aquí no hemos venido a entristecernos.

—Joder, Manolo, cómo puedes ser tan insensible.

Mariana intervino para adelantarse a lo que preveía que iba a ser la respuesta del constructor.

—De todos modos, será interesante ver lo que nos dice el cuerpo, cuando lo encuentren.

—Pero no sabemos si la señora Montesquinza está muerta —terció la esposa del financiero.

—Querida, me parece que, de una manera o de otra, aquí todo el mundo la da por muerta —apuntó él.

—Yo no creo en las casualidades —sostuvo Mariana—. O, mejor dicho, no creo que la gente se vaya así como así de un barco sin dar explicaciones. Una vez, puede que ocurra; dos, no.

—¿Qué es lo que quieres decir? —inquirió, curioso, el financiero.

—Sólo eso: que no creo en las casualidades.

—No podemos hablar de dos desapariciones. Si a quien te refieres es a la jovencita rubia de la otra noche, he sabido que se ha vuelto a El Cairo razonablemente avergonzada. Tiene una explicación. No es lo mismo que el caso de Carmen Montesquinza.

—Si la señora Montesquinza cayó al agua, más pronto o más tarde aparecerá su cadáver —dijo Mariana esquivando la respuesta implícita al comentario que él había hecho. No iba a utilizar aún la conversación que había sorprendido entre Pedro Guzmán y Tom Griffin—. Yo sospecho que el cadáver no tardará en aparecer. La policía, a lo que tengo entendido, está cribando el río en su busca. A medida que pasa el tiempo, la de la muerte parece ser la respuesta más razonable a la desaparición. En cuanto a Dolores Beaudine y su huida a El Cairo…, no deja de sorprenderme esa tardía aparición de la vergüenza, francamente.

La conversación pasó poco a poco a tratar de asuntos más domésticos del propio crucero, a lo que contribuyó la llegada de los postres, que causaron tantas exclamaciones de placer como de resignación ante lo inevitable.

—Un día es un día. No vamos a irnos de Egipto sin haber probado los postres tradicionales ¿no creéis? —Con este argumento, la esposa del constructor allanó el camino a los seis comensales, que se dedicaron a degustar el omali, la baklava y la kumafa entre exclamaciones de placer.

—Si no hiciera este calor, bajaría al muelle a correr para quemar estas delicias y todo lo anterior —dijo Julia—, pero me temo que voy a echarme una siesta y en todo caso ya veremos si me animo al caer la tarde.

—¿Eso dices tú? —protestó Mariana—. ¿Tú, que eres una flaca de envidiar?

—Mira, las señoras de esta mesa estamos estupendas y podemos soportar perfectamente una comida egipcia —respondió Julia.

Las dos esposas acogieron con animosas exclamaciones las palabras de Julia y, reconfortadas, se recostaron en sus sillas ante la mirada complaciente de sus maridos. Mariana y Julia, en cambio, optaron por retirarse y se despidieron de sus compañeros de mesa.

—Te propongo —dijo Mariana— subir a tomar el café al salón-bar, donde vamos a estar a solas, tan a gusto y con una temperatura ideal. Sólo espero que a esos cuatro no se les ocurra seguirnos.

—No lo harán, descuida. Tras la sobremesa, si es que llegan a ella, van directos a la siesta. Yo creo que esas dos ardientes y jóvenes esposas los tienen muertos, en justo castigo a su perversidad. En cuanto a ti ¿hace mucho que no escuchas jazz? —dijo Julia afinando venenosamente sus palabras.

—¿Jazz, dices?

—No sé. A lo mejor, por una de esas casualidades en las que no crees, está el trío improvisando alguna cosa en la penumbra. Unas melodías en plan nostálgico mientras saboreamos unos cafés tropicales.

—No se me había ocurrido, ahora que lo dices. Pero, sí, estaría bien, unos solos de alto contenido emocional…

—Un saxo tórrido que vibra sensualmente a tu lado halagándote los oídos como el susurro de un amante…

—Tocando una vieja y hermosa canción sureña junto al Misisipi a la sombra de una secuoya…

—¿Hay secuoyas en el Misisipi?

—Debería haberlas.

—Pues yo creo que son propias de California.

—Oye, no te pongas académica; sigamos con la melancolía.

—Vale: un corazón estremecido, la abierta flor de la magnolia exhalando su perfume turbador…

Llegaron al vestíbulo y avanzaron hacia el salón. Estaba abierto, sin luz, sin música, vacío.

Ahogadas las ensoñaciones, se acomodaron en el salón.

—Escucha, Julia: creo que hay algo muy oscuro en la despedida de Dolores.

—Ay, Dios mío, Mariana, no me mates. ¿Qué es lo que pasa ahora? ¿Es que no puedes vivir sin pensar en toda clase de misterios?

—He oído una conversación… —dijo Mariana sin inmutarse, y relató a su amiga lo escuchado a través de la puerta del camarote. Julia se la quedó mirando entre la expectación y la exasperación.

—¿Y de eso tú deduces que…? —aventuró sin comprometerse.

—Deduzco que ha llegado la hora de interrogar a Pedro acerca de Dolores.

—Insistirá en lo que ya sabemos: que está en El Cairo; o incluso que ha vuelto a su país.

—No —dijo Mariana con tal seguridad que su amiga se intrigó—. No puede seguir con esa farsa. Todo lo más que puede reconocernos es que, efectivamente, ha desaparecido y no saben nada de ella. Pero yo no creo que esté en El Cairo, sino en el fondo del río.

—¡Mariana!

—Vuelvo a mi tesis primera, Julia. Quien indujera a Dolores a aceptar la apuesta de bailar como bailó ante los asistentes a la fiesta comprendió que, cuando ella se enterase de la sospechosa desaparición de Carmen, la muchacha ataría cabos pronto o tarde. Más bien pronto que tarde, en mi opinión.

—Puede que sí y puede que no. ¿No te parece que eso debía de haberlo pensado antes?

—Puede que sí y puede que no. En el segundo caso, no habría previsto el riesgo casi seguro de que la chica hablase; o puede que quizá lo tuviera en cuenta y ella estuviera condenada desde el principio. En fin, que yo quería hablar con ella lo sabía todo el mundo, porque fui tan imprudente como para no ocultarlo. El asesino no podía tener la menor duda acerca de lo que yo pretendía saber, de modo que la chica, de un modo u otro, tenía un destino fatal. El río fue la solución. Ya tiene práctica —concluyó con sarcasmo.

—Siguen siendo suposiciones. Esto de que tengamos a bordo a alguien que se dedica a tirar a los pasajeros por la borda me parece de locos.

—Las locuras pueden ser premeditadas.

—En cambio, la imaginación de una juez —respondió Julia con un suave tono de burla en la voz— cuando echa a volar no hay quien la detenga.

—A ver, Julia, dame otra explicación distinta de la que yo sostengo.

—¡Yo qué sé! La han ayudado a salir del barco y punto.

—Estaban abrumados. Nadie se abruma así por haber ayudado a escapar a una chica avergonzada. No, Julia: no hace falta ser un lince para darse cuenta de que han tapado algo mucho más gordo. ¿Qué es? Te diría que me lo imagino, pero prefiero que me lo cuente el propio Pedro.

—Pues ahí lo tienes —dijo Julia.

Mariana se volvió hacia la puerta del salón, que estaba abierta de par en par, y lo que vio la dejó atónita.

Pedro Guzmán, rodeado por unos tipos que al pronto no reconoció, parecía sumido en la más negra desesperación. Se agitaba, se daba la vuelta, se llevaba las manos a la cabeza y mostraba la más desolada e incrédula expresión que nunca antes viera en su rostro. Parecía haber perdido todo control, él, un hombre tan comedido siempre, tan seguro de sus movimientos y de sus actos. Los hombres que lo rodeaban gesticulaban y hablaban cada uno a su aire, por lo que toda la escena semejaba una grotesca representación de mimo sin director, con los actores librados cada uno a sus propios impulsos. Estaban solos en el amplio vestíbulo de la entrada, con excepción del encargado de la recepción, que los contemplaba con el mismo asombro que Mariana.

Cuando por fin parecieron calmarse, Pedro Guzmán dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo en actitud de absoluto abatimiento. De los tres hombres, dos abandonaron rápidamente el lugar y el tercero se dirigió al teléfono del mostrador de recepción, dejando a Pedro solo, componiendo una imagen patética. Y probablemente hubiera seguido clavado al suelo de no ser porque Mariana se adelantó unos pasos dejándose ver bajo el umbral del salón, tras el que se resguardaban Julia y ella.

Al verla, lo primero que se reflejó en el rostro de Pedro fue un gesto de rechazo, que se borró de inmediato ante la involuntaria mueca de incomprensión que Mariana dejó escapar; luego se cubrió la cara con las manos, como si lo abrumara el hecho de haber sido descubierto en una situación infortunada. Por fin, al cabo de unos segundos, retiró las manos del rostro, recompuso el gesto y miró a Mariana como si reconociera ante ella un desastre y, a la vez, implorase su perdón.

—Pedro… —dijo ella, avanzando unos pasos hacia él—. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Quién era esa gente?

Pedro tomó aire y emitió un hondo y pesaroso suspiro antes de responder.

—De todas las personas a las que no quisiera tener que encontrar en este momento, tú eres la primera —dijo con una voz que era casi una súplica.

—¿A mí? Por Dios, Pedro, ¿qué ha ocurrido?

—Me avergüenza decírtelo, pero no te lo puedo ocultar. Ha aparecido el cadáver de Dolores Beaudine.

—¿El cadáver? —inquirió Mariana con un gesto de horror—. Entonces… está muerta, como yo creía.

—Sí —confirmó Pedro dejando caer la cabeza sobre el pecho—. Está muerta. Como tú creías. Lo peor —continuó diciendo y rehuyendo su mirada—, es que yo también me lo temía.

—Y no me lo dijiste.

—Lo siento. Creímos que era lo mejor que podíamos hacer.

—¿Quiénes? ¿El americano y tú?

—Sí.

Siguió un largo silencio. El recepcionista se había retirado discretamente a su rincón fingiendo estar atareado. Mariana y Pedro se encontraban ahora frente a frente y por detrás de Mariana asomaba la mirada compasiva de Julia. Tras un primer titubeo, Mariana tomó del brazo a Pedro y lo introdujo en el salón mientras Julia retrocedía. Los tres se quedaron en pie, cada uno frente al otro. Al fondo del salón, tras la barra del bar, se empezó a oír el ruido característico de la cristalería al ser ordenada.

—Así que habéis ocultado la muerte de Dolores con una mentira. Incluso a su familia.

—No exactamente. Ocultamos su desaparición con una mentira piadosa mientras intentábamos averiguar qué había sucedido con ella. El hallazgo del cadáver acabo de conocerlo ahora mismo —hizo una seña con la cabeza, refiriéndose a los hombre que lo habían rodeado unos momentos antes— Griffin me va a matar —murmuró luego para sí.

—¿Griffin?

—Lo convencí para que me ayudase a aplazar la noticia de la desaparición. Él es ahora responsable ante la familia de haberla silenciado. Pero ¿qué podía yo hacer? —dijo con un ademán de desesperación—. Habría sido terrible dar la noticia al día siguiente de la desaparición de Carmen, el crucero se habría desintegrado y, en realidad, no sabíamos nada, no quería sembrar la alarma sin motivo.

—¿Te parece poco motivo? —le reprochó Mariana—. Antes se coge a un mentiroso que a un cojo —en su voz se advertía una mezcla de piedad e ira.

—No tengo excusa —musitó Pedro.

—Eres una calamidad, Pedro, una calamidad. ¿Cómo te figuras que vas a salir de ésta? —intervino de pronto Julia—. ¡Dios santo, qué situación!

—¿Vas a informar al pasaje? —preguntó Mariana.

—No sé cuándo y lo aplazaré si puedo. Antes tengo que hablar con Griffin y comunicarme con la familia. A la pobre Dolores la encontraron al amanecer, por lo que parece. Ahora vamos a ver qué nos dice el forense y luego… no sé. En fin, la maldición ha caído sobre este barco.

—Venga, ten coraje. A estas cosas, cuanto antes se les plante cara, mejor —le animó Julia—. Tú sólo tienes la culpa de haber callado, no de la desaparición de ninguna de las dos mujeres.

—Por cierto —dijo Mariana cuando Pedro se disponía a alejarse—. Avísame en cuanto se conozca el resultado de la autopsia; me debes una.

Pedro le dirigió una dolorosa mirada antes de seguir su camino.

—¿No podías habérselo pedido en otro momento? —le dijo Julia al oído cuando el otro se alejaba en busca del comandante.

—No sé tú, pero yo voy a ver si me adormilo un rato, en plan anestesia.