La atmósfera del barco había cambiado de manera perceptible desde la desaparición de Carmen Montesquinza. A ratos, se veía a los invitados formando corrillos, como en demanda de noticias. Nadie parecía haber perdido la calma, pero se percibía el cambio de actitud. Pedro Guzmán y su jefe de protocolo atendían a todo el mundo con la sonrisa en los labios, aunque haciéndoles partícipes de la contrariedad a la que estaban haciendo frente, lo que generaba un clima de benevolencia. Por fin, el velo de inquietud se fue disipando en cuanto la práctica de los organizadores hizo que enseguida se encarrilasen las actividades previstas antes del calor agobiante que se esperaba a mediodía, por lo que la mayor parte del pasaje se puso en marcha rumbo al magnífico templo dedicado a Horus el viejo, a unos cuatro kilómetros del centro de Kom Ombo. El templo estaba situado en un promontorio con vistas al Nilo y la gente, momentáneamente olvidada de los dramáticos incidentes que planeaban sobre ellos, se dispuso a disfrutar con la prometedora excursión. Mariana y Julia entre ellos, aunque la primera se resistía a abandonar el barco, demasiado interesada en investigar la escena del presunto crimen. Pese a que la distancia al templo invitaba al paseo, se había dispuesto un autobús, que la mayoría aprovechó. Mariana, viendo que el grupo de gente joven se decidía por abordar en bloque uno de ellos, se les unió dispuesta a entablar conversación. Kom Ombo llevó el nombre del dios cocodrilo Sebak antes de convertirse en Ombos, centro de importancia militar para el comercio entre Egipto y Nubia en el período tolemaico, mercado de oro y, sobre todo, mercado de elefantes para la guerra. Era una ciudad pequeña y sencilla, sin especiales alicientes aparte del templo y algunos bazares en la arboleda existente entre el templo y el río.

Durante el breve trayecto, Mariana entró en conversación con dos jóvenes que habían hecho amistad en el barco con Dolores Beaudine. Las dos confirmaron que Dolores se había pasado la mayor parte del día siguiente a la fiesta encerrada en su camarote por causa de la resaca. Una de las chicas se acercó hasta la puerta del camarote de Dolores, pero desistió de llamar porque dentro escuchó dos voces, ninguna de las cuales pertenecía a Dolores. Tampoco reconoció las dos voces, aunque no tenía duda de que eran voces masculinas. Mientras se alejaba por el pasillo no oyó abrirse ninguna puerta, por lo que era de suponer que aún continuara aquella discusión algunos minutos. Mariana comprendió que las voces pertenecían a Pedro y a Griffin.

Se preguntó si el silencio de Dolores significaba que estaba haciendo su maleta mientras los dos hombres discutían la estrategia y el modo de sacarla del barco sin llamar la atención. ¿Había algún testigo de su partida? Alguien que viera un coche estacionado en el muelle, por ejemplo. Lo cierto era que lo habían resuelto con suma discreción.

Toda la visita al templo la realizó distraída, al contrario que Julia. Lo único que verdaderamente le llamó la atención fueron los cocodrilos momificados en la capilla de Horus y el pasadizo secreto entre los santuarios gracias al cual los sacerdotes emitían la «voz» de los dioses en respuesta a las plegarias de los peregrinos. A la vuelta hizo algún otro contacto que no la ayudó en nada en su deseo de averiguar si durante los breves días del viaje Dolores había dado muestras de intimar o al menos de tratar con especial deferencia a alguno de los pasajeros del crucero. El origen de la apuesta la obsesionaba.

Luego, uno de los chicos del grupo le confirmó que había hablado breves segundos con Dolores al acercarse la hora del almuerzo, para avisarla, y que ella contestó que no se encontraba bien y que prefería seguir durmiendo. Fue entonces cuando Dolores tuvo la oportunidad de conocer la desaparición de Carmen porque el mismo joven se lo comunicó. Hablaban con la puerta entreabierta y, según él, su aspecto era de haber dormido mal y tener muy pocas ganas de hablar. Él le comunicó la noticia por darle conversación, para ayudarla a salir del sopor, pero Dolores no pareció dar importancia a la información y se metió para adentro murmurando algunas frases incoherentes. Ésa debió de ser la última vez que uno de sus compañeros de viaje la vio en persona.

El autobús de vuelta los dejó en el muelle. Otros viajeros quedaron en la zona de los zocos tras pactarlo con el segundo autobús. Mariana regresó con los primeros.

En el barco no había novedades. La policía había vuelto y estaban despachando con Pedro Guzmán. Mariana hubo de vencer su curiosidad y retirarse a su camarote en busca de su bañador; luego, ataviada con un pareo y llevando consigo libro y bolso, subió a tomar el sol. Ella y Julia resistieron en las hamacas hasta que el calor las obligó a zambullirse en la piscina. Después, apenas se secaron, retrocedieron hasta la terraza entoldada, pues bajo el sol resultaba difícil leer. Allí, al abrigo de dos gin-tonics, se dedicaron a la molicie y ella se sumió en la lectura.

Sin embargo, no conseguía concentrarse. Había visto a Pedro Guzmán realmente preocupado y nervioso. Su calma habitual, su don de gentes, seguían estando a la vista, pero esta vez se notaba que estaba haciendo un verdadero esfuerzo para mantener la apariencia de relajación. A Mariana, en cierto modo le recordaba a su hermano Antonio en esa faceta de «conseguidor» que ambos practicaban, y no le resultaba extraño identificarse con la preocupación de Pedro. Lo cierto era que el crucero no estaba siendo lo que en principio cabía esperar, que las irrupciones de la policía creaban un clima adverso a las intenciones de Guzmán, que la inquietud no siempre era disimulable y que hasta ese momento el anfitrión y factótum del evento había conseguido que no cundiera el desánimo aunque hubiera alguien predispuesto a ello. Pero, de todos modos, las cosas sólo podían ir a peor y la única esperanza de Guzmán y su equipo era la de llegar completos a Asuán. Desde allí, sólo quedaba la visita a Abu Simbel, de la que muy probablemente nadie se apearía y, conseguido este objetivo, el resto era volver a Asuán por el mismo camino y embarcar en el aeropuerto rumbo a El Cairo. Con ello quedaban salvados en parte los objetivos. El desenlace del misterio, si es que lo había, no llegaría a alcanzarlos.

Como estaba inquieta, saltaba de la lectura a la realidad sin encontrar una postura corporal que la fijara y relajara en el sillón de anea donde se había recogido. Unas mesas más allá de la suya, los Llano de Prada, padre e hijo, disfrutaban de su aperitivo sin dar la menor muestra de preocupación. De hecho, pensó que en ningún instante habían ofrecido el menor sentimiento de consternación, salvo en aquellos momentos concretos en que representaban su papel de parientes dolientes ante los demás. De todo el clan, sólo Ada parecía sentir más la desaparición de Carmen. El resto mantenía sus posiciones: el cuñado se limitaba ofrecer su aspecto de plantígrado soso y su segunda esposa había acentuado ligeramente su trabajada cursilería; Carola mariposeaba de unos a otros, con preferencia por Ricky cuando éste no estaba con Tati; Tati parecía tan ida como incapaz de tomar ninguna decisión; y el abogado, del que Mariana seguía pensando que le faltaba un hervor, se movía entre todos sin hallarse a sí mismo, aunque procuraba acompañar compasivamente a Tati.

La verdad es que sentía una decidida antipatía hacia los Llano. Si el padre fue un agente de cambio y bolsa retirado, cuya retirada le daba en la nariz que escondía algo extraño, el hijo no presentaba trazas de haber conseguido en la vida mayor logro que el de parecerse a sí mismo. Sin la menor duda iba tras la fortuna de Carmen encarnada en Tati, como una segunda edición de lo que probablemente ocurrió entre su padre y Carmen. Le extrañaba que Carmen pareciera contemplar con benevolencia la relación entre su hija y su ex hijastro, y estaba segura de que en ningún momento se le habrían escapado las intenciones de éste. Si le había dado la patada a Ignacio, no de su vida, pero sí de su cama ¿qué necesidad había de reintegrar al seno familiar al hijo? ¿O acaso, conociendo a Tati a la que, desde luego, no estimaba en mucho, lo aceptaba como un mal menor? Porque, al fin y al cabo, en el refrán de «Más vale malo conocido que bueno por conocer» Ricky hacía de malo conocido. Y, sin embargo, Carmen no parecía una mujer carente de iniciativa; sería una antigua, pero no tenía un pelo de tonta. —Y no tan antigua —se dijo malévolamente—, porque a pesar de que dentro de cierto tipo de familias muy bien acomodadas toda la capacidad y la energía empleada en hacer fortuna se tornaba a menudo en un asunto de melindres en lo que se refería al circuito cerrado de su mundo social y personal, la vida íntima de Carmen Montesquinza tenía su morbo… Por otra parte no dejaba de intrigarle que mantuviera a los Llano dentro de la familia si era cierto que Ignacio había manipulado indebidamente fondos de Carmen. Pero también había otra posibilidad: que Ignacio poseyera información que era mejor mantener bajo control comprando su silencio.

Mariana se desperezó mirando a un lado y otro, recogió el libro, se ajustó el pareo y le anunció a Julia que bajaba al camarote a vestirse para el almuerzo.

—Aún falta una hora, por lo menos —protestó Julia.

—Tú quédate y protege lo que queda de mi gin-tonic porque pienso volver.

Sentía la necesidad de moverse, sin saber en qué dirección ni por qué. En realidad deseaba algo de actividad y no sabía cómo encauzarla. Todavía se quedó unos segundos en pie, dudando, junto a la mesa que ocupaban. Luego, con un gracioso encogimiento de hombros, echó a andar. La gente seguía chapoteando en la piscina o tomando el sol, a pesar de las rojeces que aparecían en la piel bajo la capa de crema protectora, con una perseverancia que la admiraba. Ella siempre se había racionado el sol, consciente de lo dañino que resultaba para la piel; la imagen de las mujeres coleccionando arrugas en su primera madurez tras soportar estoicamente horas y horas de sol hubiera bastado para convencerla; pero Mariana era una mujer con un acentuado sentido de la estética y jamás se hubiera permitido tostarse como un san Lorenzo, que era el fin último de la clase media española en la playa.

Al llegar al rellano de su planta, escuchó la música que provenía del piso de abajo, del salón-bar, y continuó descendiendo los escalones al hilo de la melodía. Estaba sonando Easy to love y se dejó llevar. El empleado de la recepción la contempló con un inequívoco gesto de aprecio masculino mientras cruzaba el vestíbulo. Ella se quedó en la puerta del salón, apoyada en el quicio, relajada, escuchando. El hombre que tocaba como Don Byas levantó los ojos y la miró sin dejar de tocar. El ronco sonido del saxo acentuó su grave sensualidad, como si expresara su cálido reconocimiento de aquel cuerpo y aquel rostro silueteados a contraluz. Mariana, cubierta tan sólo por su bañador y su pareo, parecía una odalisca oriental escuchando el discurso amoroso de un galanteador maduro y sentimental.

—¿Perdida en la música?

Mariana se sobresaltó. Pedro Guzmán estaba a su lado, quizá llevase unos minutos junto a ella sin que lo notase. La preocupación que lo trastornaba se había transfigurado en un gesto de serenidad que lo devolvía a su flema habitual. En ese momento vio salir hacia la pasarela a un grupo de gente nativa que sin duda acababa de despedirse de él y se alejaba hablando agitadamente entre sí. Mariana los miró con interés. Luego volvió a Pedro y le interrogó con la mirada, sospechando la respuesta.

—¿Era la policía?

—Era la policía —contestó con el tono de voz de quien se ha librado de un asunto oprimente—. Seguimos sin saber nada, desgraciadamente.

Mariana asintió.

—Dios mío —dijo sin fuerzas—. ¿Cómo es posible? ¿Han buscado en el río? Tiene que estar en algún punto al otro lado de la esclusa.

—Te lo ruego, Mariana, no des nada por hecho. Ellos están apurando todas las posibilidades. Son gente competente, déjalos trabajar.

—Pero ¿también están buscando en el río?

—Sí —contestó Pedro con voz cansada.

—Oye, no te enfades; sólo estoy preguntando.

—No. Estás pensando en el asesinato. Sigues en tus trece.

—Tampoco es así. Quiero saber, eso es todo. ¿Tanto te molesta?

—Mariana, te lo repito: no sabes lo que he pasado desde el primer día. No he pegado ojo, he tenido que tirar de tranquilizantes, me han sentado mal todas las comidas, el crucero ha estado a punto de irse al diablo; sólo quiero un respiro. ¿Es mucho pedir?

—Pedro, tranquilízate. Yo todavía tengo que explicarme la desaparición de Carmen y tú también. Ya veo que la idea de contar a todo el mundo que parece ser un accidente va a relajar la tensión y que tus invitados, afortunadamente para ti, lo aceptarán de buen grado. Pero yo, como invitada, no me contentaría con esa explicación.

—Eres imposible, de verdad —dijo Pedro con un ademán un tanto cómico de desesperación—. Un verdadero tábano. Un tábano encantador, sin embargo.

—Bueno, no me voy a ofender. Y, además, no tengo el menor interés en irritarte, así que olvida lo que he dicho y haz lo que tengas que hacer, tú lo sabes mejor que nadie. Es tu crucero y tu responsabilidad. Hablo en serio: no te preocupes por mí, yo me quedo con mis manías.

—¿Lo ves? Te dejo. Es evidente que no estamos en la misma onda.

Desde luego que no —pensó Mariana viéndole alejarse. Comprendía el alivio de Pedro; él no financiaba el crucero sino que lo administraba por cuenta ajena, pero ella se rebelaba contra la explicación fácil del accidente desafortunado. No lo aceptaría sin más. No creía en las casualidades. Con gesto resuelto se encaminó a su camarote. Se había olvidado de la música.

Entonces se encendió una luz en su mente: Ada.

Mariana llegó hasta el camarote de Ada y tocó a la puerta. Adentro se oyó la voz de la secretaria preguntando por el visitante y Mariana se identificó. La cabeza de Ada asomó primero, en actitud precautoria, y de inmediato le franqueó la entrada como excusándose.

—Perdona, es que estoy un poco nerviosa.

—No tienes por qué —dijo Mariana—. Soy yo y vengo en son de paz.

El comentario arrancó una sonrisa a Ada.

—Necesito —empezó Mariana— que me abras el camarote de Carmen. Aún dispones de la llave ¿no?

—De la tarjeta, sí —contestó Ada.

—¿Te importaría que entrásemos? —preguntó Mariana.

—No, pero… ¿para qué? —Ada no ocultó un gesto de desconfianza.

—Bueno… —respondió Mariana—. Ya sabes que soy juez y tengo bastante experiencia en investigación y, la verdad, me gustaría volver a echar un vistazo. Porque, salvo la policía, nadie ha entrado después ¿no?

—Es que… —titubeó Ana—, ¿sabes algo?

—¿Yo? No. ¿De qué? —preguntó, curiosa, Mariana.

—No sé, no… —Ada dejó la respuesta en suspenso y, con súbita decisión, entró en su camarote y salió enseguida con una tarjeta electrónica en la mano.

El camarote de Carmen Montesquinza seguía estando impoluto, como si lo acabaran de asear. Mariana miró a su compañera con gesto entre inquisitivo y sorprendido y ésta le contestó con un expresivo gesto que venía a decir: yo no he vuelto a tocar nada.

Mariana fue recorriendo el lugar detenidamente, seguida de Ada. Cuando Mariana se detuvo ante la mesita donde aún estaban las revistas, dejó escapar una exclamación de sorpresa.

—¿Qué sucede? —preguntó Ada poniéndose a su lado. Mariana estaba junto a la mesa, con la cartera de documentos en la mano.

—La cartera… La cartera de los documentos. Está abierta. No lo estaba la vez anterior que entré aquí —extrajo los papeles que contenía y se volvió a Ada con gesto de perplejidad—. Aquí sólo hay papeles sueltos, pero recuerdo muy bien que la cartera contenía también una carpetilla simple con otros papeles en su interior y ahora no está, no la encuentro. ¿No la ves por aquí? —Ada negó con la cabeza. Durante un rato, las dos mujeres registraron concienzudamente el camarote. Al final no les quedó duda: la carpeta había desaparecido.

—Y no sabemos lo que contenía —comentó, pensativa, Mariana—. Tendría que haberla abierto y examinado bien la primera vez. Puede contener un móvil que explicase la desaparición de Carmen. Y esto quiere decir —añadió con gesto de fastidio— que alguien más tiene una llave que abre este camarote. No sabes lo que daría por saber quién es.

—El servicio ha de tener una llave maestra —comentó Ada.

—Sí, pero, aparte de que me parece bastante improbable que el servicio haya hurgado en la cartera, el capitán dio órdenes muy severas de que nadie entrase en el camarote de Carmen bajo ningún pretexto; de hecho, la llave maestra está siempre en su poder excepto a la hora del aseo de cabinas. Respecto al servicio, para ellos no tiene utilidad alguna la carpeta, contuviera lo que contuviese, y es lo único que echo en falta. Aquí no ha entrado nadie a limpiar desde que Carmen se fue.

—Pues no veo otra posibilidad.

—Yo sí —dijo Mariana—, y ahora mismo me gustaría saber el paradero de la propia llave de Carmen, por la sencilla razón de que no puede tenerla en su poder nadie más que el asesino.