A la mañana siguiente, una somnolienta Mariana de Marco engullía su desayuno en el comedor mientras a su alrededor los camareros retiraban el servicio de las mesas ya desocupadas junto con el bufet y las iban disponiendo para el almuerzo. Estaba sola a la mesa, con la mirada perdida como si le costara conectar con el mundo. Alrededor sólo se oía el discreto sonido ocasionado por la recogida y reposición de la vajilla y el tintineo casual de la cristalería. Su mesa en aquel momento era como una isla intocada que el camarero que la atendía diariamente se ocupaba de proteger.
La entrada de Julia como una exhalación en el comedor la despertó por completo. Llegó hasta la mesa, apartó una silla con la mano y sin tiempo para sentarse y sin resuello le espetó:
—¿Tú querías hablar con Dolores Beaudine? Pues estás lista. Acabo de enterarme de que se ha vuelto a El Cairo.
—¿Qué me dices? —exclamó a su vez Mariana.
—Lo que oyes. Me he encontrado con Pedro en la recepción, que estaba con ese americano grandón y, sin venir a cuento y porque los he interrumpido, me lo han contado. La verdad es que parecían bastante nerviosos y Pedro me lo soltó así, de golpe, como si me debiera una explicación. Yo creo que este crucero le tiene totalmente estresado.
Mariana bebió el resto de su café de un trago, arrojó la servilleta sobre la mesa, recogió su bolso y se puso en marcha seguida de Julia.
—¡Eh! Que no he desayunado aún.
Pedro Guzmán, de pie, apoyado en el mostrador de la recepción, fumaba un cigarrillo con relativa calma. Junto a él, su jefe de protocolo exhibía un gesto de ansiedad del todo adecuado con las circunstancias. En el momento en que Mariana y Julia aparecieron en el vestíbulo, el capitán se acercó con paso decidido a Pedro y se lo llevó en un aparte bajo la escalera en estado de visible preocupación. Las dos amigas, habiendo perdido de momento a Pedro, se dirigieron al jefe de protocolo. Al parecer, la tarde anterior Dolores había hablado con Pedro con la intención de que le consiguiera un medio de transporte para volver a El Cairo. El jefe de protocolo no conocía las razones de la chica, sólo que Pedro se había ocupado de conseguir un coche a Luxor con protección privada; desde Luxor volaría a El Cairo. Y esto era lo último y todo lo que sabía de su repentina partida.
Pedro se había separado ya del capitán y al regresar a la recepción se encontró con Mariana y Julia, que lo abordaron sin darle respiro.
—La cosa es tal y como os la ha contado mi ayudante. Mi intención era darlo a conocer discretamente para quitarle importancia, pero ya veis, el runrún empieza con vosotras dos. Tendría que haber esperado a correr la voz a la hora del almuerzo, para evitar que la gente, y sobre todo los jóvenes, la extrañasen. De momento la noticia está entre vosotros, Tom Griffin, el capitán y yo.
—No podías hacer otra cosa —le consoló Julia.
—¿Que no podía hacer otra cosa? —saltó Mariana, indignada—. Podía, por ejemplo, haberse ahorrado el cinismo de decirme que me presentaría a Dolores. Para entonces ya sabías que estaba de vuelta a El Cairo, ¿no es cierto? Me has estado engañando de la manera más innoble.
—Compréndelo, por favor. Tenía un compromiso con Dolores. Me pidió secreto absoluto. A mí me ha dolido tener que mentirte.
—Ya. Y a ese Griffin, en cambio, sí tenías que contárselo.
—No tenía nada que contarle ni que ocultarle porque estaba conmigo en esto. Es amigo de la familia Beaudine.
—Hum —rezongó Mariana.
—¿Qué es lo que querías de ella? A lo mejor yo puedo ayudarte.
—A ver ¿es cierto que Dolores bailó aquella noche por una apuesta? ¿Sabes tú algo de eso?
Pedro dio un paso atrás, como si la pregunta lo hubiera golpeado.
—¿Una apuesta? Qué estupidez. ¿De dónde sacas tú semejante falsedad?
—Ah ¿por qué sabes que es una falsedad? Mira quién habla de falsedades —protestó Mariana, ceñuda.
—Porque… —primero titubeó—…, porque no puede ser otra cosa. No me imagino a Dolores haciendo algo así por una apuesta —calló un momento, como si estuviera buscando el modo de cargarse de razón—, ¿para qué necesitaba ella ganar ninguna apuesta?
—No pienses en dinero, Pedro, piensa en un reto: ¿a que no eres capaz…?, etcétera. Ya sabes, la loca juventud.
—No. No. Es imposible. Sus compañeros me lo hubiesen dicho.
—No todos eran compañeros, la mayoría se han conocido en el crucero. No creo que hayan tenido tiempo de sentir algún enganche con ella, aparte del natural de juntarse entre sí propio de la edad común, pero al menos uno de ellos lo sabía. O más de uno. Y me consta que la apuesta no era con ninguno de ellos; ha podido ser perfectamente con un adulto.
—Pero ¿qué dices, Mariana? ¿Estás desvariando? —Pedro Guzmán se hallaba visiblemente incómodo, lejos de su flema y su simpatía habituales—. Escucha: vamos a esperar a que nos tranquilicemos y yo pueda comentar el asunto con normalidad, tratando de evitar toda curiosidad malsana; y te agradeceré que no empieces a aventurar por ahí hipótesis tan disparatadas como ésta.
Pedro Guzmán se despidió de manera un tanto brusca y se alejó con evidentes ademanes de irritación.
—Pues yo empiezo a pensar que tienes razón, que aquí hay algo raro —dijo Julia viéndole alejarse.
—No es que tenga razón, Julia, es que es la verdad. Lo malo será probarlo, pero si quieres te cuento lo que creo que ha sucedido en estos tres días delante de nuestras narices.
—Por favor —suplicó Julia.