Se despidieron de Pedro, que bajaba tras ellas por la escalera, en el rellano de su piso, y se dirigieron a su camarote.

—¿Qué hacías ahí arriba a las tres de la madrugada? ¿Ligar? —preguntó Julia en cuanto cerraron las puerta.

Mariana la miró con simpatía y amagó un cachete en la nuca.

—¿A ti qué te parece? —contestó mientras buscaba su camisón bajo la almohada—. He prometido que no iba a volver a las andadas, por lo menos durante un tiempo —añadió con picardía.

—Eso no vale.

—Sí vale. Nunca digas de este agua no beberé. Pero la intención es la intención y eso lo mantengo.

—Por ahora. Oye ¿te das cuenta de que te has traído la chaqueta de Pedro?

Mariana ahogó una exclamación de sorpresa, y rápidamente recogió la prenda que había dejado sobre la cama sin percatarse de lo que era. Julia se abalanzó sobre ella, tomó la chaqueta y se dirigió a la puerta mientras con la mano libre detenía a su amiga.

—Alto ahí —dijo con voz firme—, voy a ir yo a devolvérsela porque no me fío un pelo de ti yendo a estas horas a su camarote. Lo hago por tu bien, así que no trates de detenerme.

Julia escapó mientras Mariana pensaba que no habría tenido la menor oportunidad de detenerla. Pasó al cuarto de baño, se vistió el camisón y sin más se echó en la cama y apoyó la cabeza en el cuadrante, dispuesta a leer todavía un poco. Seguía sin tener sueño. No era por preocupaciones concretas sino por puro insomnio. El hecho de andar deambulando por el barco la había desvelado por completo y trataba de ayudarse a dormir leyendo. La intriga del libro de Collins, la historia de las dos muchachas sin nombre y el aprovechado heredero egoísta e insensible le parecía irresistible. De repente se le ocurrió pensar si su propensión a adivinar los entresijos de los casos criminales que caían en sus manos no provendría de su afición por la novela del XIX, tan ducha en tejer intrigas para atrapar a los lectores. En todo caso, si era así, se felicitaba por ello, ya que esta disposición le ofrecía, tanto horas y horas de disfrute personal como intuiciones que le permitían atrapar asesinos, igual que los novelistas del XIX lectores. En cambio, nunca se le ocurriría escribir una historia como las suyas porque su vocación era leerlas. La literatura le parecía un ejercicio admirable para la imaginación, que es la parte del ser humano más agradecida cuando se la practica con intensidad y continuidad, solía decir; y cuanto más, mejor. Julia, en cambio, no era tan lectora como ella, pero su interés por el arte en general y la arquitectura en particular, colmaba la diferencia. De un modo u otro, la imaginación era para ella el tesoro más preciado.

Cuando Julia regresó, encontró a su amiga encima de la cama, con el libro abierto a un lado, aún apoyada en el cuadrante, que retiró para apoyar su cabeza en la almohada, y durmiendo tranquila con un inocente gesto de relajación en su rostro.

—La felicidad del verdadero cansancio —pensó al meterse bajo las sábanas de su cama.