Definitivamente, se había desvelado. Cuando llegó al rellano se detuvo, indecisa. Todas las estancias parecían vacías y en silencio, por lo que no sabía hacia dónde encaminar sus pasos. Se preguntó si en este tiempo habrían pasado las esclusas y, no teniendo otra cosa en la que pensar, trepó escaleras arriba hacia la terraza con intención de comprobarlo.

Como venía acalorada, no sintió el frío al momento. La noche estaba despejada, las luces de la ciudad habían desaparecido y se encontraban navegando por el centro del río, por lo que dedujo que el paso de la esclusa ya lo habían realizado. Se dirigió a proa, bordeando la piscina, para sentirse en comunión con el avance del navío. Pensó que era la única persona despierta en todo el barco, con la excepción de quienes estuvieran en el puente de mando, dos pisos bajo sus pies. Disponía de toda la inmensa soledad de la noche para ella sola, apoyada por el vientre en la barandilla, sintiendo la caricia del espacio imponente.

De repente se estremeció, sacudida por el frío. También sintió una onda extraña junto a ella e instintivamente se aferró con ambas manos al barandal y abrió ligeramente las piernas para apoyar los pies con mayor firmeza, pero no volvió la cara atrás porque percibió un olor a perfume que la puso en guardia. La sensación duró un segundo, el que tardó en aceptar que estaba indefensa y de espaldas a su temor. Por eso se dio la vuelta sin soltar una de las manos, lista para responder.

—Perdona, ¿te he asustado? —dijo Pedro Guzmán con gesto acogedor.

—La próxima vez procura hacer algo de ruido —le reprochó Mariana.

—Te veía tan concentrada que no sabía cómo abordarte.

—¿Qué tal una voz?: «¡Hola, Mariana!», por ejemplo.

—Te habrías sobresaltado igual. Aquí, en medio de la oscuridad y con la pinta de abstraída que tenías…

—¿Y tú qué haces por aquí a estas horas otra vez? ¿Me espiabas?

—Me encantaría espiarte, pero lo mío es más vulgar. Estuve al tanto de la maniobra del paso de las esclusas y antes de irme a dormir me apeteció dar una vuelta.

—Para sentirte el señor del barco, ¿no?

—Algo de eso hay. Éste es el momento de la serenidad. Y tú, ¿en qué pensabas ahí aferrada a la barandilla de proa?

—En nada. Sólo sentía.

—Hum. La sensibilidad de las mujeres.

Mariana observó el perfil de Pedro Guzmán a su izquierda. Se preguntó por qué razón se trataban con tanta familiaridad, como si fueran amigos de toda la vida, cuando en realidad se habían conocido en el crucero, dos días antes. Quizá fuese la figura intermediaria de Julia la que daba pie a esa familiaridad, pero ahora pensaba que no lo conocía de nada ni sabía cómo era, cuáles eran sus gustos y sus intenciones, sus ideas, en suma: nada de nada. Todo lo más, se parecía a, como dijo su amiga, esa clase de tipos que a ella le atraían por su aire de guapos descomprometidos y mundanos con dinero en el bolsillo, ganas de juerga y un cierto punto amoral en su manera de comportarse en la vida. A su pesar, debía de reconocer que aún quedaba algo de aquellos fuegos, por más que ahora se resistiera a quemarse con ellos. Pedro Guzmán era un hombre de mediana edad, bien plantado, simpático como todos, un perfecto cazador en la selva de las oportunidades y, curiosamente, con ser un castigador, también como todos, no parecía un completo cínico; de alguna manera advertía en él un toque de calidez impropio de aquellos de su especie que, con toda la simpatía y el encanto masculinos que desarrollaran, jamás alcanzaban esa calidad que permitiría concederles el beneficio de la duda. Mariana no se hubiera fiado de él, por supuesto; quizá le habría dado alguna oportunidad, pero ninguna de orden sentimental; y en según qué circunstancias.

Abandonaron la proa y se dirigieron hacia la escalera caminando lentamente. Mariana se detuvo a mirar por la borda y se quedó mirando las aguas oscuras que se abrían al costado, hendidas por el barco.

—Nunca se me habría ocurrido pensar en la posibilidad de caer al agua —comentó—, y eso que lo he visto en muchas películas.

Pedro torció el gesto a espaldas de Mariana.

—¿A qué viene eso? —preguntó con voz seria.

—Es lo que le debió de ocurrir a Carmen —contestó ella—, ya te lo he dicho. No creo que te coja de sorpresa.

—¿Así que tú sigues en tus trece de que Carmen Montesquinza cayó al agua? —La voz emitió apenas un carraspeo ahogado que hizo volver la cara a Mariana.

—¿Te molesta la idea?

—Para nada. Me sorprende tu tenacidad.

—Es inútil esconder la cabeza debajo del ala. El cadáver aparecerá pronto o tarde. No te diría lo mismo —sonrió— si quedaran cocodrilos en el Nilo, pero ya no quedan.

Los dos estaban inclinados sobre la barandilla de estribor, con la mirada puesta en la oscuridad de las aguas. Mariana sintió un escalofrío. De pronto el agua se le antojó hostil, una amenaza silenciosa deslizándose a sus pies, un mundo oscuro capaz de absorberla y hacerla desaparecer en su vientre para siempre, descarnar sus huesos y dejarlos a merced de la corriente, hundidos en el lodo como ramas muertas.

—Déjame que te ponga mi chaqueta —dijo Pedro deshaciéndose de la prenda. Con ella en la mano, se dispuso a echarla sobre los hombros de la juez, pero retrocedió ante el rechazo instintivo con que ella lo recibió. Mariana rectificó enseguida, aunque se afirmó precavida al barandal, permitiendo que la abrigara con ella, pero no pudo reprimir otro escalofrío al sentir sus manos sobre sus hombros.

—Tranquila —dijo el hombre con voz seria y seca—, si hubiese querido arrojarte al Nilo te habría cogido de las piernas.

Mariana se destensó y rió, aliviada.

—Parece que tienes alguna práctica en eso de tirar a la gente por la borda —comentó en tono jocoso.

—¿En serio piensas en mí al decir eso?

—¿Tú qué crees?

—Creo que lo mejor será cambiar de conversación. ¿No tienes sueño?

Mariana le miró preguntándose si un hombre con esa flema sería capaz de arrojar por la borda a Carmen Montesquinza.

—¿De qué conoces tú a los Montesquinza, por cierto?

—Yo empecé a trabajar con Fernando Montesquinza hace ya muchos años. Luego seguimos caminos distintos y, a la muerte de Fernando, Carmen me llamó para que la ayudase a poner en orden sus cosas. Luego llegó Ignacio Llano y ambos nos fuimos ocupando de sus inversiones, porque yo estaba especializado en mercados internacionales y Llano era agente de cambio y bolsa en la Bolsa de Bilbao y un lince en su campo. Al final, lo dejó todo para dedicarse al dinero de Carmen y aún continúa con ello, a pesar de la separación. ¿Por qué lo preguntas?

—Curiosidad femenina. Y, dime, ¿cómo es que un agente de cambio y bolsa abandona tan lucrativa profesión para hacerse administrador de los bienes de su esposa?

—Digamos que le convenía más.

—Digamos. ¿Qué más podemos decir?

—¿Que eres insaciable?

—Y eso ¿cómo lo sabes tú?

—Intuición.

—¿Intuición masculina? Eso no existe.

—Entre gente como nosotros —dijo en tono confidencial— sabemos reconocernos.

En ese momento, una cabeza y medio cuerpo de mujer asomaron por el hueco de la escalera de caracol.

—Perdón —dijo Julia envuelta en una bata—. ¿Interrumpo? Es que me he despertado —explicó excusándose con Mariana—, no te he visto y, con las cosas que ocurren en este barco, he salido a buscarte.

—Las cosas de este barco… —protestó Pedro, repentinamente exasperado—. ¿Qué cosas ocurren en este barco?

Las dos mujeres se lo quedaron mirando fijamente.