El pasillo estaba vacío y en silencio, sólo iluminado por las luces de emergencia. Mariana aguzó el oído por si captaba algún movimiento mientras Ada abría la puerta del camarote de Carmen Montesquinza con su tarjeta magnética. En un segundo estuvieron dentro.

Ada cerró la puerta a sus espaldas y encendió la luz.

—Está como se encontró. No se ha tocado nada, por orden del señor Guzmán.

—Pero la policía sí lo ha registrado —supuso Mariana.

—Si ellos han tocado o movido o retirado algo, yo no lo sé.

Mariana recorrió con la vista el camarote. La cama estaba abierta, pero impoluta, No se veía ropa alguna fuera del armario. En el baño, los objetos de tocador reposaban en la repisa. Las toallas y el albornoz, perfectamente doblados.

—Si entró —comentó Mariana—, ni siquiera se lavó las manos. —Luego se volvió a Ada—. ¿Sabemos al menos que llegó a entrar en el camarote?

—Tuvo que entrar porque Ricky y su padre no la vieron cuando subieron tras ella, muy poco después.

Mariana suspiró y volvió a registrar cuidadosamente el recinto con la mirada. Había un libro sobre la mesilla de noche y una bandeja plateada con un vaso de agua vacío y cubierto por un pañito redondo bordado. En la mesa, un ejemplar atrasado del Herald Tribune, un ejemplar de Vogue y otro de Point de Vue sobre una cartera de documentos de piel marrón clara. Mariana la entreabrió cubriendo sus dedos con su pañuelo; dentro había papeles sueltos y una carpetilla con más papeles que no se animó a consultar estando Ada delante; volvió a cerrar la cartera; luego fijó su atención en la portada del libro: Carol, de Patricia Highsmith. Esbozó una sonrisa, pero no llegó a tocarlo. De hecho no podían tocar nada si es que las cosas se estaban haciendo como se debía; salvo las posibles huellas de sus pisadas, no debería quedar rastro alguno de su paso por el camarote.

—¿No hay nada extraño, fuera de lugar? —preguntó Mariana a su acompañante.

—Nada que esté a la vista —respondió ella.

Mariana volvió a usar su pañuelo para cubrirse los dedos, y abrió los cajones en los que se ordenaba toda la ropa que no fuera de colgar. También abrió los dos finos y estrechos cajones superiores del aparador, todo bajo la atenta mirada de Ada, que la seguía como su sombra. Apareció un cuadernito cuya tapa levantó Mariana con la punta de los dedos y miró interrogativamente a Ada.

—Es su cuaderno de notas. Anotaba lo que le llamaba la atención. Creo que la policía ya lo ha hojeado con ayuda de un intérprete, pero, por lo visto, no había nada que pudiera dar lugar a conjeturas sobre su desaparición. Yo he visto algunas de esas anotaciones. Son simples, ella no era escritora, pero tenía sensibilidad. ¡Oh! —exclamó de pronto señalando con el dedo—. Es su anillo.

Entre el cuaderno y unos pañuelos, brillaba un anillo de diamantes engastado en oro, muy elegante, nada ostentoso.

—Es una belleza —dijo Mariana sin atreverse a tocarlo—. Precioso.

—Ella lo llevaba en la noche de la fiesta, es su favorito. Lo usa muy frecuentemente, aunque no de día. Pero… si está aquí quiere decir…

—Que regresó a su camarote al abandonar la fiesta —completó Mariana—. ¿Sabe esto la policía?

—A mí nadie me ha preguntado por él.

—Bien, pues ya sabemos algo más. ¿La ventana estaba como está ahora?

—Cerrada. Sí.

—Luego si mi teoría de que cayó al agua es cierta, no fue por la ventana. Lo cual nos obliga a pensar que ella entró en el camarote, abrió el cajón, depositó en él el anillo, que es un gesto que indica su intención de encerrarse a dormir, y quizá pasó al baño o pensaba empezar a desvestirse cuando alguien la interrumpió.

—Sí, sí —exclamó Ada—. Eso tuvo que ser.

—Ella abrió la puerta, quien llamara la hizo salir, ella salió —continuó Mariana—, y a partir de ahí se pierde su pista. ¿Adónde iría? ¿A la terraza, quizá? ¿A otro camarote? ¿El de la persona que llamó a la puerta? Y ¿dónde estaban entretanto Ignacio Llano y su hijo? Si no la vieron, esto sucedió, o bien antes de que ellos entraran por el pasillo, lo cual exigiría que hubiesen salido bastante más tarde que ella, o bien después de que entraran a su propio camarote. Lo más sensato es pensar en esta segunda posibilidad, es decir: que Ignacio estaba dentro y su hijo le ayudaba a prepararse para dormir, porque la primera es imposible: entre la salida al rellano y embocar el pasillo tendrían que haber visto a Carmen, si es que ella no se encontró en el mismo rellano con Ignacio y Ricky, que acabarían de salir del ascensor. La del ascensor es una operación que exige un cierto tiempo: el de recogerle y llevarle a la puerta del camarote. Y no oyeron nada, o eso dicen, pero el ruido del asesino al tocar en la puerta, la breve conversación que mantuvieran, probablemente con la puerta abierta… eso quizá deberían de haberlo oído.

—O no —observó Ada—. Carmen nunca alzaba la voz al hablar. Si ellos dos estaban ocupados haciendo su propio ruido es bastante probable que no oyeran nada. Recuerda que no están exactamente enfrente.

—Bien. Entonces, Carmen Montesquinza sale del camarote y se esfuma, como un fantasma que sólo deja el halo de su huella flotando en el pasillo. Extraordinario ¿no?

Ada la contemplaba con indisimulada admiración.

—Ahora que confirmamos que entró y volvió a salir, nos tenemos que ocupar de descubrir adónde fue. No había nadie por aquí, pues todo el mundo estaba en la fiesta y, además, encandilado con la improvisada stripper; sin embargo —arguyó enseguida—, a dondequiera que se dirigiese, lo hizo con rapidez, porque Ricky, apenas dejó a su padre en la cama, bajó a la carrera para perderse lo menos posible del espectáculo y, según cuenta, él no la vio tampoco al regresar a la fiesta. Lo cual me hace pensar —concluyó Mariana— que Carmen no debió de bajar sino subir. ¿Adónde?

—¿A la terraza? —aventuró Ada.

—A la terraza —afirmó Mariana—, con el asesino. —Acto seguido, hizo una muda indicación a Ada para abandonar el camarote, lo que cumplieron con el mayor sigilo, y volvieron a la cabina. El pasillo seguía vacío, en silencio y en penumbra. Sentadas de nuevo en la cama, se quedaron en silencio unos segundos, cada una sumida en sus propios pensamientos. Pero el silencio no duró mucho.

—Pero, en el caso de que decidiera subir por su cuenta, ¿qué iba a hacer Carmen en la terraza a esas horas? —se preguntó Ada en voz alta. En aquel momento, sentada en la cama junto a Mariana, parecía cansada. Era una mujer que representaba unos treinta y tantos años, con el pelo muy corto, teñido de rubio y peinado a raya, lo que le daba un aire juvenil. No era especialmente agraciada, pero tenía un gesto dulce, un cuerpo pequeño y esbelto y unos ojos azules y vivarachos que invitaban a acercarse. Vestía unos pantalones cortos, camisa bajo el jersey de pico y unas zapatillas de tenis. También mostraba unas bolsas bajo los ojos que denotaban su fatiga y la ansiedad ocasionada por los acontecimientos inmediatos. Vista de cerca, como la veía Mariana desde su posición, la piel del rostro sin maquillar dejaba al desnudo las huellas de su preocupación.

—Quizá quería tomar el aire para sacudirse el agobio de la escena de la fiesta —contestó Mariana—, o, simplemente, seguía a la persona que tocó a su puerta.

—Es cierto. Antes estuvo en su camarote. Recuerda el anillo.

—Ahí es donde imagino la silueta del asesino. Carmen tuvo que guardar el anillo entre el momento en que Ricky y su padre entraron en el suyo y el momento en que Ricky regresó abajo. ¿Cuánto tiempo crees que pudo ser eso?

—No sé. ¿Quince minutos? ¿Diez? ¿Menos?… —propuso Ada.

—Lo interesante es saber por qué abandona ella el camarote, una vez que ya está dentro, qué es lo que la convence de hacerlo. El gesto de despojarse del anillo es una señal inequívoca de que pensaba asearse y meterse en la cama sin dilación.

—O bien oyó algo que le llamó la atención, o bien la llamó alguien.

—Ésa es la cuestión. —Mariana se puso en pie al decir esto—. ¿Quién llamaría a su puerta y por qué?

—No se me ocurre. Alguien tendría que haberla seguido.

—Alguien que sale de la fiesta tras los pasos de los Llano o al mismo tiempo que ellos. Los debió de seguir sigilosamente. La persona en cuestión tuvo que tocar a la puerta unos segundos después de que los Llano se metieran en su camarote.

—Quizá se quedó escondido en el rellano de la escalera, esperando a que desaparecieran.

—Quizá —dijo Mariana, pensativa.

—Subió por la escalera, vio a los Llano, esperó a que se adentraran en el pasillo y acechó hasta que se metieron en su cabina —propuso Ada.

—Da igual. O los Llano mienten, por la razón que sea, o no. Lo que ahora nos importa es saber quién recoge a Carmen y se la lleva a la terraza.

—¿Por qué a la terraza? A lo mejor se la llevó a su propio camarote con cualquier excusa.

—Bien. ¿Adónde nos lleva eso? ¿Por qué no regresa Carmen a su cabina?

—Porque… porque… —De pronto los ojos de Ada se llenaron de lágrimas—. Porque… —balbuceó—… se deshizo de ella… la mató.

Esta vez Ada no pudo retener el llanto. Mariana volvió a sentarse junto a ella y la abrazó fuertemente, mientras le acariciaba la cabeza y le susurraba frases de cariño y alivio. Ada se aferraba a ella con toda la fuerza del dolor que dejaba escapar, como si quisiera ahogarlo en el cuerpo de Mariana. No era la primera vez que ella mencionaba la muerte; parecía evidente que Ada se negaba a aceptarlo y cada nueva mención desataba una nueva crisis. ¿Estaría fingiendo para ocultar algo? Esta vez, sin embargo, el llanto se alargó tanto que continuaron abrazadas sin decir palabra durante un buen rato, hasta que el llanto cedió y poco a poco fue regresando la calma entre hipidos. Ada mostraba los ojos rojos e hinchados y su desconsuelo no parecía tener fin. Mariana se preguntó por los verdaderos sentimientos de la mujer. ¿Estaría en verdad tan apenada, o le estaba haciendo una representación en toda regla?

Mariana se quedó con ella mientras se desvestía y se metía en la cama. La acompañó unos minutos, como se cuida a una niña pequeña mientras le llega el sueño, y se quedó con la mirada de indefensión de Ada. ¿Estaba asustada? ¿De qué? Mariana se levantó y salió sigilosamente de la cabina de la secretaria. El pasillo estaba desierto. Ni un alma paseaba por el barco.