El paso nocturno de las esclusas era un espectáculo que nadie quería perderse, pero la acumulación de barcos ante ellas estaba retrasando considerablemente el momento. A cambio, los pasajeros se encontraron con una distracción inesperada. Poco a poco, diversas embarcaciones a remo se habían ido aproximando a los costados del Royal Princess, que aunque avanzaba con gran lentitud, en un primer momento dio la impresión de que echaría a pique a esas pequeñas barcas que se le acercaban audazmente hasta casi topar con el casco del navío. Las barcas estaban tripuladas por un remero y uno o dos acompañantes. Una vez que hubieron tomado posición, los acompañantes empezaron a exhibir diversas prendas de vestir que ofrecían a los pasajeros y arrojaban a lo alto, por encima de la borda, para que éstos las examinasen. Las envolvían en plásticos de manera que, si caían al agua, no se estropease la mercancía. Los dos costados del navío, pero especialmente la amura de estribor, se convirtieron de pronto en un guirigay de objetos que volaban arriba y abajo y un vocerío cruzado de precios y regateos que les tuvo entretenidos durante un buen rato, justo hasta el momento en que el Royal Princess pareció sacudirse la modorra y empezar a avanzar hacia las esclusas para tomar su lugar en el paso. No sólo los pasajeros asomados tras la barandilla de la terraza, sino además otros varios desde las ventanas de sus camarotes, intercambiaron ropa y dinero causando gran diversión, tanto entre los jóvenes como entre la gente madura, que compitió muy dignamente con el jolgorio juvenil.

Pero la actividad en cubierta decayó pronto porque el paso se prometía lento y la noche avanzaba inexorablemente. Los pasajeros se fueron retirando poco a poco y sólo algunos muy decididos permanecieron en la terraza dispuestos a no perderse el espectáculo del paso de la esclusa. Mariana y Julia estaban entre ellos; sin embargo, el frío empezó a hacer mella en su ánimo. El contraste entre el calor del día y el fresco de la noche las sorprendía en la imprevisión, por más que estuvieran advertidas, y decidieron, como medida eventual, bajar al camarote para hacerse con ropa de abrigo. Luego, cuando descendían por la escalera, les invadió la pereza y prefirieron bajar hasta la recepción para informarse del plan del día siguiente, que preveía atracar en Kom Ombo.

Aunque el salón-bar se encontraba a oscuras y fuera de servicio, la puerta estaba abierta y a través de ella las dos amigas oyeron el sonido grave y sensual de un saxo que ya sonaba como un viejo amigo. El hombre que tocaba como Don Byas estaba interpretando un estándar que Mariana reconoció al instante: Smoke gets in your eyes. Había entrado con una espiración fortísima que descendió sinuosamente hacia una dulce enunciación del tema central. Estaba al fondo, en el rincón de siempre, acompañado del piano y el contrabajo, y parecían tocar para ellos en medio de la oscuridad, iluminados parcial y accidentalmente por las luces de algún barco cercano que entraban por las ventanas. A Mariana le recordó una de esas escenas nocturnas de cabaret por cuya puerta entreabierta escapa la música, calles mal iluminadas, reflejos acharolados en la calzada por la luz de los faros de algún automóvil y parejas que se apresuran, y dejó volar la imaginación hacia películas queridas y cómics prestigiosos. Así estuvo un rato, apoyada en el quicio de la puerta, sintiendo la barbilla de Julia sobre su hombro izquierdo, las dos perdidas en sus sensaciones y en el placer de la música.

Cuando la pieza terminó, ambas aplaudieron y los músicos se volvieron hacia la puerta haciendo una vez más una contenida seña de reconocimiento. Después, el pianista se puso en pie y los otros dos recogieron sus instrumentos para guardarlos; el contrabajo quedó enfundado allí; en cambio, el hombre que tocaba como Don Byas metió el saxo en su caja con la evidente intención de llevarlo consigo. Las dos amigas, mientras tanto, subieron a su camarote con paso lánguido olvidando por completo la intención que las empujara a bajar al vestíbulo.

Iban caminando por el pasillo que las conducía a su cabina cuando Mariana se detuvo repentinamente y exclamó:

—¡Maldición! ¡Dolores Beaudine!

—¿Dónde? —preguntó sorprendida Julia mirando atrás y adelante.

—He sido yo, que me he olvidado de buscarla —explicó con fastidio.

—Pues a estas horas… como no esté ahí arriba todavía…

—¿Tú crees? Estoy por subir un momento a ver.

—Prueba. Yo no tengo nada que hablar con la chica, así que si no te importa me voy metiendo en la cama y ya me contarás cuando vuelvas; o mañana por la mañana, si es que das con ella.

—Vuelvo enseguida —se disculpó Mariana—. Total, no creo que la encuentre…

Mariana descendió hasta la primera planta, pasó bajo la escalera, entró en el pasillo y se detuvo allí mismo. ¿Cuál era el camarote de Dolores Beaudine? Con gran fastidio descubrió que lo desconocía y no vio a nadie que pudiera indicárselo. Durante unos momentos se mantuvo a la expectativa, pero no halló a nadie que la informara; tanto el pasillo como el vestíbulo estaban vacíos. De mala gana retrocedió, sin saber qué camino tomar.

Subió de nuevo a su planta y después por la escalera de caracol, y nada más acercarse a la boca de la terraza sintió el frío en el cuerpo; a pesar de ello, salió al exterior. Donde antes había un animoso reguero de gente distribuido a lo largo de las bordas ahora no se veía a nadie, ni siquiera al camarero que solía estar tras la barra situada a popa. Alzó la cabeza para contemplar la noche estrellada y se quedó mirando, fascinada por la miríada de luces que la contemplaban a su vez desde el cielo. En el río lucían las lámparas de los barcos que esperaban el paso y en el horizonte la orilla se delimitaba también por las luminarias de la ciudad. Por un instante tuvo la sensación de encontrarse sumida en una especie de oscuridad mágica y amistosa que la llamaba a disfrutar de un espacio lleno de vida, un ciclorama donde lucían alegres e infinitos guiños de luz titilando dentro de una sensible y acogedora oscuridad.

Ahora lamentaba no haber cogido una rebeca, un jersey o algún abrigo porque de pronto le apetecía quedarse allí, a solas, sentada en uno de los sillones de la terraza, viendo pasar la noche. Sus preocupaciones anteriores habían desaparecido, el encuentro posible con Dolores lo daba por perdido, al menos de momento, y la sensación de estar instalada en un delicioso estado de inercia la retenía en aquel espacio de pereza, confort e impresiones agradables que sólo el frío se ocupaba de destemplar. Pero ella era consciente de que si bajaba al camarote para recoger ropa de abrigo no volvería a subir. Y debería bajar —pensó— porque conocía bien adónde la podían acabar llevando sus pensamientos en estados como aquél, lo cual, unido a las grietas que el frío era capaz de abrir en el mismo, no auguraba reflexiones felices. ¿Por qué la sensación de paz y bienestar la ponía a veces, paradójicamente, al borde de temores o inquietudes que tenían que ver con su percepción del futuro, de su propio futuro? ¿Quizá porque esos momentos se producían siempre en soledad? La soledad —pensó— tiene siempre dos caras, una buena y otra mala y, como esos demonios que nos hablan al oído en las películas de dibujos animados, siempre se acaba imponiendo la mala, por lo menos hasta que me doy cuenta y la echo a patadas, lo cual no me libra de la sombra que dejan dentro.

—¿No deberías abrigarte un poco? —dijo una voz conocida a su lado. Mariana abrió los ojos y se encontró a Pedro Guzmán de pie a su lado.

—¡Pedro! Qué susto me has dado. ¿Estabas aquí, en la terraza?

—Justo allá —dijo señalando hacia delante—, tan abstraído como tú por lo que se ve.

Mariana se levantó mientras un escalofrío le recorría el cuerpo.

—Creo que se me ha metido el frío dentro —confesó—. Me voy a mi camarote. ¿No queda nadie para ver el paso por las esclusas?

—Aún vamos a tardar —contestó Pedro—, y la gente ha preferido retirarse. Mañana pasaremos la mañana en Kom Ombo y a la hora del almuerzo zarpamos hacia Asuán.

Mariana avanzó hacia la escalera y se detuvo antes de llegar a ella.

—Por cierto, he ido a buscar a Dolores Beaudine, pero no sé cuál es su camarote. ¿Te importa acompañarme?

—Me importa, porque está durmiendo. Lo lamento, no se encuentra bien, no quiere que la molesten, pero no me olvido de mi promesa.

—¡Qué fastidio! —protestó Mariana—. Y dime: ¿seguimos sin saber nada de Carmen Montesquinza? —preguntó acto seguido.

—Nada. Es algo que me saca de quicio.

—Empieza a ser preocupante —comentó ella—. Muy preocupante. ¿Sabes? Yo creo que está muerta.

—Espero que no —dijo Pedro enérgicamente.

—Y yo me temo que sí. Y lo peor, Pedro, es que creo que no se trata de una muerte accidental.

A punto de bajar por la escalera, ahora fue Pedro el que se detuvo como si algo lo hubiera golpeado.

—Mariana, por Dios, no te empecines. Dame un poco de confianza y piensa; no puedes estar hablando en serio.

—Ojalá que no.

—Escucha: ¿es que tienes indicios? Algo que nos pueda hacer pensar… Pero no, es imposible —dijo con firmeza—. Es imposible.

—No sé qué decirte. Quizá sólo sean fantasías mías, como dice Julia. En fin, dejémoslo estar porque no quiero amargarte la noche. Te juro que si descubro algo ya te lo comentaré; quiero decir: algo que resulte convincente para un descreído como tú. Lo que más me desagrada de todo esto es que ni siquiera te tomes la molestia de considerar mis objeciones. Tienes que aceptar que la desaparición de Carmen, así, en al aire, no se sostiene. Tú no comprendes mi preocupación, pero yo no comprendo tu obcecación de no admitir que, al menos, mis opiniones no carecen de lógica, que no son desdeñables.

—Por favor —suplicó vehementemente Pedro—. Dame una oportunidad. Te juro que no voy a descartar tu criterio, créeme.

¿Por fin alguien se tomaba en serio sus intuiciones?