Un nuevo grupo que apareció en la terraza atrajo enseguida la atención de Julia: la familia Montesquinza al completo acompañada por Pedro Guzmán. Todos ellos se instalaron en el bar acercando sillones y mesas entre sí, excepto el anfitrión, que, al divisar a Julia, se acercó a hablar con ella.
—¿Quieres unirte a nosotros o prefieres estar sola? —preguntó, solícito.
—Os acompaño encantada, muchas gracias —respondió levantándose tras recoger su copa vacía.
—¿Qué estabas tomando? —preguntó Pedro haciendo una seña al camarero para que se acercase al grupo.
Contra lo que Julia hubiera esperado, el grupo no parecía sentirse especialmente afectado por la ausencia de la matriarca. Quien parecía encontrarse menos integrada, más perdida, era Tati, la hija de Carmen, tan inexpresiva como tenía por costumbre. Los demás comentaban las incidencias del día y las compras hechas en el zoco. Julia pensó que entre ellos había una familiaridad un tanto frágil, que podría romperse como una copa de cristal por un tropiezo desafortunado que nunca acababa de llegar. La copa era elegante, refinada, pero frágil. Ninguna de sus cualidades le concedía sustancia o fondo sino vista y servicio. Se podría escanciar y beber en ella hasta que un topetón la quebrara, quizá con ocasión de un brindis.
—¿Habéis estado de compras, como nosotras? —preguntó para entrar en conversación.
—Ahí os he visto, sí —dijo Luisón Montesquinza—, en medio de la gente.
—¿Te ha abandonado tu amiga? —preguntó amablemente Ricky a Julia.
—Ha estado aquí hasta hace un momento; pero se ha vuelto al camarote para darse una ducha.
—Esta noche nos veremos, entonces. Supongo que todos vamos a ver el paso por la esclusa —dijo el abogado.
—No lo sé —respondió Julia—. Creo que esta noche piensa ir en busca de Dolores Beaudine porque está muy interesada en hablar con ella.
De pronto sintió un silencio espeso en torno.
—Sabéis quién digo ¿no? La chica rubia del striptease de anoche.
El silencio aún duró unos segundos. Julia veía las caras a su alrededor, que expresaban diversos grados de sorpresa, expectación e incluso recelo. La primera que habló fue la mujer del cuñado de Carmen.
—¿Ah, sí? ¿Y para qué quiere hablar con esa fresca?
—Pues Mariana cree… —Julia comprendió en un instante de lucidez que no debía hablar del motivo que empujaba a Mariana a hablar con Dolores—. Cree que puede estar avergonzada de lo que hizo y supongo que va a tratar de animarla.
—Ganas de perder el tiempo —dijo entonces el cuñado de Carmen—. Esa chica, por muy de buena familia que sea, tiene alma de golfa. ¿No os parece? —añadió dirigiéndose a todos.
—No sé si ese epíteto sea un tanto excesivo —apuntó Luciano Cortés—. La chica estaba fuera de control. Nadie fuera de control está libre de cometer alguna barbaridad.
—Lo peor —intervino Ignacio Llano con aire de suficiencia— es la clase de barbaridad, porque en este caso lo que demuestra es que esa chica tiene la sexualidad muy mal enfocada.
—Lo que no entiendo —dijo Pedro Guzmán— es por qué se interesa por ella precisamente tu amiga ¿o es que es la clásica samaritana? —preguntó con cierta sorna.
—Es juez —dijo a su vez Ignacio—, y a los jueces les encanta meterse en la vida de los demás. Les encanta juzgar. Se ve que la función lleva añadida una dosis de morbo y de moralina que debe de funcionar como un cóctel explosivo. Y hablando de cócteles —continuó, dirigiéndose a Pedro—, ¿crees que ese mozo sabría preparar un Manhattan?
Pedro Guzmán rió:
—Voy a negociarlo y, si no sabe, yo mismo te lo preparo.
Al retirarse dirigió una mirada interrogativa a Julia que ésta no entendió, pero, por si acaso, levantó su copa vacía en alto y dijo:
—Un gin-tonic.
La conversación se generalizó, pero Julia, a pesar de seguirla, se quedó con la sensación de haber arrojado una piedra al agua quieta y de que las ondas seguían expandiéndose en círculos cada vez más amplios. De alguna manera indiscernible percibía que aquella conversación era alegremente falsa, que cada uno de los presentes estaba fingiendo un interés que no sentía porque su atención estaba puesta en otra cosa; o quizá no en otra cosa concreta sino en una expectativa genérica, como el vigía que atisba desde la costa el mar mientras se entrega a una actividad complementaria.
—Yo creo —estaba diciendo Luisón Montesquinza— que debemos dejar trabajar a la policía. Quedándonos aquí en tierra, en Esna, ni ganamos nada ni pintamos nada. Bien sabe Dios que si estuviera en mi mano hacer algo concreto, algo efectivo, no perdería un segundo en ponerme a ello. Pero ¿qué podemos hacer? Nada. Nada de nada. Es un asunto que nos supera.
—Y mientras tanto —intervino María Luisa, su esposa—, la pobre Carmen como si estuviera en el limbo, sin saber nada de nosotros ni nosotros de ella.
—Tu Manhattan, Ignacio —dijo Pedro Guzmán apareciendo de repente—, y tu gin-tonic —añadió ofreciendo una copa rebosante de trozos de hielo a Julia—. Hablabais de Carmen ¿no? Lo comprendo, es inútil tratar de distraerse en una situación como ésta. Pero tenéis que haceros a la idea de que sólo nos queda esperar.
—Esperar y rezar, eso es lo que estábamos diciendo —apuntaló María Luisa.
—La culpa es de esa niña tonta —protestó Tati—. Si no hubiese montado el número, mamá no se habría ido de la fiesta.
—Es inútil lamentarse; lo que pasó, pasó —dijo Ricky—. Ahora se nos ocurre eso y, en cambio, cuando tu madre decidió irse, a todos nos pareció lo más oportuno.
—Sobre todo a Ada —dijo Carola con una risita. Los demás compartieron la broma y Julia se quedó in albis.
—¿Por qué…? —Iba a preguntar la razón de las risas para entrar en la misma complicidad, pero un sexto sentido le advirtió de que callara.
—¿Por qué… qué? —inquirió Ricky.
—Nada, estaba pensando en otra cosa —dijo Julia—. Supongo que pensáis seguir el viaje hasta que haya noticias.
—Justamente —confirmó Luisón Montesquinza—. Tú opinas lo mismo ¿no? No tiene sentido quedarse en Esna. Todo lo que se puede hacer por encontrarla se está haciendo.
—Es verdad —admitió Pedro Guzmán—. La mejor manera de afrontar la situación es la normalidad. Para vosotros y para el resto del pasaje. No podemos extender la sombra de la desaparición de Carmen como un velo que enlute el crucero.
—No es tu madre —murmuró Tati, aunque lo oyeron todos.
—Tienes razón, y te pido mil excusas por haber sido tan torpe, pero es que yo estoy convencido de que todo este asunto tiene una explicación bien sencilla, que nos sorprenderá a todos cuando la propia Carmen nos la desvele.
—Dios lo quiera —dijo María Luisa.
Julia se preguntó si María Luisa sería la beata fingida que aparentaba ser; que su marido era un caradura y un aprovechado no tenía la menor duda: era evidente que no daba un palo al agua y que vivía de su cuñada; sin embargo, en la propia fisicidad de su esposa ella creía advertir un rictus, exactamente el modo de fruncir los labios, que revelaba retorcimiento e incluso maldad; una maldad de corto alcance, de círculo privado; una maldad de confesionario y velo de encaje negro.
—Y a todo esto, Pedro, ¿no deberías ocuparte tú de la borracha? —preguntó soezmente Ignacio—. Tengo entendido que este mediodía seguía durmiendo la mona.
—Pobre chica, déjala en paz —dijo Tati.
—Estaba buena ¿no? —Su mirada se cruzó con la de Tati—. Está bien, está bien —reculó—. No he dicho nada. ¿Y la juez? Tarda en subir.
—No me dijo que fuera a volver aquí —intervino Julia—. Supongo que estará en nuestro camarote.
—¿Y qué tanto tiene que hablar con ella? —preguntó abruptamente Ricky.
—No tengo la menor idea.
—Pues sería bueno saberlo —comentó Pedro—. A lo mejor ella ha visto algo que nosotros no vemos. Estoy por ir en su busca porque no es el momento. La chica sigue encerrada en su camarote.
—No, no —protestó Julia—. Mariana quedó contigo y esperará.
—Ahora me están entrando ganas de preguntarle yo. Anda, Pedro, vete a buscarla —insistió Ignacio.
—¿A quién, a la juez? —preguntó Ricky.
—No, a la chica. Me tiene escamado la curiosidad que suscita.
—Qué tontería —dijo Julia haciendo ademán de levantarse—. En fin, estoy muy a gusto aquí, pero quiero leer un rato antes de la cena.
—Al menos termínate la copa con nosotros —propuso Luisón Montesquinza—. La lectura ya sabes que daña la vista. No es que yo tenga nada contra los libros, pero me parecen una pérdida de tiempo.
—Para quien no tiene que ganarlo, supongo —dijo Julia, mordaz—. ¿Hay algo más juicioso que perder el tiempo y aprender cosas nuevas a la vez?
—La vida es la que enseña —dijo Luisón—. La buena vida —añadió propinando un codazo a su mujer.
—Yo sí que os dejo —avisó Pedro Guzmán—. Tengo que atender a los demás invitados.
—Tú sí que eres el único que trabaja aquí —dijo Ignacio Llano con una risotada.
La reunión empezó a disolverse.
Julia encontró a Mariana leyendo junto a la ventana.
—Esta novela —dijo, dejando abierto Sin nombre en su regazo— sería imposible escribirla hoy. Hay un momento en que una carta, enviada por correo, debe llegar a su destino a una hora determinada y, si no es así, toda la intriga se viene abajo y la novela se desmorona. Pues bien, la carta llega a ese destino y a esa hora. Hoy en día sería inverosímil fiarlo todo a semejante albur, tal y como está el correo, pero en la Inglaterra de la época la puntualidad del correo era una cuestión de honor.
—Ah, muy bien. ¿Esto a qué viene?
—A que no eres lectora de novelas de intriga, para empezar —contestó Mariana riendo—. Y también a que en los asuntos criminales, el criminal actual tiene que improvisar todo el rato. Ya no quedan asesinos de aquellos que planificaban minuciosamente el crimen convirtiéndolo en una obra maestra de estrategia y podían quedarse tranquilamente esperando a que su trabajo diera fruto a la hora indicada con la precisión de un reloj.
—No te sigo —objetó Julia mientras hurgaba en el armario en busca de un jersey—. ¿Cuándo ha habido criminales de ésos en activo?
—En las novelas, naturalmente —contestó Mariana con una carcajada.
Julia le hizo un gesto grosero con el dedo corazón y Mariana volvió a la lectura de su libro. El barco había empezado a navegar de nuevo mientras estaban en la terraza, y de madrugada pasaría la esclusa. La noche y la atmósfera limpia hacían resaltar en la oscuridad las luces de la ciudad de la cual se alejaban. Y Mariana, que había levantado los ojos del libro para mirar por la ventana, pensó de nuevo en Carmen, como si sintiera que al alejarse de Esna se alejaban definitivamente de ella. El barco se desplazaba muy lentamente, una mole perezosa recién despertada de su letargo. Mariana se preguntó por la importancia de la casualidad en su vida. ¿Acaso no estaba metida en un asunto misterioso coincidiendo con unas vacaciones en Egipto? Pareciera que, más que casualidad, el crimen la seguía a donde quiera que fuese. La idea de encontrarse con una misteriosa desaparición que tenía todo el aspecto de una muerte infligida, allí, sobre las aguas del Nilo, sobrepasaba toda fantasía. Porque ella estaba convencida de que el caso no respondía ni a un accidente ni mucho menos a un suicidio. ¿Suicidarse Carmen Montesquinza? No había tenido el tiempo suficiente de tratar con ella, pero si se fiaba de su perspicacia; la deducción lógica era el asesinato. Y ahí empezaban a surgir preguntas de lo más interesante; la primera, quién tenía motivos para llevarlo a cabo. La segunda, quién tenía, además, prisa; pues elegir semejante escenario —el barco con los invitados, en mitad del Nilo— era un verdadero disparate. Cualquier día normal en la vida de Carmen Montesquinza habría sido más adecuado y más factible. La elección del momento ¿era una improvisación apresurada o algo planificado?
Había estado repasando la personalidad de cada uno de los miembros del clan sin decantarse por ninguno en especial, incluidos el abogado y la secretaria. No se le ocurría que nadie más pudiera estar implicado por la sencilla razón de que, puesto que todo el clan giraba en torno al dinero, sólo uno de ellos obtendría un beneficio con su muerte. Lo único malo era que eso señalaba muy directamente a la heredera —y, en todo caso, por asimilación, a su futuro esposo—, pero Tati tenía aspecto de cualquier cosa excepto de asesina de su madre. Era cierto que los asesinos no suelen tener aspecto de asesinos, lo que facilitaría notablemente el trabajo a la policía, pero Tati, que era una mujer resentida y disminuida, sin embargo era débil. Ricky no. Ricky, como buen inútil malcriado, sí sería capaz de matar. Mataría por insustancial, por estupidez, por codicia y egoísmo, pero mataría precisamente por todo ello. Lo malo era que sin matrimonio no tenía sentido semejante acción y, nunca se sabe, quizá Tati, al sentirse libre y, sobre todo, rica, es decir, capaz de manejar su propia vida a su antojo, bien podía decidir deshacerse del compromiso con Ricky y buscar otra cosa. En cuanto a los demás, pasarían todos a depender de la voluntad de Tati. Es decir: misma comedia, distinto protagonista.
La aparición del cadáver sería de vital importancia para que toda la investigación diese el giro debido. Hasta ahora, la policía, que sin duda actuaba, parecía estar tomando la desaparición de la millonaria como una excentricidad y no como un hipotético asunto criminal. Debían de pensar que estaban ante la clásica señora extravagante que se las pira caprichosamente sin avisar a nadie, pues es lo suficientemente rica como para no tener que dar explicaciones y menos aún a quienes dependen de ella. Al parecer interrogaron a toda la familia con cierta desgana y no dejaban de tener razón. Al fin y al cabo, si ella, Mariana, estaba en lo cierto, ese camino era un cul-de-sac; aparte de que sin cadáver no había herencia inmediata ni móvil aparente. De ser aquélla el móvil, quien o quienes planearan su muerte habían cometido el error de deshacerse del cadáver.
—¿Tú crees? —dijo Julia con extrañeza.
—Si creo ¿qué? —preguntó Mariana saliendo de su trance.
—Lo que decías de su equivocación al deshacerse del cadáver.
—Yo no he dicho nada de eso. Estaba pensando, solamente.
—Entonces estabas pensando en voz alta. Es un síntoma inquietante.
Mariana se la quedó mirando.
—¿De verdad me has oído todo lo que estaba pensando? —preguntó, perpleja.
—Todo… no sé —dijo Julia encogiéndose de hombros—. ¿De verdad crees que se la ha cargado alguien de la familia?
—No. Qué voy a saber. Son lucubraciones. ¿A ti no te parece extraordinario todo este suceso?
—Extraordinario a más no poder, claro que sí; pero de ahí a montarte la novela que te estás montando… ¡Cáscaras! Me parece excesivo.
—Tienes toda la razón, me obsesiono. Sin embargo, te prometo que si un par de averiguaciones que quiero hacer no dan resultado, me olvido de todo.
—No podrás, te tienta demasiado el misterio. Por cierto ¿has hablado con esa Dolores Beaudine?
—He llegado hasta su puerta, pero prometí a Pedro que esperaría a que me avisase del momento adecuado. Espero localizarla durante la cena. O, mejor dicho, espero cogerla en un aparte después de la cena.
—¿Y la otra averiguación? —insistió Julia.
—¿La otra? —Mariana pareció desconcertada por un instante—. ¡Ah, sí! Tengo mucho interés en hablar con Ada, la secretaria de Carmen, aunque ahí lo que quiero corroborar es otra cosa —dijo, y añadió con gesto malicioso—, de la cual tú ni te has enterado.
—Qué interesante —respondió Julia con sorna—, me estremezco de curiosidad.