Las dos amigas salieron al muelle rumbo al zoco turístico. En la calle, los nativos se mezclaban con los turistas; los observaban con curiosidad y atención, como a la espera de captar alguna señal, por pequeña que fuera, que les indicase que los ricos forasteros sentían alguna clase de interés o necesidad, una señal que les permitiera acercarse a ellos para ofrecer sus servicios. A la entrada del zoco, al que había que subir por una pequeña pendiente a cuya izquierda quedaba el templo que ambas pensaban visitar después, se encontraron con un grupo de gente que observaba con atención y recelo a un encantador de serpientes semejantes a pequeñas cobras a las que manipulaba con toda soltura y las ofrecía a los curiosos, los cuales, indecisos, dudaban si cogerlas o mantenerse a prudente distancia entre risas nerviosas hasta que uno de ellos, más animoso o más inconsciente, se decidió a tomar una en sus manos y luego la mostró eufórico a sus acompañantes. La gente dio un suspiro de alivio, alguno más se atrevió y poco a poco se deshizo el corro de curiosos para ser sustituido por otro nuevo.

El zoco era una sucesión de tenderetes en los que se exhibían o de los que colgaban toda clase de telas, chilabas, pareos, gorros, vestidos, babuchas, pañuelos palestinos… en fin, un abigarrado y colorido conjunto de souvenirs para tentar a los compradores que iban pasando ante ellos señalando y comentando las mercancías exhibidas. Al principio, Mariana y Julia se limitaron a recorrer los que se encontraban del lado de la acera, pero poco a poco se fueron internando en la masa de puestos de manera que enseguida se vieron envueltas por ellos. Pronto desembocaron en una reproducción de un poblado beduino, un pequeño zoo de animales domésticos, luego en una cafetería donde les ofrecieron asiento con la insistencia característica del vendedor callejero, y cuando quisieron darse cuenta estaban perdidas en el interior de aquel curioso mercado de ropa y abalorios de todas clases.

Mariana comprendió que era imposible que Carmen Montesquinza se hubiera perdido en aquel enjambre de puestos. En cambio, le pareció un lugar idóneo para hacer desaparecer a alguien en un santiamén entre los cortinajes que cubrían los lados de los tenderetes. Sería una desaparición mágica como en los relatos árabes de princesas y bandidos, engullidas en el bosque de blancos lienzos que el viento de la tarde agitaba levemente como cortinas que guardan el secreto de una casa. La idea del rapto la impresionó. Se habían apartado del resto de los occidentales y ahora estaban solas en medio del bosque, siendo observadas por los nativos, hombres y mujeres, que les sonreían y extendían sus manos para animarlas a entrar en cada uno de los chamizos entoldados y abarrotados de mercadería. Julia estuvo probándose unos vestidos largos hasta los pies y bordados en colores vivos, y también gorros, pulseras, collares, etcétera con la misma alegría de una niña pequeña, pero al final no compró nada pese a que se entretuvo y divirtió mucho regateando con los vendedores, que la perseguían cada vez que abandonaba un tenducho en busca de otro. También estudiaron las clásicas bandejas para servir el té e incluso las pipas de agua y al final acabaron comprando una, con todos sus aderezos, más por diversión que por interés.

Hubo un momento en el que Mariana oyó una sirena y le acometió la preocupación. ¿Y si se trataba de su barco, que zarpaba? La idea de quedarse allí, en medio de la multitud de nativos —pues se habían adentrado mucho en el zoco—, le produjo ansiedad, y conminó a Julia para que la siguiera. Además, el calor y la agitación la habían empapado de sudor y se sentía incómoda, pero cuando trató de hallar la salida comprendió que se había perdido. No conseguía orientarse y empezó a preguntar, a gesticular más bien, para indicar que buscaba el río. Julia la seguía despreocupada y ella la tomó de la mano para evitar perderla también. Avanzaban abriéndose paso penosamente, entre un olor intenso a especias y acre de sudor; los nativos respondían a su demanda apiñándose en torno y señalando en diversas direcciones, conminándolas a seguirlos, por lo que se dejó llevar por su instinto hasta que, de pronto, apareció, lejos y en lo alto, un montículo por el que subían nativos y turistas y que supuso que era el camino al templo. Entonces recibió un empujón por la espalda, tropezó y cayó hacia delante arrastrando consigo una fila de vestidos a la puerta de un tenderete; y al volverse a mirar se encontró cercada por un grupo de lugareños que la increpaban gesticulando excitadamente. Pensó que se dirigían a ella porque al tirar las túnicas había cometido alguna falta de cortesía contra las costumbres. De pronto se dio cuenta de que había perdido a Julia y empezó a gritar su nombre y a apartar con las manos a los hombres que la rodeaban. Sintió alguna mano que se posaba en su cuerpo y se revolvió como una fiera. Los hombres que la seguían retrocedieron con el asombro pintado en el rostro y en ese momento sintió que la cogían de la muñeca y tiraban de ella, y Mariana se plantó dispuesta a no dejarse atrapar, pero era Julia, que la miraba con gesto de reproche mientras la extraía de la multitud camino de la salida.

Encontraron una especie de parquecillo en un extremo del zoco, dando a la calle, y se quedaron en él respirando ordenadamente. Había niños jugando y adultos en posición de dejar pasar el tiempo, pero el agobio quedaba atrás.

—¿Se puede saber qué te ha pasado? —pregunto Julia con extrañeza.

—No lo sé. De repente me han dado un golpe, me han metido mano y se me han echado encima.

—Algo habrás hecho. Yo estaba contigo y, de pronto, te he visto desaparecer en el tumulto. ¿Has mirado si te falta algo? La verdad es que estas gentes no tienen pinta de ladrones. Pícaros deben de serlo un rato; pero eso, como en todas partes.

—No sé qué he podido hacer de malo, te lo juro. Lo he pasado fatal, tenía una sensación de amenaza muy fuerte. Me han empujado y estoy segura de que no ha sido un árabe.

—¿Qué ha sido? ¿Un empujón europeo? —empezó a bromear Julia, pero al ver el gesto de rechazo que se dibujó en el rostro de su amiga, reculó—. Eso es porque estabas con la idea del rapto de Carmen en la cabeza. Que te digo yo que no, que es imposible.

—A ver si ha sido alguien del barco, aprovechando la confusión —consideró Mariana.

—Ya veo que la cabeza no te funciona bien esta tarde, mi vida. Ha de ser el calor. ¿Cómo va a raptar alguien del barco a Carmen en un zoco?

—No estoy hablando de Carmen sino de mí. Me han dado un golpe en la espalda que casi me tira al suelo y me duele bastante.

—A ver, date la vuelta… Herida no tienes, o sea —dijo Julia sarcástica—, que no veo sangre. Si hay un moretón, lo veremos cuando puedas quitarte la blusa.

—Y yo te digo que no había razón —respondió Mariana, enfadada. Ella sabía bien que no fue un tropiezo sino un gesto de mala voluntad que no conseguía entender, aunque pudiera asumir que alguien la quería mal. Para cuando quiso mirar, quienquiera que fuera se había confundido con la multitud.

De regreso al barco, recibieron la noticia de que esa noche pasarían la esclusa.

—Yo pienso estar despierta para verlo —anunció Julia.

Una vez más subieron a la terraza para relajarse después del paseo por el zoco. La tarde lucía espléndida, con un sol declinante, la atmósfera limpia, el color dorado que lo envolvía todo. Las dos amigas se instalaron en sendos butacones de anea, ante una de las mesas del bar, y no se resistieron a encargar unos gin-tonics. Cerca de ellas, uniendo dos mesas para hacer corro, se sentaba la pandilla de jóvenes de diversa procedencia que, a juzgar por las apariencias, ya habían congeniado con toda normalidad. Mariana buscó con la vista a Dolores Beaudine, pero no se encontraba entre ellos y se preguntó si aún seguiría de resaca.

—No te quepa la menor duda —replicó Julia—. La gente joven está bebiendo con un descontrol como no te haces ni idea. Se ve que nadie les ha advertido de los efectos del alcohol y lo consumen como agua, con total inconsciencia. Te aseguro que me deprimo cada vez que leo en el periódico sobre casos de coma etílico los fines de semana. Pero en chavales de dieciséis o diecisiete años. —Hizo una pausa para dar un sorbo a su copa—. Y chavalas; no me digas tú…

Uno de los chicos, español como ellas, se había acercado a Julia para pedirle un cigarrillo, pues aunque Julia apenas fumaba, le gustaba hacerlo con la copa de media tarde cuando tenía oportunidad. Mariana no dejó escapar la ocasión.

—Oye, perdona, ¿conoces a una chica que se llama Dolores Beaudine?

—¿Dolores? Sí, nos hemos conocido aquí en el barco.

—Pero ahora no está con vosotros.

—No, es que —ensayó una sonrisa cómplice— esta mañana no se encontraba bien. —Sin duda le producía alguna turbación referirse al espectáculo con que Dolores les había obsequiado en la fiesta nocturna.

—Ya me lo imaginaba. Es que quería hablar con ella porque… bueno, porque conozco a un amigo que conoce a su familia. —Julia la miró con severidad—. En fin, por saludarla. Por cierto, que anoche ofreció un espectáculo… bastante fuerte ¿no?

El muchacho aumentó su turbación.

—Era por una apuesta, pero la verdad es que se salió de madre.

—¿Una apuesta? —Mariana puso su mejor cara de sorpresa y Julia no pudo ocultar su curiosidad.

—Eso nos contó por la tarde; que había hecho una apuesta, porque se sabía que iba a haber una especie de concurso.

—¿Un concurso? ¿De nudismo?

—No, claro que no. De baile, de exhibición. No sabíamos de qué iba la apuesta hasta que vimos que se empezaba a quitar la ropa. Y la verdad es que cuando nos dimos cuenta de lo que estaba haciendo, porque iba muy colocada, ya estaba casi sin ropa.

—Debía de estar colocada desde bastante antes y vosotros podíais haberos dado cuenta y retirarla antes de que diera el espectáculo. A lo mejor se siente mal, pero de vergüenza, y por eso no aparece.

—Puede ser, no sé, no he hablado con ella, es lo que me cuentan.

—Ya —dijo Mariana haciendo una pausa—. ¿Y tienes idea de con quién hizo la apuesta?

—No.

—¿La apuesta a ganar consistía en bailar desnuda delante de todo el mundo? —preguntó Mariana.

—No creo. Era un concurso de camisetas mojadas, de baile… Desnuda del todo no se quedó, llevaba las bragas y el sujetador.

—Como si no llevara nada —protestó Julia.

—Pero la apuesta era con alguno de vosotros —insistió Mariana.

—Ah, no sé, no tengo ni idea.

El muchacho encendió finalmente el cigarrillo, dio las gracias y se reincorporó al grupo. Ellas sintieron la mirada de alguno de los jóvenes, inclinados en conciliábulo con las cabezas juntas cuando el otro les habló, relatando sin duda la conversación que acababa de tener.

—¿Qué te parece? —dijo Mariana a su amiga—. Una apuesta. Me gustaría saber quién ha sido el promotor de ese espectáculo.

—No me lo acabo de creer. Hay que ser una cabeza hueca para aceptar una cosa así, pero el tipo que se lo propuso…

—¿Por qué dices que es un hombre?

—Pues quien fuera, me da lo mismo. Lo evidente es que se trata de una persona adulta.

—Verdad —respondió Mariana. Se quedó un rato pensativa, mirando al horizonte, donde el sol se retiraba lánguidamente. Luego miró a su amiga—. No entiendo la broma, o lo que fuera esa idea de meter a la pobre chica en un embarque semejante. Habría que saber si no estaba ya medio trompa cuando aceptó la apuesta. Pero te diré otra cosa: ¿por qué diablos alguien hace una proposición semejante? ¿Qué pretendía con ello? ¿Solamente divertirse a su costa?

—Lo más probable.

—Entonces estamos hablando de un alma miserable.

—Lo más probable.

—¿Me estás tomando el pelo?

—Lo más… —aventuró con malicia Julia, sonriente.

—Olvídame. Ya me ocupo yo de investigar por mi cuenta.

—Escucha y no te enfades. ¿Se puede saber qué tienes en la cabeza? Alguien con un coco bastante retorcido propone a una descerebrada un striptease y ella acepta por ganar… qué se yo, lo que sea, la mera apuesta quizá. Forma parte de las estúpidas diversiones de los cruceros ¿no te parece? ¿A qué darle vueltas, entonces?

—A que en este crucero no suceden cosas normales. Primero desaparece una dama millonaria y luego una niña bien se despelota delante de todo el mundo para… Oye ¿te das cuenta de que Carmen Montesquinza desapareció coincidiendo con la sesión de exhibicionismo?

—No me extraña nada. A una mujer como ella le debe de espantar un espectáculo como ése —razonó Julia.

—Veo que no me entiendes. Yo me estoy refiriendo a la coincidencia.

—Es que lo uno no va sin lo otro —insistió Julia.

—Ya, pero casualmente la exhibición procede de una apuesta; es decir: se trata de algo inducido.

—Oh, ya veo —dijo Julia con retintín—. Resulta que el inductor, o inductora, está detrás de la coincidencia.

—¿Por qué no?

—¿Estás hablando en serio?

—Lo único que te digo es que sigo sin explicarme la desaparición de Carmen. No tiene pies ni cabeza. Y, pensando en ello, de pronto reconozco una coincidencia y me pregunto si será o no fruto de la casualidad. ¿Por qué? Por lo insólito de la desaparición de Carmen. Nadie se ha preguntado por semejante absurdo, todos lo tomáis como algo que ha sucedido y que el tiempo o el azar devolverán a su lugar. Pero no es así. Carmen ha desaparecido y este hecho no tiene explicación lógica.

—Salvo que tú hayas dado con la llave de la conjura —completó Julia con la desconfianza pintada en su rostro encantador.

Mariana bebió un trago de su gin-tonic y se sumió en sus pensamientos frente al sol, que declinaba definitivamente. Julia la observaba en silencio, sabiendo que no debía interrumpirla. La cháchara de los vecinos jóvenes había subido de tono y la escuchaba como un alegre sonido de fondo. Julia había visto actuar a Mariana en los casos que se le presentaban en el juzgado y sabía demasiado de su perspicacia para echar en saco roto la conversación anterior, pero se le antojaba inverosímil lo que había dado a entender, sobre todo porque no veía la relación entre la sesión de camisetas mojadas y la misteriosa desaparición posterior de Carmen Montesquinza. Una estúpida apuesta, una niña caprichosa dando un espectáculo bochornoso que no tardaría en llegar a oídos de sus padres, unos adultos incapaces de detener semejante exhibición de impudor cuando sin duda alguno de ellos conocería a la familia, a juzgar por el sistema de selección impuesto por Pedro Guzmán, el propio Pedro Guzmán sin tomar cartas en el asunto como organizador y responsable del crucero…; todo eso debía de tener un sentido, un mal sentido, pero lo tenía. En cuanto a esa Carmen Montesquinza rodeada por su estrambótica familia, que no era sino un grupo heterogéneo de aduladores en torno a ella, probablemente dependientes en exceso de su real o ficticia generosidad ¿dónde diablos estaba? Julia llegó a pensar que, en realidad, lo que había hecho Carmen era desembarcar por su cuenta y retornar a Luxor, dirigirse al aeropuerto y regresar a El Cairo a esperar a que los viajeros retornaran a su vez, descompuestos y asustados. Esto último es lo que no le casaba porque en la educación de Carmen no entraría semejante comportamiento, aunque, claro, por otra parte, una persona tan independiente y autoritaria como ella podía permitirse hacer lo que le viniera en gana. Pero al menos habría hecho llegar alguna noticia: —Os espero en El Cairo—, algo así. Con todo, esta loca posibilidad resultaba ser más factible que la suposición de que se había perdido en Esna o había sido raptada con la intención de exigir un rescate o sacrificarla como infiel por alguno de esos fanáticos religiosos que siempre pululan por los recovecos más oscuros de las religiones monoteístas.

Volvió a mirar a Mariana, que parecía ausente, absorta en sus meditaciones. Había cerrado los ojos, como si durmiera, pero Julia sabía que aquel cerebro estaba trabajando. De no ser por estas preocupaciones, el crucero le parecía un ideal: arte, descanso, relajación, el encuentro con una civilización incomparable, el paisaje humano de las ciudades, el paisaje fluvial, la vida que adivinaba en las orillas, un mundo tan distante y cercano a la vez, la lenta belleza de aquel espacio que se extendía ante sus ojos bajo otra medida del tiempo…

—Está muerta.

Julia se sobresaltó. Mariana había abierto los ojos y pronunciado aquellas palabras de una manera tan serena como contundente.

—Está muerta.

—¿Hablas de Carmen? —preguntó Julia, impresionada.

—Sí. No es una opinión, es una certidumbre.

—No lo sabemos, Mariana —dijo Julia con suavidad. Siguió un silencio.

—¿Mariana?…

—Ya lo sé. No te pido que me creas. Está muerta y no ha sido por su voluntad. No se ha caído al río ni se ha suicidado.

—¿Quieres decir…, que ha sido un crimen?

—Creo que sí. Y aparte de mi creencia, es la explicación más lógica.

—Bien y ¿dónde está el cadáver?

—Presumiblemente, en el fondo del Nilo.

—No tienes ni el cadáver ni al sospechoso. ¿Cómo vas a demostrarlo? —Aunque en el modo de dirigirse a ella había cariño, a Julia le costaba disimular su preocupación por la deriva del pensamiento de su amiga.

—Sí que tengo un sospechoso —anunció Mariana con determinación—. Y esta noche, después de la cena, pienso hablar con Dolores Beaudine para que me dé su nombre.

Se levantó y se dirigió a la escalera dejando a su amiga boquiabierta.