Cuando Mariana despertó, el Royal Princess había atracado en Esna. Julia dormía profundamente y no quiso despertarla, por lo que se vistió con todo sigilo y abandonó el camarote con la intención de bajar a desayunar al comedor. A medio camino, sin embargo, rectificó y subió a la terraza. Estaba desierta. El sol empezaba a elevarse por encima de la ciudad, cubriendo el espacio con ese tono dorado que parecía reflejarse en el desierto y en las casas y que le parecía tan acogedor.
Recorrió la terraza caminando entre las mesas, luego avanzó hasta la piscina y llegó al semicírculo cerrado por la barandilla delantera, justo sobre la proa de la embarcación. Como en Luxor, el atraque en el puerto de Esna era también privado, por lo que no había ningún otro barco abarloado al suyo. La ciudad comenzaba al otro lado del muelle y podía ver a la gente trajinando desde tan temprano por la calle que bordeaba el río. De algún modo u otro, todos los nativos confluían en torno a un espacio abierto, una suerte de zoco, donde se ocupaban de alzar tiendas y tenderetes en medio de un animado batiburrillo de gentes y objetos, bullente y colorido. Unos cientos de metros más allá, a la izquierda y en alto, se podía apreciar la parte visible del templo de Jnum, un templo tolemaico-romano que les recomendaban visitar, aunque, al parecer, la mayor parte permanecía cubierto por siglos de arena y abandono.
La temperatura era agradable y tomó asiento en una de las butacas de la rotonda delantera. Ante ella, sobre la proa, un par de falucas surcaban el río en aquel momento. Había una mesa con su lamparita cada dos butacas y lamentó que no se pudiera servir el desayuno en ella. A pesar de haber dormido poco, se encontraba despejada y con una agradable sensación de laxitud, o quizá fuera pereza, que casaba mal con la energía propia de ese primer impulso de la mañana que la había sacado de la cama.
Al cabo del rato, al percibir las primeras punzadas del hambre, decidió acercarse al comedor. La terraza seguía vacía, pero ahora, al ponerse en pie y mirar alrededor, tuvo una sensación extraña, como si el espacio vacío contuviera una amenaza indefinible, una amenaza que le infundió un escalofrío repentino. Fue un instante que pasó enseguida, lo mismo que si una sombra fantasmal hubiera entrado por la proa donde se encontraba ella y se hubiera desvanecido por la borda de estribor. Encogió los hombros en muda pregunta, se puso en pie y se dirigió a la escalera de caracol que comunicaba con su planta.
Bajó hasta el hall, donde el recepcionista hojeaba un periódico, y siguió a la planta inferior donde estaba el comedor; apenas había un par de mesas ocupadas; saludó con una inclinación de cabeza a sus ocupantes, que levantaron la cabeza al oírla entrar, y se encaminó a la suya. Su mesa estaba impoluta, con el servicio preparado, pero aún no había llegado nadie. Le pareció tan extrañamente desangelado el espacio que se extendía ante ella, con la mayor parte de las mesas vacías, que estuvo a punto de retirarse; el discreto movimiento de la sala (los camareros, los ocupantes de las otras dos mesas alejadas entre sí) reaccionaba al ralentí; tras la exaltación nocturna del salón de arriba, el comedor semejaba padecer una unción culpable, una reserva penitencial. Desayunó en silencio, despacio, incómoda, deseando que alguien más entrara, que las voces se elevaran, que se escuchase el ajetreo normal de la cocina.
Julia seguía durmiendo cuando Mariana regresó al camarote. Probó a leer a su amado Collins tendida en la cama, pero pronto se desentendió del libro. Volvió a intentarlo un par de veces hasta que al fin la peripecia de las dos mujeres despojadas de su herencia la atrapó y permaneció un buen rato leyendo.
Una serie de voces agitadas que le pareció reconocer la sacaron de la lectura. Sonaban sobre todo al fondo del pasillo, junto con pasos precipitados y multiplicados. Alguien golpeaba una puerta y de pronto escuchó claramente una voz angustiada que repetía el nombre de Carmen. Intrigada, dejó el libro a un lado y se acercó a la puerta a escuchar. La confusión aumentaba por momentos y se decidió a abrir la puerta. En ese momento, el joven abogado de la familia Montesquinza cruzó por delante de ella hacia la salida diciendo en voz alta:
—¡No está en su camarote! ¡No está en su camarote!
No pudo ver a la persona a la que se lo decía, pero detrás de él apareció la secretaria de Carmen apresurándose y Mariana la detuvo con la mano.
—¿Qué sucede?
—Carmen. Ha desaparecido.
—¿Cómo que ha desaparecido?
—No está en su camarote, no la encontramos.
—Pero ¿han buscado en el resto del barco?
—Eso estamos haciendo y no aparece.
—Voy con vosotros —dijo resueltamente Mariana.
El resto de la familia, con excepción de Ignacio Llano, se había desperdigado por el barco, subiendo y bajando y escrutando por todas las plantas. Mariana se cruzó con unos y con otros en la recepción, donde el recepcionista parecía tomarse las cosas con más calma, pero al cabo de un rato empezó a quedar claro que Carmen no se encontraba en ninguno de los espacios comunes de la embarcación.
—Es posible que esté en alguno de los camarotes —insistía el recepcionista—. Quizá está de visita en alguno de ellos y no se ha dado cuenta de que la buscan.
—Vayamos a buscarla —propuso el abogado—. Cabina por cabina.
—¡No pueden hacer eso! —dijo el recepcionista, espantado—. No pueden entrar a las cabinas, asustarán a todo el mundo, son recintos privados. Dejen que ella misma salga cuando lo desee. Van a causar una gran confusión.
Mariana también intervino para hacer ver a la familia que con su actitud causarían un revuelo innecesario y contraproducente y sólo con la ayuda de otros miembros de la tripulación se consiguió calmar a los Montesquinza. Mariana no dejaba de preguntarse por el motivo de tanta preocupación, por qué daban por hecho que Carmen había desaparecido. Quizá uno de ellos había hecho prender un reguero de histeria en todos los demás. Carmen debía de estar en alguna parte. Sólo cuando al recepcionista se le ocurrió decir que quizá hubiera desembarcado se produjo un momento de serenidad que uno de los tripulantes aprovechó para insistir en que quizá Carmen se encontrara en tierra, que quizá en aquellos momentos estuviera paseando por el zoco turístico cerca del cual estaban amarrados. De hecho, comprobaron que la pasarela de desembarco estaba tendida, lo que produjo un momentáneo y expectante alivio entre todos los allí reunidos. Estaban en la recepción, convertida en cuartel general de la investigación.
La aparición del capitán serenó los ánimos. Además, algunos viajeros salían ya de sus camarotes rumbo al desayuno, lo que diluyó en buena parte la ansiedad creada, y poco a poco volvió la cordura y decidieron aguardar a ver si Carmen aparecía por su propio pie. La secretaria, sin embargo, anunció que se dirigía al zoco y tanto Ricky como el abogado se unieron a ella. El capitán dio orden a un miembro de la tripulación de que los acompañase para que no se perdieran en el laberinto de puestos de venta y por si necesitaban un intérprete. Los demás fueron enviados a desayunar.
Mariana volvió a su camarote. Julia no estaba y se sobresaltó, sin duda influida por el clima de inquietud creado abajo; el ruido del agua de la ducha cayendo le dio razón de ella. Entonces tomó asiento en la butaca junto a la ventana y esperó.
A poco, Julia apareció ya maquillada, envuelta en el espléndido albornoz de la cabina y con el aspecto de haber dormido como un ángel. Saludó alegremente a su amiga, se plantó ante el armario a elegir la ropa, volvió al baño a vestirse y cuando estuvo lista le propuso que bajaran a desayunar.
—Yo ya he desayunado —dijo Mariana—. No sabes la que se ha armado con la familia Montesquinza. ¿No te ha despertado el tumulto?
—¿A mí? —preguntó Julia—. En absoluto. Yo, cuando tengo el alma en paz, duermo como una piedra. ¿Qué ha sucedido?
—No sé. Parece que no encuentran a Carmen Montesquinza.
—¿Qué me dices?
—Por lo visto ha desaparecido. No está en su camarote, no está en el barco. Ahora la van a buscar en Esna, pero yo me he despertado bastante pronto, he estado tomando al aire y no la he visto salir al muelle, aunque, claro, no estaba pendiente. Estoy segura de que me hubiese llamado la atención porque desde la pasarela hasta el comienzo del mercadillo hay un recorrido y Carmen no se me despintaría.
—Entonces ¿cómo va a desaparecer en un barco?
—Salvo que ande de visita por alguno de los camarotes, en el barco no la encuentran.
—Estará en el sitio menos pensado. Anda, acompáñame a desayunar y de paso nos enteramos de cómo va el asunto. Hoy tenemos día libre ¿no?
—Tenemos visita a Esna, si queremos. Parece que hay un zoco lleno de productos egipcios, debe de ser curioso. A mí me apetece verlo ¿y a ti? Al lado hay un templo medio sepultado.
—¡Cómo me iba a perder un mercadillo! ¡Compras en Egipto, ya era hora!
—Mira que eres frívola.
—¿Y tú no?
—Yo soy consumista, que no es lo mismo. Ayudo a la economía del país.