En la convocatoria de la fiesta se había anunciado barra libre y ésta empezaba a hacer su efecto entre los asistentes. El ambiente de juerga iba ensanchándose y pronto, tras la primera y agotadora sesión de baile, apareció el inevitable animador que, aprovechando el tiempo de relajación, empezó a proponer juegos más o menos inocentes con la intención de integrar a todo el mundo en la diversión. Desde los concursos de habilidad, que más parecían de torpeza, hasta el socorrido karaoke, la velada transcurría de manera tan previsible como progresivamente alocada, y Mariana empezó a sentirse fuera de lugar a pesar de los gin-tonics con los que se había ayudado a mantener el tono. También pudo observar que Carmen Montesquinza, al otro lado de la sala, parecía atender con un gesto de falsa animación al jolgorio circundante. De vez en cuando se cruzaban inevitablemente sus miradas y lo que era en principio un amistoso gesto de reconocimiento empezó a convertirse en un incómodo tropiezo. Por eso, entre sentirse así fiscalizada y el frenético ritmo de la juerga alrededor suyo, cercano al aturdimiento, pensó en retirarse a su camarote. Pero entonces sucedió algo extraordinario.
El animador, apoyado por Ricky Llano, que parecía especialmente alegre a estas alturas de la noche, estaba proponiendo algo parecido a un concurso de camisetas mojadas. La gente madura empezó a retirarse con discreción de la pista, probablemente porque aún estaban a cierta distancia de la saturación alcohólica, pero, poco a poco, entre los más jóvenes la propuesta halló eco y, por complicidad festiva, todo el mundo acabó por aplaudir con entusiasmo la idea, y un toque de excitación se extendió por la concurrencia.
El resultado fue que tres muchachas salieron a pista mientras el animador, un camarero y otro joven se proveían de botellas de agua. De las tres muchachas, una rubia de cuerpo generoso que parecía estar ligeramente ebria fue la primera en lanzar sus zapatos al aire e iniciar un baile ensimismado y provocativo que enseguida la destacó de las otras dos, que se movían con una cierta inhibición. La decisión con la que tomó el escenario hizo pensar a Mariana, que contemplaba con cierta suspicacia el rumbo del espectáculo, en un acto premeditado, pero no le dio mayor importancia. La rubia se acariciaba el cuerpo con descaro y al contacto con el agua que los acompañantes le echaban encima respondió desabrochándose algunos botones de la blusa y la presilla trasera del pantalón. La multitud la vitoreó entusiasmada y las otras dos chicas, como si se hubieran puesto de acuerdo o quizá intimidadas por la audacia de la primera, le dejaron el campo libre. La rubia se movía con desinhibida sensualidad, agitando su larga melena a un lado y al otro, los brazos en alto acompasando un sinuoso movimiento de caderas; ya en la manera de fruncir los labios afloraba un gesto de provocación que enardeció a la concurrencia y así continuó, in crescendo, hasta que, perdida en su propio contoneo, se abrió completamente la blusa mostrando sus hermosos pechos apenas contenidos en un delicado sujetador y a continuación se bajó los pantalones hasta las rodillas. Llevaba unas pequeñas bragas de encaje a juego con el sostén.
Mariana y Julia cambiaron una mirada entre divertida y estupefacta.
Los portadores de la botella empezaron a volcar agua sin disimulo alguno sobre el pecho y la nalgas de la muchacha, que ya se había desprendido del pantalón, y ella respondió con ademanes decididamente provocativos, más propios de una stripper. En ese momento, toda posible contención había desaparecido, no ya en ella sino en el público en general, que entendió que aquella exhibición era una llamada al descontrol. Mariana no pudo evitar dirigir una mirada hacia Carmen Montesquinza: mostraba una actitud tan atenta como rígida y no pudo evitar pensar en lo que estaría pasando a su vez por la mente de aquella mujer tan educada a la clásica ante la desvergonzada exhibición de la rubia. Pero el show continuaba.
Evidentemente, la muchacha estaba muy bebida. Sus movimientos, elásticos y atléticos, propios de su extrema juventud, eran cada vez más obscenos. Se echaba sobre una silla mostrando su rotundo trasero a los espectadores y abriendo las nalgas para dejar casi al descubierto el sexo; arqueaba su hermoso y joven cuerpo de forma procaz, se acariciaba, se daba la vuelta levantando las piernas para volver a mostrar descaradamente los labios del sexo a través de la tela mojada y ceñida; se echaba al suelo y giraba con la piernas abiertas, volvía a ponerse en pie y agitaba su cuerpo como una bailarina oriental; los tres acompañantes vaciaban una y otra vez las botellas de agua sobre el cuerpo en movimiento como si estuvieran apagando un fuego, lo que enardecía aún más al público; el agua resbalaba entre sus nalgas, o corría entre las piernas y el sexo que impúdicamente marcado por la braga como una segunda piel se abría y cerraba lujuriosamente ante la mirada de los presentes, y mezclaba aquella humedad con el calor ambiental y el fervor del público; en el desenfreno de la muchacha se manifestaba el deseo de ofrecerse a la vista de todo el mundo; pero si su actitud era provocadora, no era menos ensimismada: ella estaba lejos de todo lo que la rodeaba, perdida en su propio baile. Mariana no podía dejar de mirar, fascinada por el atrevimiento y el impudor absolutos de la muchacha. No sentía excitación alguna ante el espectáculo sino simplemente asombro, un asombro ilimitado, y Julia, a su lado, parecía igualmente asombrada. El concurso no era por dinero, mas alguien lanzó un billete y, de inmediato, una cantidad de ellos empezaron a caer sobre la chica, como si se tratara de un local de striptease; un par de concurrentes se acercaron para prenderlos en la braga y entregárselos en mano, pero ella los dejaba caer y el animador se ocupó de apartarlos; de pronto, la muchacha, con un ademán especialmente exigente, agarró al animador por los pantalones y buscó su sexo. El animador se zafó entre risas y ella, aparentemente excitada, lo siguió, mas al verlo alejarse se volvió hacia un camarero, que escapó también, no sin hacer un guiño a la galería. Después, ella se dejó caer en la silla en la que había apoyado sus cabriolas eróticas con la mirada ida y sus dos compañeras volvieron a aparecer en escena, pero desistieron enseguida de seguir con el juego. Ella se había hecho dueña del escenario y la gente hervía de excitación porque no estaba asistiendo a la exhibición de una profesional sino de una persona evidentemente ebria que exhibía sin tapujo alguno sus despiertos deseos de sexo. Al final, Mariana se reconoció que ella misma acabó por excitarse, lo mismo que Julia, no porque deseasen a la muchacha sino porque ella, con su baile desenfrenadamente lascivo, había cargado de erotismo la atmósfera de la fiesta. Entonces Mariana volvió a mirar hacia el lugar donde se hallaba Carmen Montesquinza, guiada por una malsana curiosidad, y vio que ésta había desaparecido. También le pareció que faltaban Ignacio y su hijo, pero el resto del grupo permanecía clavado en sus asientos.
Un hombre maduro, alto y corpulento, que podría haber sido su padre, se abrió paso entre la gente hacia la chica semidesnuda, la recogió en sus brazos porque ya no se tenía en pie y se la llevó entre los aplausos y gritos guturales de los asistentes mientras Pedro Guzmán entraba en pista e indicaba a uno de los camareros, con una seña, que recogiese la ropa desprendida que yacía tirada en el suelo. El disc-jockey se mantenía a la expectativa, esperando órdenes. Otros dos camareros aparecieron con una especie de bayetas para recoger el agua diseminada por la pista, y paso a paso se fueron borrando las huellas físicas de la libidinosa exaltación al mismo tiempo que en las personas se replegaban las sensaciones desatadas por el fervor erótico.
—Pero esto… —balbuceó Julia, que no salía de su asombro—, esto es Sodoma y Gomorra.
—La verdad es que nunca se me hubiera ocurrido que pudiera suceder una cosa así en un crucero de tanto postín —contestó Mariana, sarcástica—, pero también es verdad que yo tiendo a caerme del guindo con alguna frecuencia en lo que se refiere a la vida social de las clases altas, como toda buena burguesa.
—Y ahora ¿qué hacemos?
—Ahora nos vamos a la cama como dos niñas buenas, qué te voy a decir.
—Pero tú has visto…
Poco a poco, el ambiente del salón volvía a la normalidad. El espectáculo había terminado y la gente volvía en sí como si saliera de un trance. Unos a otros se miraban lo mismo que niños pillados en una travesura, cogidos en falta: la propia vuelta a la realidad fue sosegando los ánimos por sus pasos. Se veía a la gente un tanto desconcertada, hablando entre ellos y comentando la incidencia, como si intentaran disimular el estado de excitación en que el espectáculo de la rubia ninfa les había sumido. El animador, consciente de que al asunto se le había ido de las manos, indicó al disc-jockey que se retirase e hizo una indicación al saxofonista para que se acercara al escenario; habló con él, habló por su teléfono móvil y en unos minutos aparecieron también el pianista y el bajo y los tres se situaron en su ángulo del salón. Entretanto, ya sólo iba quedando el rumor apaciguado de las conversaciones. Sin embargo, al poco rato la relajación era total, los camareros servían nuevos pedidos, nadie parecía haber asistido al enojoso incidente y el hombre que tocaba como Don Byas atacó Over the rainbow arrastrando con él a varias parejas a la pista de baile.
Mariana se quedó en la puerta escuchando los primeros compases de la melodía y luego siguió escuchando, llena de nostalgia, hasta que terminó. Julia aguardaba a su lado.
—¿Te lo vas a tirar o nos subimos? —preguntó al fin.
—Julia, hija, mira que eres bruta, de verdad te lo digo.
—Yo es que soy de pueblo —respondió Julia con todo descaro.