Cuando el salón-bar acabó de llenarse, el disc-jockey, un tipo disfrazado de pirata del Caribe, emitió un alarido que llenó el espacio, electrizó a la concurrencia y, como si se tratara de un toque de carga, levantó a una parte del público de sus asientos al ritmo de la música, como sacudido por un ataque de entusiasmo. El ambiente se había venido animando gracias a las copas servidas con toda generosidad de mesa en mesa, por lo que al llamado del disc-jockey, unos se pusieron en pie, otros se adelantaron agitando las caderas, otros gritaron y aplaudieron y unos cuantos entusiastas saltaron al círculo central del salón despejado a tal efecto para iniciar un bailoteo tan heterodoxo como desinhibido.

Julia y Mariana tardaron en incorporarse al tumulto, pero al fin lo hicieron, en un arranque más parecido a la fatalidad que al deseo de sumarse al ambiente que reinaba en la sala. Pronto se vieron rodeadas por hombres y mujeres que se contoneaban en todos los estilos, desde el balanceo del oso de los chevaliers servants que rodeaban a la dama inglesa del cardado extravagante, a la desbocada agitación de los más jóvenes y, pese a su aparente desgana, enseguida se integraron al frenesí general. Unos bailaban cogidos y otros sueltos, cada cual a su aire, el resto los coreaba con gritos y palmas desde sus mesas, simulando esa euforia característica de la gente obligada a divertirse a toda costa propia de los desconocidos que han de congeniar por unos días; otros más discretos, como Carmen Montesquinza, se limitaban a observar divertidos entre comentarios las evoluciones de los demás. Julia y Mariana se encontraban entre ellos bailando, bien a su aire, bien brincando ante y junto a los más jóvenes, bien enlazadas por los caballeros de mayor edad, tanto más arrimados cuanto más veteranos a medida que se sucedían las piezas. Al cabo del rato, todo el salón era un jolgorio indiscriminado a pleno rendimiento.

Siempre que su mirada coincidía con el lugar que ocupaba Carmen, Mariana cruzaba su mirada con ella, que parecía seguirla con especial atención, hasta que empezó a sentirse incómoda en medio de la pista, como si aquella mirada exigiera algo de ella, una atención que la distinguía del resto de la concurrencia. A la vez sintió otra mirada encima, que al principio no logró ubicar hasta que reconoció al hombre que tocaba como Don Byas apoyado en el quicio de la puerta de entrada. Con un sombrero de ala corta ligeramente echado hacia atrás, la camisa abierta, una arrugada chaqueta de lino y las manos en los bolsillos, sonreía con los ojos, igual que cuando la observara bailar con Ricky Llano, y en la sonrisa tenía el mismo aire cómplice de aquel momento. Cogida en aquel fuego cruzado de miradas, procuró concentrarse en el baile hasta que se le fueron las ganas de continuar y volvió a su mesa con una indefinible sensación de incomodidad dentro del cuerpo. Mientras bebía, acudió a su mente la imagen de un guateque de los años de adolescencia cuando sintió sobre sí, a la vez, la intensa mirada invitadora de un chico desconocido y la perentoria del que pasaba por ser su medio novio y se excitó con la idea de arruinar la relación con el segundo echándose descaradamente en brazos del primero delante de todo el mundo. Pensó que era una chica perversa por sentir aquello y esto la excitó aún más. Pero lo cierto fue que el hecho de sentirse deseada por los dos rivales, cada uno a su manera, le produjo una acalorada euforia. No era eso lo que sentía ahora, pero el fondo de la sensación se le parecía mucho. Mariana permaneció inclinada sobre su copa, que bebió en rápidos sorbos, y pidió otra. Entretanto, Julia regresó a su lado medio congestionada.

—Estoy vieja y decrépita —confesó nada más tomar asiento con evidente alivio—. No puedo seguir en pie si no me tomo un descanso. ¿Qué tal tú?

—Rara —contestó Mariana, pensativa.