El servicio había pasado la tarde engalanando el salón-bar y el resultado era espectacular. Todas las mesas habían sido alineadas a lo largo de las paredes y convergiendo hacia el centro del salón, de tal manera que el centro mismo quedase libre y convertido en una pista central de baile. Las maderas brillaban como si hubieran sido barnizadas el día anterior, tanto el suelo como las columnas y, en cambio, la boiserie de las paredes aparecía cubierta casi por completo de una enramada verde continua en la que se entrelazaban una multitud de rosas rococó de un delicado color blanco rosáceo. Las mismas rosas adornaban las mesas, cubiertas con manteles de hilo, en pequeños ramos. Las cuatro lámparas de lágrimas de cristal lucían esplendorosas y por encima de ellas, justo bajo la cenefa de dibujo geométrico egipcio que remataba las paredes del salón bordeando el artesonado, se veían los focos, apagados y semiocultos tras los filtros, que a su debido tiempo envolverían la pista de baile en un ambiente de discoteca.
Dos columnas de sonido asomaban discretamente entre las flores, cerca de la entrada, suficientemente camufladas, y otras dos se encontraban en las esquinas opuestas y a la vista. Por el momento, sin embargo, la música estaba a cargo del trío que actuaba en vivo, recogido en una de las esquinas del fondo, junto a la barra sobre la que se exhibía una apabullante cristalería y los cubos de enfriar champagne listos para ser utilizados. Al otro lado de la barra, disimulado bajo el mismo enramado de las paredes, se encontraba la mesa del disc-jockey con todo su equipo de sonido. El trío de músicos estaba interpretando estándares, creando un ambiente de invitación y bienvenida a la espera de que el público se fuera incorporando; los camareros trajinaban detrás de la barra entrando y saliendo del pequeño cubículo que hacía las veces de cocina y que se encontraba escondido tras el enorme panel donde reposaban decenas de botellas de licor de colores iridiscentes. Entretanto, el público —en el que predominaba el esmoquin, los trajes de noche o de cóctel en los mayores y una mezcla de etiqueta y elegancia informal entre los más jóvenes— empezaba a distribuirse entre exclamaciones de aprecio y reconocimiento, formando pequeños, animados y cambiantes grupos, demorándose en fervorosos saludos para dar tiempo a lucir sus galas y dejarse ver antes de ocupar sus reservas, mezclándose en una especie de ballet perfectamente sincronizado donde todos se deslizaban con indudable soltura, trasladándose poco a poco de la amplia sala de la recepción al lucido escenario de la fiesta de bienvenida.
Julia y Mariana, impecablemente vestidas, salieron al corredor, donde confluían los pasillos de la segunda planta en forma de círculo abierto sobre el amplio vestíbulo de la primera, y se dirigieron a la escalera central. El gran espacio abierto del hall resplandecía bajo las luces mientras ellas descendían hacia él dispuestas a integrarse en aquel mundo tan complaciente, sabiéndose observadas por los que ya aguardaban abajo charlando entre sí, sintiéndose acogidas en un marco que congregaba a todos por igual. El ruido de las voces era moderado y alegre, propio de la gente bien educada que, sin embargo, deja fluir su intención de divertirse hasta la madrugada. Era un ambiente festivo, relajado, lleno de sonrisas y benevolencia, como si todo el conjunto no fuera sino la confirmación de su confortable y merecida estabilidad.
Pedro Guzmán, siempre de punta en blanco, atendía con su característico savoir faire a cada uno de los invitados a medida que iban apareciendo por el gran vestíbulo rumbo a la fiesta. Con el pelo peinado hacia atrás y fijado con gomina, las sienes elegantemente canosas y la cara tostada por el sol, era un verdadero maestro de la sonrisa. Apenas vio aparecer a Mariana se precipitó a recibirla efusivamente y besarla en ambas mejillas con la intención de retenerla a su lado.
—Si te quedas conmigo, mi prestigio aumentará considerablemente entre mis invitados —confesó.
Mariana se dejó estar, además de por ser susceptible al halago, porque la divertía convertirse en el centro de atención por unos minutos, exactamente los que tardara Pedro Guzmán en desprenderse de ella para atender a algún pez gordo de los que le llenaban los bolsillos. Pensó, mientras la acompañaba, que era exactamente el tipo de hombre con los que siempre acababa teniendo un affaire, y volvió a preguntarse qué tenía ella que los atraía como moscas a la miel.
—Como no tienes un pelo de ingenua, yo creo que lo que te pasa es que te encanta coquetear sin riesgo de compromiso —le había dicho en otras ocasiones su amiga; y, a su pesar, reconocía lo acertado de su comentario.
Guzmán habría sido un blanco perfecto para sus intenciones habituales. Un tipo mundano, con dinero, un profesional de la simpatía, seductor y envolvente, con una facha impecable… Cuando Julia, con toda malicia, se lo presentó a la llegada a El Cairo, Mariana pensó que su amiga ya le había preparado la aventura para el viaje, pero si en otra ocasión le hubiera divertido la idea, esta vez no estaba para relaciones de ninguna clase, ni públicas ni privadas. La aún reciente historia del asesinato de Jessica Vega, en el transcurso de la cual conoció a un hombre que quizá hoy hubiera estado entre los invitados de Guzmán, y el durísimo asunto que lo enfrentó a él, haciéndole pasar uno de los tragos más amargos de su vida, la habían curado de cualquier veleidad aventurera para una larga temporada. Santiago Montclair había hecho un roto considerable en su autoestima y ni siquiera llegó mantener con él una relación propiamente dicha, sino que fueron los acontecimientos que rodearon al caso y su propia imprudencia los que la llevaron a sufrir una humillación de la que iba a tardar mucho tiempo en reponerse.
—Caballeroso e interesante ¿verdad? —comentó Julia al oído.
—Sí —respondió Mariana—, pero tiene un fondo triste.
Julia echó la cabeza atrás con gesto de sorpresa.
—Cuento contigo para mover el esqueleto esta noche —susurró Pedro al oído de Mariana mientras las depositaba en su mesa.
Al escuchar esta expresión, Mariana pensó que, en el fondo, siendo un par de años más joven que ella, Pedro era un antiguo. Pero aunque había visto que entre los grupos de jóvenes, hijos de algunos invitados, quizá también amigos añadidos, había guayabos despampanantes, no dejaba de halagarle el interés que Pedro mostraba por ella cada vez que tenía ocasión de encontrarla en medio de su frenética labor de anfitrión. Era incansable en su actividad, hasta el punto de que casi agotaba verlo ir y venir, pero se veía que estaba en su elemento. Mariana se preguntó si su hermano Antonio sería así y sintió una mezcla de pena y admiración por él. Al fin y al cabo, ser un conseguidor no era nada, por bien que le fuera en la vida, y el día menos pensado todo el tinglado que lo mantenía en alto podía venirse abajo y dejarlo a la intemperie. Antonio había terminado sus estudios, lo que era una base, pero el tipo de vida que llevaba lo había alejado del mundo establecido del trabajo y metido, en cambio, de hoz y coz en la frágil picaresca de las relaciones públicas.
—Tú y yo tenemos que hablar —le estaba diciendo Pedro a media voz, insinuante, y ella no pudo por menos de sonreírse ladinamente.
—Que te crees tú eso —pensó; pero reconoció que, en el fondo, le caía bien. Él a ella y ella a él.