Dos horas más tarde, Mariana de Marco, vestida con un traje de cóctel de color malva abrochado al cuello, que dejaba a la espalda una abertura por debajo de los omóplatos y los brazos desnudos, salió al pasillo. El traje, justo por encima de la rodilla, se ceñía a la cintura con un gracioso fruncido a la altura de las caderas y realzaba su figura de manera ostensible. Mariana no era una belleza; tenía un cuerpo grande, de curvas marcadas que ella no trataba de disimular porque, como solía decir: «Si no puedo ser guapa tengo que ocuparme en ser resultona». Era alta, un metro setenta y cinco, con una graciosa melena corta de color castaño oscuro. El rostro redondeado, con la nariz breve y ancha y los labios gruesos y sensuales eran sus rasgos menos refinados, que, sin embargo, se compensaban con unos grandes y hermosos ojos oscuros como su cabello, los pómulos más pronunciados y unas pequeñas y delicadas orejas que realzaban el largo cuello. Aunque había adelgazado, seguía siendo caballuna e intimidante, pero no dejaba de atraer miradas, a lo que también colaboraba su alegre manera de ser, que era lo que le daba mayor encanto. Y, desde luego, gustaba a los hombres.
Cuando se encontraba en el rellano que se abría a la escalera principal, vio salir de su camarote a Ignacio Llano en la silla de ruedas empujado por su hijo, y Mariana esperó que recorrieran el pasillo hasta donde ella se encontraba.
—Está usted bellísima —exclamó caballerosamente Ignacio con un brusco gesto de aprecio.
—Hablemos de tú, por favor —pidió ella—. Al fin y al cabo estamos todos en el mismo barco.
Ignacio Llano rió la ocurrencia con excesivo énfasis.
—Debe de ser tu condición de juez lo que me impresiona, aunque no tendría que ser así porque no es corriente encontrarse con jueces tan despampanantes como tú; en fin, vaya lo uno por lo otro.
—Gracias. Lo tomaré como un cumplido —dijo ella con un expresivo matiz de condescendencia en su expresión.
—Es la verdad.
Los Llano padre e hijo avanzaron por el distribuidor, que rodeaba completamente el espacio abierto sobre el gran vestíbulo de la planta principal, hasta el lugar donde se hallaba un pequeño ascensor descubierto, que era un asiento volante en realidad, el cual permitía trasladar de una planta a otra a los impedidos y a la gente de mayor edad. Ricky Llano instaló en él a su padre y luego se unió a Mariana para bajar por la lucida escalera central con la silla plegada. Una vez abajo, recuperó a su padre y los tres enfilaron la entrada del salón-bar. Mariana los acompañó hasta un lateral, donde había dos mesas juntas rodeadas de butacas y evidentemente reservadas a la familia.
—Por favor —pidió el joven Llano—, quédate con nosotros hasta que llegue tu compañía.
El hombre que tocaba como Don Byas estaba apoyado en el piano con el saxo colgando descuidadamente del cuello, un sombrero de ala corta echado hacia atrás, y charlaba con el contrabajista, que había dejado su instrumento apoyado en la pared y fumaba un cigarrillo.
—Es un trío bastante bueno —dijo ella señalándolos con un gesto de cabeza—, sobre todo el saxo. Y le dan un aire de cave estupendo al bar, pero esta noche no sé cómo se las van a arreglar, en la fiesta.
—No se las van a arreglar —dijo Ricky—. Ellos acaban ahora y desaparecen. Para la fiesta tienen programado a un disc-jockey que se han traído ex profeso.
—No se privan de nada —comentó Mariana.
—De nada —confirmó Ricky—. Es un crucero a todo plan: cocina francesa, trío de jazz, vajillas de porcelana, cubertería de plata, manteles de hilo, un servicio impecable, atraque privado… ¿Bailamos?
El hombre que tocaba como Don Byas había iniciado con un toque entre bronco y sensual Easy to love, como despedida, y Ricky tomó por sorpresa a Mariana, la enlazó por la cintura y la arrastró a bailar. Estaban solos los tres y el trío de músicos, con las luces bajas, y por un momento ella creyó hallarse en otro lugar bien distinto, íntimo y soñador. Bailaron toda la pieza y cuando el trío terminó, Ricky les hizo una seña y volvieron a tocar, y bailaron de nuevo hasta que empezaron a oírse voces al otro lado de la puerta abierta del salón y los primeros asistentes a la fiesta se hicieron notar en el vestíbulo exterior y a la puerta del salón.
Mariana agradeció a Ricky los bailes, dirigió una mirada de interés al saxofonista, que a su vez la contemplaba con una sonrisa en los ojos que sugería complicidad y reconocimiento, y se despidió de los Llano aduciendo que iba en busca de Julia.
En el vestíbulo había ambiente de fiesta. La gente reía, bromeaban unos con otros, ya rotas las primeras distancias, y todos parecían estar dispuestos a divertirse mientras seguían afluyendo invitados, impecablemente vestidos para la ocasión. Mariana subió la escalera a contracorriente, sonriendo a derecha e izquierda hasta que recuperó el pasillo que conducía a su camarote y llamó a la puerta.
—¿Eres tú? —la voz de Julia sonaba apurada mientras Mariana introducía su tarjeta en la cerradura.
—Eso quisiera saber yo —dijo al entrar.
—¿Por qué? ¿Te ha pasado algo?
—Nada. Que Ricky Llano me ha sacado a la pista a bailar agarrado en plan romántico y luego me he timado con el saxofonista.
—Lo tuyo es de psiquiatra. ¿Te importa hacerme el nudo de la blusa, que me estoy volviendo loca desde hace un rato?
—Como no querías que me quedase a esperarte aquí…
—Tú sí que sabes aprovechar el tiempo.
Julia se había puesto una blusa blanca de seda anudada a la cintura y unos pantalones negros con una caída impecable.
—Estás genial. Vamos a ser las reinas del mambo, a nuestro pesar.
—No seas tan creída —luego hizo un guiño travieso—. Pero sí, claro que sí, vamos a dar el golpe. No sé para qué, la verdad —argumentó Julia.
—Para divertirnos. Y ahora date prisa porque cuando yo subía estaba apareciendo el grueso del personal y me gustaría encontrar una mesa agradable. Ya que no vamos a estar solas, que podamos elegir la compañía.
—Si nuestro anfitrión es un caballero, y no hay motivo para dudarlo, se habrá ocupado de colocarnos.
—Pues como nos coloque igual que en el comedor, la hemos fastidiado. Mira que son poco interesantes nuestros compañeros de mesa. Para qué querrán tener tanto dinero, digo yo.
—Pues para pagarse a esas dos monadas con las que se han casado —dijo Julia.
—Si es que Dios da pan al que no tiene dientes —refunfuñó Mariana.