A la hora de la cena, Mariana empezó a lamentar la compañía que les había caído encima. El financiero y el constructor no sabían hablar de otra cosa que de dinero y de inversiones. Ella trató de llevar la conversación a un territorio más abierto mencionando la inmediata creación del Tribunal Penal Internacional, noticia de esa misma mañana según la información de la BBC. Tanto el uno como el otro se lanzaron sobre el asunto como lo habrían hecho sobre una bandeja de aperitivos que hubiera aparecido repentinamente en la mesa, es decir: sin pensarlo; y, por lo que pudo ver, ninguno de los dos mostraba la menor simpatía hacia el nuevo órgano jurídico. Adujeron, cada uno a su manera, que se trataba de una interferencia en los asuntos internos de los países y que para eso ya estaban las justicias nacionales. Julia intervino en caliente desviando la discusión hacia la justicia española al argumentar que, debido a enmarañados compromisos, no siempre se aplicaba con estricta equidad por razón del grado de influencia de cada encausado, inclinándose muy a menudo a favor de intereses económicos más bien turbios. Ante las protestas que suscitó esta intervención, Julia contraatacó con más vehemencia poniendo el ejemplo de tantos empresarios protegidos por prestigiosos bufetes de abogados especializados en agotar recursos con toda clase de triquiñuelas para lentificar los procesos; o bien, continuó exaltada, son protegidos por verdaderos expertos en ingeniería financiera que les permiten, en caso de ser atrapados, poner a buen recaudo el botín para cuando salgan de la cárcel, beneficiándose de toda clase de reducciones de pena, bien por buena conducta, lo que le parecía el colmo del sarcasmo, bien por…
En ese momento, Mariana, que la presionaba ligeramente con el pie, se vio obligada a pisarla con fuerza.
—¡Ay! —protestó Julia.
—Afortunadamente —dijo Mariana dirigiendo una encantadora sonrisa a todos los presentes— no todo el mundo de los negocios es como lo pinta mi amiga. Ha habido casos, ciertamente, todos los conocemos, como hay desaprensivos en cualquier oficio, incluido el mío; pero, como suele decirse, una golondrina no hace verano ¿verdad, Julia? —concluyó con un discreto destello de advertencia en la voz.
—Ah, por supuesto —respondió Julia con una naturalidad que sonó algo forzada en medio del espeso silencio que se había ido creando durante su perorata—. No es una opinión indiscriminada, yo es que soy muy lanzada cuando me pongo a hablar.
—Y que lo digas —murmuró una de las dos segundas esposas.
—Uy, a mí también me pasa mucho —apostilló la otra segunda esposa—. Como me ponga a hablar así en plan escopeta, me atolondro y ya no sé ni lo que digo ¿verdad, cariño? Menos mal que tengo a Manolo al lado para que me eche el freno.
La cordialidad había reaparecido sobre la mesa y Mariana trató de llevar la conversación lo más lejos posible del asunto anterior.
—¿Ustedes conocen a la señora Montesquinza? Esta tarde estuve charlando un rato con ella y me pareció una mujer notable.
—Una mujer muy peculiar —precisó el financiero—, con una familia muy peculiar. Me pregunto qué pasará ahí cuando ella…
—¿Ceda el mando? —aventuró Julia.
—Digámoslo así. Qué pasará con una fortuna tan considerable.
—Pasará a los hijos —dedujo una de las jóvenes esposas—. No tiene marido, ¿verdad?
—El que va en silla de ruedas es su ex. En el grupo está su única hija y heredera, imagino —dijo el constructor—. Menudo partidazo —añadió con glotonería.
—Manolo, hijo, qué comentario tan antipático.
—Anda ésta; como si a ti no te apeteciera estar en su lugar.
—Pues no, ya ves, prefiero estar en el tuyo —contestó su esposa, mosqueada.
—En mi opinión —intervino el financiero para cortar la deriva— es una familia que no está preparada para la vida moderna. Por lo que tengo entendido están más atentos a las disputas internas que a la perdurabilidad de la fortuna. Y ésta se mantiene razonablemente, me parece a mí, porque la única cabeza sensata, quizá anticuada, pero sensata —precisó—, es la señora Montesquinza. El cuñado, Luis Montesquinza, es un inútil, y tanto él como su mujer y su hija, Carola, viven prácticamente a sus expensas, o mejor dicho, ella cubre sus agujeros. Tati, la hija de Carmen, es una persona apocada y de mal carácter… Es una pena, una de esas familias en las que, de pronto, desaparecerá todo rasgo de discernimiento cuando desaparezca el líder. Porque Fernando y Carmen hicieron el clásico matrimonio que despeja el horizonte a una familia rica.
—La unión hace la fuerza —comentó Mariana.
—Sí, por eso da pena anticipar lo que va a ser la decadencia de un dinero tan bien protegido hasta ahora. Pero, en fin, esa fortuna no es una fortuna cualquiera, no es un acorazado, sino un portaaviones y éstos tardan tanto en virar como en hundirse.
—Pero —objetó Julia— ella no se apellida Montesquinza. En realidad es la señora viuda de Montesquinza.
—No se apellida Montesquinza, en efecto —respondió el financiero, divertido—. Es una historia graciosa. Ella, que pertenecía a la burguesía acomodada, había sido actriz de teatro contra la voluntad de su familia, pero al fin se retiró, o la retiró Fernando, que era un hombre de principios. A la muerte de éste, ella siguió usando el nombre; quién sabe, quizá porque prefería olvidar la época de actriz dramática. Lo abandonó al casarse con Llano, pero para todo el mundo seguía siendo Carmen Montesquinza y, tras el divorcio de Llano, volvió al Montesquinza con toda naturalidad. Por cierto que las malas lenguas dijeron, o dicen, que a Ignacio le gustaba jugar con los números a la hora de hacer cuentas.
—Qué cosas —comentó Julia.
—Son muy tradicionales ¿no?, muy antiguos —preguntó el constructor.
—Carmen es una señora a la antigua, pero sólo en lo que toca a las costumbres. En otra época, habría sido de la mentalidad de cortar el cupón; ahora no. Parece que sabe bien lo que se trae entre manos y tiene fama de ser una persona fría y de carácter. Ha sabido diversificar con inteligencia sus inversiones. Hoy el mundo financiero está cambiando aceleradamente y hay que estar muy puesto, además de saber elegir bien al asesor que se ocupe de canalizar tus inversiones, o corres el riesgo de naufragar con facilidad. Tú lo sabes bien —añadió dirigiéndose al constructor.
—Y tanto —dijo éste con suficiencia.
—Siempre cabe la posibilidad de la sorpresa; quiero decir el día en que muera Carmen —consideró Julia—. No sería la primera vez que alguien se ve obligado a tomar el mando y destapa cualidades que antes estaban ocultas.
—Puede ser, pero a juzgar por lo que está a la vista, excepto ella ninguno da la talla —concluyó el financiero.
Las mesas habían empezado a vaciarse y los dos hombres con sus parejas se despidieron para ir a cambiarse. Mariana y Julia permanecieron en la suya dando tiempo a sus comensales a alejarse. Luego habló Mariana.
—Julia, hija, mira que eres bruta. ¿Pues no te has dedicado a poner a parir a empresarios y banqueros? ¿No te has dado cuenta de que los tenías delante?
—Yo no me refería a ellos —se defendió Julia—, hablaba en general. Si se han dado por aludidos, es cosa suya.
—No es darse por aludidos, es como si acusasen a todos los arquitectos de ser unos corruptos. ¿Qué tal te sentaría?
—Como yo no soy corrupta, a mí me daría igual.
—Sí, bueno, y yo voy y me lo creo. A ti te viene un financiero a decir que los arquitectos sois todos unos corruptos y ¿qué le dices?
—Que su padre más.
—Pues eso.
El grupo de los Montesquinza también se fue disgregando poco a poco. Al final, Carmen, acompañada de su secretaria, se dispuso también a abandonar el comedor. Al pasar junto a las dos amigas, se detuvo unos segundos ante Mariana para decirle:
—Supongo que nos veremos en la fiesta, pero no olvide encontrar un rato mañana para que podamos hablar tranquilamente. ¿Lo recordará?
Mariana lo prometió, sonriente.
—¡Cáscaras! —exclamó Julia cuando la mujer se hubo alejado—. Me parece que le has gustado.
—¿Tú crees que he hecho mi primera conquista del crucero? —apuntó, divertida, Mariana.
—Sólo te digo que si a mí me gustasen las mujeres, yo no le diría que no.
—Tú misma.
Julia reflexionó.
—Si algún día me decidiese a hacer el amor con una mujer sería con alguien como tú. Te elegiría a ti.
—Me halaga —dijo Mariana acariciándole cariñosamente una mejilla—. Y te digo lo mismo. Pero antes vamos a liquidarnos a todos los hombres que podamos, que no hay que desperdiciar nada. Sobre todo yo, porque dentro de poco llegaré a esa edad a la que los hombres es como si dejaran de verte. Y claro, en semejante situación, la única salida digna posible es el dedicarte al lesbianismo.
—No me parece tan grave —dijo Julia— aparte de que tú, por ahora, no puedes tener queja de los hombres.
—Yo me miro cada mañana y lo veo venir, no hay que engañarse. Es ley de vida; masculina, claro —precisó—. De todos modos, el personal de este crucero no parece muy apetecible, la verdad, y tampoco estoy por la labor; pero el ambiente puede ser de lo más propicio, así que quién sabe, lo mismo tienes suerte y trincas a un millonetis. Considéralo: un encuentro inesperado, una aventura romántica, el perfume de la noche, el Nilo…
—Una cuenta corriente ilimitada… Sí, la verdad es que sería una pena desaprovecharlo. Y tú también deberías…
—No. Conmigo no cuentes. Yo estoy muy escarmentada. Lo único que me apetece por ese lado es soledad y tranquilidad, y una buena novela, que, por cierto, es a lo que voy a dedicarme ahora mismo.
La pandilla de jóvenes apareció de repente, bulliciosa y apresurada, persiguiéndose alegremente entre gritos y risas.
—¿Qué será lo que quiere consultarme Carmen? —se preguntó en voz alta Mariana mientras ascendían por la escalera camino de su camarote—. Espero no meterme en algún lío, que es mi especialidad.
—Desahogarse —contestó Julia—. Seguro que está hasta los pelos de la familia y quiere cambiar de conversación.
—No sé. No me pega que sea sólo eso —dijo Mariana, dudosa.