Mariana de Marco sonrió a modo de saludo a Carmen Montesquinza antes de tomar asiento en su mesa, y ya se dirigía a ésta cuando advirtió que su servicio de té no estaba en la suya sino en la de su vecina.

—Me he tomado la libertad de ordenar al camarero que sirviese aquí su té, abusando del privilegio de la edad —se apresuró a justificarse Carmen con un agradable tono de voz.

Mariana recogió el libro bajo al brazo y tomó asiento junto a ella.

—Encantada de conocerla. Mi nombre es Mariana de Marco.

—Lo sé —contestó Carmen con simpatía—, el hijo de mi ex marido, que por lo visto os acompañó a ti y a tu amiga a la vuelta del templo de Luxor, me ha informado sobre vosotras.

Hizo una pausa sin dejar de mirar a Mariana, como si la escrutara, pero en su mirada había más de delicadeza que de indiscreción.

—Tengo entendido que eres juez —empezó a decir abriendo la conversación.

—Ése es mi oficio —respondió amablemente Mariana.

—Mi abuelo materno perteneció a la judicatura, como tú. En su tiempo habría resultado extraordinaria la presencia de una mujer en la carrera, y no me extraña porque tendrías que haberlo visto: un caballero con barba crecida, traje con chaleco y leontina y un aire de prohombre de la patria que imponía un respeto inmenso, tanto en la sala como en la calle.

—Yo, la verdad —la interrumpió Mariana—, no creo que imponga ningún respeto en la calle; más bien lo contrario. En la sala del juzgado, vaya, todavía; pero en la calle no ven a una juez, ten la seguridad. —Pasó a tutearla, tras haberlo hecho ella en primer lugar.

—Afortunadamente —replicó Carmen—. Al abuelo no nos atrevíamos a acercarnos mi hermano y yo de tan solemne como era. ¿Sabes? Yo siempre he creído que los jueces, como nos juzgan, se creen superiores al resto de los humanos.

—Antes y ahora —concedió alegremente Mariana.

—Sí, pero el hecho de que tú seas juez me da más tranquilidad.

—¿Por ser mujer?

—No, por ser tan natural —contestó Carmen. Mariana la miró, sorprendida por la sencillez y convicción que había en sus palabras.

—Creo que es lo más agradable que me han dicho en mi condición de juez desde hace mucho tiempo.

Carmen Montesquinza rió, divertida.

—No me gustan los jueces —continuó diciendo—, al menos en este país; quiero decir: en mi país —precisó—. Yo nunca me he metido en pleitos para no tener que ponerme en sus manos. Prefiero llegar a cualquier acuerdo, y eso siempre es posible, antes que meterme en un juicio. Los jueces, querida, por lo general son ignorantes en lo que se refiere a la vida, no a la jurisprudencia; y arbitrarios en muchas de sus decisiones, precisamente por lo alejados que se encuentran de la vida común; y se sienten tan alejados —concluyó— porque se consideran superiores al resto de los mortales.

—Supongo que no se lo dirías así a tu abuelo.

—Tal y como lo has oído. Yo tenía ideas propias desde muy jovencita.

—¿Le gustó?

—Empezó a tronar como el mismo Júpiter, ante el espanto de mi madre, que no sabía a quién de los dos frenar primero. Pero como era su padre y ella la niña de sus ojos, me sacó indemne del apuro.

—En cambio, yo creo que ahora los jueces son menos solemnes, pero quizá, en conjunto, no poseemos un conocimiento de la ciencia jurídica tan consistente como el que tenían los de antes. Hay de todo; hay muchos jueces competentes y honestos a carta cabal, que no se dejan llevar por la parcialidad, la pereza o la ideología, pero hay otros que sí, por la ideología y por la soberbia. Y en las alturas, que es lo peor, se están dejando comer por la dinámica interesada de las asociaciones. Yo no apruebo la existencia de lobbys entre los jueces, va contra el fundamento mismo de su función, pero las asociaciones son ahora parte del sistema. También la política se está entreverando con la judicatura. En fin, que juristas con el conocimiento y la personalidad de Tomás y Valiente, que lo mató ETA, o Francisco Rubio Llorente, o don Manuel García Pelayo, que fue el primer presidente del Tribunal Constitucional, no hay tantos como había. O jueces como Conde Martín de Hijas o Clemente Auger, por ejemplo.

—Pues eso no lo sé porque de eso no entiendo, pero lo que sí sé es que no me van a ver a mí el pelo en un juicio. No mientras sea yo la que manda en mi vida como en mi casa.

—Ya veo que tu familia te cuida mucho —comentó Mariana tras un breve silencio.

Carmen le dirigió una mirada en la que brillaba un punto de ironía.

—¿Lo parece? —preguntó con suavidad.

—Yo diría que sí… —A medio camino de la frase, Mariana no pudo evitar sonreír con complicidad a su interlocutora—. ¿Quieres mi opinión? —dijo de pronto cambiando de rumbo; la otra mujer asintió con un gesto—. Yo… tengo la curiosa sensación de que todos están pendientes de ti, pero que entre ellos hay algo que no encaja, es como si mezclaran mal; no sé explicarme mejor porque es una sensación… Y, perdona, no sé por qué me meto a opinar y a ser tan maleducada, la verdad.

—Veo que te importan los detalles y me gusta. Debe de ser bueno para practicar tu oficio, esa capacidad de atender a lo que las partes nos dicen del todo, ¿no es verdad?

Mariana reculó.

—Temo haber sido indiscreta —dijo a modo de disculpa.

—Osada —precisó Carmen—, pero valiente.

Siguió un breve silencio que se hizo notar con fuerza.

—Quizá en algún momento del viaje —empezó a decir Carmen— puede que te pida consejo. Me interesa el punto de vista de una mujer como tú: joven, profesional, acostumbrada a resolver problemas y querellas entre personas… En fin, no es mi costumbre hablar de asuntos que me conciernen con alguien a quien acabo de conocer, pero hay veces en la vida que lo que se necesita es, justamente, una mirada ajena y experimentada, ¿no te parece?

Mariana, ligeramente desconcertada por las anteriores palabras, compuso un gesto de circunstancias mientras se preguntaba qué estaría pasando por la cabeza de aquella mujer.

—Si puedo serte útil en algo, no dudes en confiármelo. Como bien te puedes imaginar, yo tengo mucha menos experiencia de la vida que tú —respondió.

—No es experiencia lo que busco, aunque siempre es necesaria, sino decisión… y, en cierto modo, también compañía. Me gustan las personas de carácter y tú lo tienes, desde luego. Hoy en día, las jóvenes parecen muy libres y autónomas, pero por debajo de esa fachada siempre acabo por descubrir una conformidad que las hace muy poco atractivas, muy poco excitantes. Como la belleza en la juventud, su autonomía es tan efímera… En cambio, la belleza del carácter y la belleza del cuerpo, unidas en la madurez, se prodigan poco; por eso, las relaciones se van volviendo repetitivas y aburridas. En fin, creo que me he desviado del tema, pero ahora tengo que retirarme, pues Ada viene por mí, siempre tan solícita. —Y tras decir esto, Carmen hizo ademán de levantarse y Mariana se levantó con ella. En ese momento apareció la joven del pelo à la garçon, a la que presentó como Ada.

—Mi secretaria me acompaña. Adiós, querida; supongo que nos veremos luego; tengo entendido que esta noche hay una fiesta de bienvenida después de la cena y al menos me asomaré un ratito, por cortesía.

Carmen ofreció ambas mejillas a su nueva amiga y se alejó con una agradable sonrisa en los labios, del brazo de Ada.

—¿Qué habrá querido decirme, en realidad? —se preguntó Mariana volviendo a su té. Estaba tan sorprendida que ni siquiera hizo el intento de abrir el libro, pues se quedó meditando y repasando la conversación.