Al día siguiente se levantaron con el alba para visitar el Valle de los Reyes, en la orilla occidental, provistas de sombreros, protección solar y botellas de agua. La noche anterior estuvieron leyendo el contenido de la guía turística sobre las tumbas, hasta que la proliferación de éstas y el cansancio acumulado las dejaron dormidas.

Después de cruzar el río en una barcaza en busca del autobús que esperaba a los viajeros junto al muelle de atraque, se dirigieron a Deir el-Bahari, a cuya espalda les dijeron que se hallaba el valle. Lo que encontraron al llegar, tras atravesar el bazar, fue un espectáculo tan inesperado como impresionante. Al pie de unos escarpados despeñaderos de piedra caliza de unos trescientos metros de altura, en medio de una llanura lunar, se levantaba una construcción extraordinaria de líneas clásicas perfectamente integrada en el paisaje y del mismo color que las montañas que la protegían: el templo de la reina Hatshepsut, una obra arquitectónica colosal en la que pusieron en juego su imaginación para representarse lo que serían los jardines cargados de árboles exóticos y plantas de olor del gran patio abierto por el que se accedía al complejo; escucharon a su guía, fascinadas, la historia de los amores de aquella mujer con su arquitecto Senenmut, que construyó el templo para su reina, y de los avatares de su reinado, el único de un faraón femenino de la historia de Egipto, y todas las insidias de su hijastro para borrar su nombre de todos los monumentos que ella mandara erigir en honor de Amón, su legitimidad.

En la posterior visita a las tumbas del Valle de los Reyes, apenas si se animaron a penetrar en dos o tres de ellas —las que les informaron que estaban mejor conservadas, donde admiraron al paso los relieves y pinturas de las paredes—, porque el calor apretaba y el tránsito de personas, a pesar de la época del año, era ya considerable. El paseo por aquel enorme espacio funerario en el que emergían una suerte de bocas cubiertas de arena que eran las entradas a las cámaras subterráneas acabó por cansarlas. Todo el ir y venir de gentes locales y turistas que entraban y salían de las entrañas de aquel campo de arena no era nada comparable, como espacio, al fastuoso templo de la reina. Sólo una bellísima imagen de la diosa Nut extendida por un techo azul las dejó literalmente extasiadas. Por fin, el calor agobiante las empujó a emprender la vuelta hacia el autobús, y llegaron al barco sofocadas y satisfechas.

Cuando subieron a la terraza-bar de la planta superior, los viajeros se habían repartido ya por la piscina, el jacuzzi y buena parte de los amplios y acolchados asientos de mimbre bajo el entoldado, pero aún encontraron un tresillo libre. Venían de ducharse y cambiarse de ropa y, al abrigo del sol, encargaron unos gin-tonics a un camarero distinto del que ya habían conocido, pero tan buen mozo como el otro. Tras la agotadora jornada de caminata y sol, la terraza les pareció un oasis de felicidad.

Cerca de ellas, la familia reunida en torno a la señora Montesquinza había copado un par de mesas, y sus componentes charlaban animadamente entre ellos. Al cabo de un rato observándolos, Mariana se preguntó por qué no conseguía sentir agrado alguno por el conjunto de todos ellos y reconoció que era así, agrupados, cuando emitían una sensación de fingimiento que la incomodaba. En cambio, los dos hombres que las habían acompañado en el templo de Luxor, los únicos miembros a los que había conseguido individualizar, resultaron ser muy simpáticos como tales. O quizá no fuera fingimiento lo que percibía sino un grupo de personas que mezclaban mal. Pero lo más extraño era que, a pesar de todas estas sensaciones, se comportaban como un bloque realmente protector.

Carmen Montesquinza era el tipo de mujer que tiene la virtud de hacer notar, sin que parezca una imposición, que es la figura principal, la figura en torno a la cual giran sus acompañantes. Erguida, elegante y muy natural en su importancia, tenía una expresión inteligente y educada que, intuyó Mariana, escondía, detrás del gesto y la actitud complacientes, una fortaleza aprendida probablemente en su infancia y un aire de educada y exigente moralidad. La que en la noche de El Cairo le pareció una belleza ya marchita ahora resultaba altiva, refinada, los rasgos de la cara bien definidos, la nariz recta, los labios delgados resaltados en rojo, las orejas finas y pequeñas pegadas a la cabeza, y un moño recogido en la nuca. Todo ello, dentro de un aire señorial rematado por la firme expresión de su mirada. Aunque parecía atender y centrar a todo el grupo, no se le escaparon a Mariana las miradas que de cuando en cuando le dirigía a ella y que manifestaban un evidente interés, bien que en la distancia. Eran miradas que podrían considerarse cordiales y en esa cordialidad le pareció intuir una llamada para reconocerse, siempre y cuando fuera ella, Mariana, la que diera el primer paso.

El resto del grupo, con ser variado, ofrecía mucha menos personalidad, individuo por individuo.

Durante el almuerzo, el constructor se interesó por los trabajos del taller de arquitectura de Julia y el financiero estuvo explicando algunas características de las empresas de capital riesgo. Las dos segundas esposas, tras atender a una y otra conversación indistintamente, al final se refugiaron en la suya propia. A Mariana le habría interesado más esta última, pero el financiero decidió que una mujer juez estaba a otro nivel y la elevó al suyo, elevación que Mariana soportó con resignada atención. Era verdaderamente curioso el contraste de trato que los dos hombres daban a Mariana y su amiga y el que se reservaban para sus dos jóvenes esposas. Evidentemente, el papel de estas últimas no se desplegaba por los caminos de una discusión de los asuntos de la realidad sino por un territorio de comodidades, mandato y pasión horizontal que constituía un mundo aparte y suficiente para ellas, como el de las castellanas que aguardaron durante siglos el regreso de su campeón a los placeres del lecho. A los postres, Mariana murmuró una excusa y se retiró de la mesa. No así Julia, que, con alegre frivolidad, decidió prolongar la sobremesa para chismorrear a gusto con las jóvenes esposas sobre algunos de los invitados y descubrió que se conocían el who’s who del pasaje al dedillo.

Mariana subió a la planta donde se encontraba la recepción y, tras dudar hacia dónde encaminar sus pasos, pensó en subir de nuevo a la terraza y tomar allí un café o un té. Sin embargo, en cuanto salió por la escalera de caracol al aire libre sintió el golpe de calor con disgusto y retrocedió. Como no le apetecía echarse una siesta ni regresar a la sobremesa eligió acercarse al salón-bar, que estaba abierto y desierto. En todo caso prefería estar allí sola en la grata penumbra que al calor sofocante del exterior. Enseguida apareció un camarero solícito al que encargó un té de menta y se dispuso a disfrutarlo. Entonces echó de menos un libro y pasó los minutos siguientes oscilando entre la pereza de ir en su busca y el deseo de completar la agradable sensación de soledad y frescor con una buena lectura. Al fin, la promesa de alcanzar un grado aún más alto de satisfacción la puso en pie, rumbo a su camarote.

Cuando regresó trayendo en la mano el voluminoso Sin nombre, de Wilkie Collins, ya lo estaba disfrutando antes de abrirlo. Mariana era una gran lectora de novela, pero su afición se ceñía exclusivamente a la novela decimonónica. En realidad, aceptaba retroceder un poco, hasta el siglo XVIII inglés; en cambio, la narrativa del XX la dejaba fría. Había hecho algún intento, con Joseph Conrad, por ejemplo, sin resultado. Tan sólo se adentró en el siglo con la obra de dos autores, ambos de lengua inglesa: Scott Fitzgerald y Evelyn Waugh. El gran Gatsby y Un puñado de polvo. También apreciaba a E. M. Forster. Para este viaje había apostado sobre seguro por Wilkie Collins, uno de sus favoritos. Apenas lo había comenzado, pero la promesa de volver a encontrarse con otro de los maravillosos malvados de Collins, los mejores sin duda de la literatura inglesa del XIX, le resultaba particularmente excitante; esa clase de truhanes, villanos y criminales carecían de la sordidez de los que ella, como juez, trataba a menudo, pues la atmósfera decimonónica que los acompañaba los dotaba de un aura emocionante y hasta un tanto romántica. Sin embargo no tuvo tiempo de abrir el libro. En una de las butacas de la mesa cercana a la suya se hallaba ahora Carmen Montesquinza, sin nadie de los suyos alrededor.