El Royal Princess —un verdadero hotel flotante de grandes dimensiones— era un barco semejante a los otros muchos que surcaban el río, pero su apariencia era más majestuosa que la mayoría de ellos; el elegante diseño interior tenía la impronta art déco y constaba de tres plantas en superficie: dos dedicadas a recepción y camarotes y una superior abierta provista de piscina, jacuzzi, solárium y cocktail-bar. Bajo la cubierta había además una planta baja donde se ubicaban el comedor y las cocinas. Entre las dos plantas intermedias sumaban un total de treinta cabinas, dotadas cada una de baño individual, más cinco suites, todas ellas situadas en la mitad delantera del barco. Las suites disponían de balcón. Las mitades traseras de ambas plantas estaban ocupadas, la primera, toda ella, por un amplio y confortable salón con servicio de bar, en una de cuyas esquinas reposaba un piano, y la segunda se distribuía entre la biblioteca, el gimnasio, la intendencia y los camarotes del servicio. Situados los viajeros a proa y el servicio y el personal auxiliar a popa, se evitaba que el ruido de los motores, tanto de propulsión como de refrigeración, molestasen lo menos posible a los primeros. La compañía propietaria del barco disponía, además, de atraque privado en Luxor, Esna, Kom Ombo y Asuán.

Julia y Mariana encontraron sus equipajes en un camarote ubicado en la segunda planta. Era una cabina con baño, dos camas unidas, un amplio armario, una mesa de trabajo, un par de sillones, una mesa baja junto a la ventana y espacio suficiente para desenvolverse cómodamente.

—No tiene balcón —exclamó defraudada Julia.

—Lo cual quiere decir que no somos vips, cosa que me importa más bien poco —respondió Mariana mientras empezaba a deshacer su maleta—. Elige cama.

—Da igual. Son como una cama de matrimonio.

Estuvieron ocupadas ordenando ropa y útiles y, una vez que lo tuvieron todo colocado, animadas por el espléndido e incitante sol de la mañana que las había acompañado desde que entraron en el templo de Luxor, decidieron ponerse los bañadores y subir a la terraza.

—Para asolearnos, como dicen los mexicanos —comentó Julia.

Se aplicaron concienzudamente la crema de alta protección por todo el cuerpo, se ajustaron a la cintura sendos pareos, tomaron sus respectivos sombreros, cargaron los bolsos con cremas, libros (Mariana), iPod (Julia), gafas de sol, etcétera, y salieron al descansillo del que arrancaba una escalera lateral de caracol, que conducía a la terraza. La escalera principal, en cambio, arrancaba del centro de la planta primera, frente al gran salón, y subía hasta su piso.

La mayor parte de los invitados se habían esparcido por la terraza de cubierta. El anfitrión pasaba de un grupo a otro, grupos que se habían formado por afinidades profesionales o de fortuna, y se ocupó de presentar a las dos amigas, por lo que éstas entraron primeramente en contacto con dos matrimonios belgas de mediana edad, uno de cuyos componentes masculinos era precisamente juez y el otro era un reputado arquitecto francés afincado en Bruselas, lo cual las permitió pasar un tiempo prudencial dedicadas a hablar de temas comunes y de la Unión Europea.

Después estuvieron un rato al sol, charlando y tendidas en las hamacas, pero el sol pesaba y Mariana y Julia prefirieron tomar posiciones en uno de los tresillos de paja trenzada adscritos al bar y protegidos por un entoldado. Un mozo joven, guapo, de tez oscura, se acercó casi inmediatamente, como si las hubiera estado esperando, con una sonrisa franca y cómplice en su rostro. Miraba a ambas con delectación mientras desplazaba sus ojos de las caras a los cuerpos semidesnudos y de los cuerpos a las caras, con tan veloz y natural alternancia que parecía un solo movimiento abarcador que, en vez de molestarlas, les producía una agradable sensación de reconocimiento.

—Aquí ya podemos andar con cuidado —dijo Julia cuando el mozo se hubo alejado con el pedido— porque en cuanto te descuides pensarán que hemos venido de turismo sexual, que, por lo visto, se lleva mucho.

—No me extraña, visto cómo está nuestro barman —respondió Mariana del mejor humor.

Hasta la hora del almuerzo se entretuvieron en estudiar y clasificar a sus compañeros de viaje. Además de los españoles y de los chevaliers servants de la excéntrica dama inglesa del cardado imposible, había una pareja francesa de la edad de ellas que congeniaba con otra de la vecina Italia, otro grupo de franceses de elegante aspecto, un grupo de industriales alemanes con sus esposas, varios banqueros y financieros internacionales, dos maduras parejas nórdicas destinadas a freírse como cangrejos, un animoso grupo de jóvenes de ambos sexos, que Julia aventuró si serían hijos de los especímenes anteriores, y otros aún ocultos en sus camarotes o quizá diseminados por Luxor, a los que irían descubriendo a lo largo del crucero. También les llamó la atención una pareja de norteamericanos; una pareja graciosa porque uno de ellos era alto y corpulento y el otro bajo y rechoncho, ambos de aspecto cordial, sobre todo el segundo. El americano alto, además, parecía conocer a alguno de los jóvenes porque se dirigía a ellos con autoridad y parecía prestar especial atención a una muchacha rubia y contundentemente atractiva que quizá fuera su hija o sobrina, por la familiaridad con que se trataban. Todo el mundo parecía muy alegre, y de unos a otros se intercambiaban sonrisas mezcla de comprensión y de satisfacción, pues era evidente que se reconocían como miembros de una misma clase, de un mismo mundo.

—Ésta es la que se conoce como la gente guapa. Todos ideales, todos bien vestidos de un sport elegantísimo, todos con sus esmóquines y sus trajes de noche en las maletas, todos expertos en conversaciones mundanas y encantados de conocerse o, mejor dicho, de reconocerse. Y encima con todo el dinero del mundo guardándoles las espaldas. En fin, chica, ¿te has dado cuenta de que huelen distinto, caminan distinto y exhalan satisfacción? Es como un aura que los acompaña: la tradición de ser ricos…

—No creas que tanto —interrumpió Julia—. Aquí hay gente que procede de lo que ahora llamamos la cultura del pelotazo y se les nota, no tienen ese brillo peculiar que da la pertenencia secular a la más encopetada clase alta. Incluso entre ellos ha de haber lo contrario: gente de buena cuna apurando los últimos restos de una bolsa que tiempo atrás estuvo llena. Pero es interesante ¿no?

—Sin embargo —continuó Mariana—, yo siento que falta algo en este conjunto, o en el crucero, o en no sé dónde —se quedó meditando unos segundos y luego dijo—: glamour, falta glamour en el conjunto; hay algo descompensado entre su pretensión y el aire de lujo tradicional que pretende tener este barco.

—Hay mezcla, pero no hay Gatsby. Hoy en día el dinero es sólo dinero, dinero sin encanto, sin charme; abunda el dinero bruto y decae el dinero refinado ¿no te parece?

—Puede ser; no soy una experta.

—Tampoco yo.

—Sí, pero tú los has tratado y yo… es la primera vez.

—Es lo que da trabajar por el mundo haciendo edificios caprichosos.

—Porque tampoco son la imagen que yo tengo, ya sé que no debe de tener nada que ver con la realidad, pero una se hace sus composiciones de lugar, sus fantasías, qué sé yo. Deberían ser de esa clase de gente que yo sólo he visto en ciertos ambientes novelescos ingleses de clase, pero les falta algo, algo…

—Déjate de ingleses. Les falta pasar por la mirada de Scott Fitzgerald, es cierto —dijo Julia de forma contundente—. Ese mundo…, ese mundo ya no existe más que en el cine.

Ambas se quedaron en silencio.

—Las que estamos aquí como dos versos sueltos somos tú y yo —dijo al fin Mariana, como saliendo de una ensoñación.

—Pues debemos ir de exóticas porque no hacen más que mirarnos —contestó Julia.

—De exóticas nada. Es la atracción de la carne.

—No seas creída porque aquí hay algunos guayabos de llamar la atención.

—Ésas están con sus jóvenes gallos y sólo absorben miradas furtivas —expuso Mariana, analítica—. En cambio, nosotras somos las apetecibles para todos esos maduros que han tenido que traer a sus esposas por no correr el riesgo de traer a sus amantes. Somos dos mujeres de buen ver, entrando en la madurez, solas y se supone que curtidas en las costumbres del flirteo eficiente.

—¿Eficiente?

—Asequibles si se presenta la ocasión, en otras palabras.

—¿Te parece que damos esa imagen?

—En este caso no es la imagen que damos, es la imagen que nos dan. Y si no, al tiempo.

—Bueno, pues nosotras a lo nuestro, o sea, a pasarlo bien y a pasar de ellos, porque, aparte de lo ridículo que sería andar escondiéndose de sus mujeres, ninguno parece muy apetecible.

A la hora del almuerzo, las sentaron a la mesa de dos españoles con sus jóvenes segundas esposas. El constructor era una de esas fortunas hechas al amparo de la liberalización del suelo, que había encarecido a extremos desorbitados y desconocidos el valor de las viviendas; el financiero era un alto directivo de una empresa de inversiones, de los de gran contrato blindado, a juicio de Mariana. La conversación, hechas las presentaciones, se centró en las profesiones de Julia y Mariana.

—Ay, qué envidia ser arquitecta o jueza. A mí me hubiera encantado ser como vosotras —dijo una de las esposas.

—Seguro que tú estás también muy ocupada —comentó Julia, conciliadora.

—Yo, desde luego —dijo la otra esposa—. Con la vida social que me obliga a hacer mi marido, que tienes que estar yendo de un acto a una fiesta y de una fiesta a un acto, si no es que tienes que organizar una cena para ocho; y siempre como un pincel, que parece que no, pero acaba siendo un estrés; y luego, yo, por ejemplo, con ocuparme de la casa, del servicio, de los hijos y de los programas de ayuda al Tercer Mundo, es que no me queda tiempo para nada.

—¿Obras benéficas en esta época? —pregunto Mariana escondiendo la malicia de su pregunta bajo un gesto de sorpresa.

—Sí, hija. ¿Conoces Manos Infantiles? Pues es una ONG genial.

—Yo estoy en Apoyo África y viajo dos meses al año. Hace dos semanas que he estado en Mali. Hacen un trabajo impresionante —dijo la otra.

—Tú te vas a volver el día menos pensado con un virus de esos que te comen por dentro —dijo el constructor— y ya verás lo que te diviertes en el hospital.

—Es por una buena causa —contestó la otra—. No podemos permanecer calladas. Hay que verlo para darse cuenta de cómo vive esa gente, Manolo.

Los dos hombres condescendieron a hablar de sus respectivos campos de trabajo y la conversación se hizo más abierta. Ambas parejas iban a ser sus compañeros de mesa durante todo el crucero y las dos amigas comprendieron que tendrían que buscar temas de conversación de interés común y disponerse a encontrar un tono también común de frivolidad mundana y sociología de calle sin perder los nervios.

—Y tú ¿qué sientes cuando tienes que enfrentarte con un criminal?

—Nada especial. Procuro no dejarme llevar por ninguna emoción marcada. Yo tengo que aplicar la ley; pero soy juez de Instrucción, es decir, que yo no juzgo las causas más graves sino que las instruyo.

—O, sea, como un detective.

—Algo parecido —respondió Mariana con benevolencia.

—E instruyes cualquier asunto, claro —preguntó el constructor—, sea criminal o no.

—Quieres decir penal.

—Eso, penal.

—Bueno, yo solamente tengo competencia en las causas por delito cuyo enjuiciamiento corresponda a las Audiencias Provinciales y a los Juzgados de lo Penal. Y también me ocupo de conocer y fallar en los juicios de faltas, de los procedimientos de habeas corpus, de ciertos recursos… En fin, no te voy a recitar la lista completa, que no creo que te interese mucho.

Después de esta primera toma de contacto, Mariana fue a echarse una siesta y Julia prefirió regresar a la terraza, a pesar del calor, para leer a la sombra, bajo el entoldado del bar, pero el calor la venció y se quedó también dormida. Luego, cuando el calor cedió, decidieron acercarse al museo. El Museo de Luxor tiene la virtud de ser pequeño y proporcionado, lo que hace que las valiosas obras de arte que contiene estén admirablemente puestas en valor para ser apreciadas e individualizadas por el visitante sin agobio. Admiraron la refinadísima estatua de Tutmosis III esculpida en grauvaca, la figura en alabastro de Amenhotep III y el dios cocodrilo Sobek (dios al que volvieron a encontrar siendo adorado por un funcionario en una composición excepcionalmente elegante), que no se quedaba atrás en cuanto a belleza plástica. Al subir por la rampa que daba a la segunda planta se encontraron de cara con la estatua en granito del legendario escriba sentado. Contemplaron también numerosas piezas procedentes de la tumba de Tutankamón…, el busto de la diosa vaca Hator entre ellas, ya junto a la salida. Al final no sabían por qué piezas decantarse, arrebatadas por el deslumbrante conjunto del museo, del que les costó desprenderse a pesar de ser la hora de cierre.

—Es una belleza tan profunda y tan refinada a la vez… —repetía Mariana, extasiada.

De mala gana regresaron al barco caminando por la orilla del río y felicitándose de haber aprovechado así la tarde. También pudieron comprobar a lo largo del paseo que dos mujeres solas llamaban la atención y atraían las miradas y las sonrisas de los hombres, incitadoras, pero no agresivas, afortunadamente. De todos modos, empezaron a considerar la posibilidad de desplazarse en grupo para evitar algún hipotético encuentro inconveniente.

—Ya te dije lo de las mujeres y el turismo sexual —afirmó Julia—. Tenemos que andarnos con tiento para que no nos tomen el número cambiado.

—Tampoco tenemos pinta de hambrientas —protestó Mariana.

—Tenemos pinta de cuarentonas desinhibidas, las cosas como son.

—Pues eso no tiene remedio.

En la recepción les anunciaron que la noche siguiente, después de la cena, habría una gran fiesta con todos los invitados: baile, juegos, barra libre… No era obligatorio concurrir, pero su ausencia se habría tomado como una rareza. De todos modos, las dos amigas eran lo suficientemente animadas como para participar de la juerga común a pesar del carácter obligatorio y convencional del evento. Aún no estaban en edad de retirarse a leer en la cama, lejos del mundanal ruido. El recepcionista les aseguró que se divertirían de lo lindo.

—Seguro que hay karaoke —murmuró Mariana, más pesimista.

De pronto, escucharon una música de jazz que no provenía de ningún altavoz, que no era enlatada sino en directo, y se asomaron curiosas al salón-bar de la planta de entrada. En la esquina donde vieran el piano había ahora un trío, piano, saxo y contrabajo, que interpretaba música de ambiente con, efectivamente, un regusto de jazz y concentrados en sí mismos, como si lo suyo fuera una conversación privada. Mariana y Julia se deslizaron dentro de la sala, ocuparon una mesa —estaban casi todas vacías— cercana al trío y pidieron unas copas. Contemplaron y escucharon un intercambio de armonías entre el pianista y el bajista que concluyó el primero con un suave trémolo que se fue apagando. Se produjo un silencio y, de repente, el saxofonista, apoyándose en un sonido grave y sensual que las envolvió como una poderosa vibración romántica, emitió las tres primeras notas de Night and day, arrastrando consigo a los otros dos en una cálida cadencia, y la melodía se apoderó de sus corazones con una emoción inesperada y deliciosa. Las dos escucharon en suspenso desde el cielo, hasta que la pieza finalizó con tres delicados saltos de notas y un desmayado piano recogiéndolas. Entonces regresaron a tierra como después de un sueño, y el aplauso de ambas resonó en el espacio casi vacío al modo de un imprevisto y sonoro golpe de agradecimiento.

Los tres músicos levantaron la vista, sorprendidos. Acto seguido, ya repuestos, las obsequiaron con una ancha sonrisa de agradecimiento; después se miraron entre ellos y la emprendieron, partiendo de tres notas sincopadas del pianista seguidas de una vibrante entrada del saxo, con otro tema clásico, Flamingo.

De repente, Mariana se sintió muy a gusto, tanto como en su casa, cuando, al final de una jornada de duro trabajo, se preparaba una copa y encendía el equipo de sonido para relajarse escuchando su música favorita, bien fuera clásica, bien fuera música de jazz, aunque últimamente prefería ésta para ese momento concreto de su día, desde que López Mansur le regaló aquel disco de Duke Ellington que significó el inicio de su relación sentimental con el jazz. Primero había sido un disco ahora ya mítico para ella, Ellington y Hodges, Side by side; luego, la gran orquesta del Duke; después, debido a su gusto por el piano, Thelonious Monk y Bill Evans, y ya, arropada y conducida por los tres, cada uno en su estilo, vinieron los siguientes primeros descubrimientos personales y todo lo demás; pero si no hubiera sido por López Mansur habría progresado a tientas sabe Dios con qué resultado. Es decir, que la suya fue una entrada acompañada por el músico más completo, la aristocracia de las bandas de jazz, y dos geniales solistas. Y ahora, ante un gin-tonic refrescante y delicioso, esa música le llegaba en directo de la mano de unos desconocidos que lo hacían más que bien.

—¿Sabes que ese tío toca como Don Byas? —dijo Mariana, emocionada.