Después de tomar tierra en el aeropuerto de Luxor, la comitiva se dirigió en otro lujoso pulman hasta el muelle del puerto donde estaba atracado el Royal Princess, una especie de hotel flotante de tres pisos en el que fueron recibidos en un estado de perfecta confusión que afectaba tanto a los viajeros como al personal encargado de atenderlos. La profusión de maletas, bultos y personas exigía una disciplina de recepción y distribución para la que nadie parecía estar preparado. Entonces se inició una doble estrategia: la de los que querían irse a dormir a toda costa y la de los que, considerando la situación como se dice vulgarmente de «de perdidos, al río», a la que se apuntó Julia arrastrando a Mariana consigo, preferían mantenerse despiertos dedicándose a alguna actividad. Al final se llegó a un acuerdo con los guías, y la mayor parte de los invitados aceptó la propuesta de visitar los templos de Karnak y Luxor, dado que la temperatura a esa hora tan temprana de la mañana invitaba a ello.
Entre los invitados, y aparte del grupo de la señora Montesquinza, sólo había otros cuatro españoles: un constructor acompañado de su segunda esposa, veinte años más joven que él, y un alto directivo de una poderosa compañía de inversiones acompañado de su segunda esposa, otros veinte años menor que él. Las dos segundas esposas habían congeniado ya desde el avión. Ante la perspectiva, Mariana y Julia decidieron practicar su inglés con un grupo genuinamente anglo de serviciales caballeros que flotaba alrededor de una dama estrambótica coronada por un cardado estrepitoso. El mismo autobús que los había traído, los depositó ante el templo de Karnak, y los guías, identificándose por idiomas, procedieron a repartirse a los viajeros, lo que hizo que Mariana y Julia se resignaran a participar en el grupo español al que se habían añadido alguno de los miembros de la familia Montesquinza.
Ya desde la entrada por el paseo de las esfinges, Mariana y Julia caminaron acompañadas por el joven que resultó ser hijastro de la señora Montesquinza, Ricardo, alias Ricky, y el oficinista impecable, que era, en realidad, el abogado de la familia. Con ellos admiraron las capillas, las columnatas laterales, las dos colosales estatuas de Ramsés en granito y, por fin, entraron en la gran sala hipóstila, donde perdieron a sus acompañantes, no por deseo expreso suyo sino porque la sala les produjo tal impresión que se quedaron allí, anonadadas, mientras el resto de visitantes avanzaba. La formidable extensión del bosque de columnas de piedra rematadas en forma de papiro las sobrecogió de tal modo que no acertaron a hacer comentario alguno, y sólo permanecieron dentro de la sala, descubierta, mirando y sintiendo como si hubieran percibido en la atmósfera del lugar, no sólo la imponente presencia de aquella civilización que ya intuyeron desde que pasaron entre las esfinges de la entrada, sino el misterio y temblor de un lugar sacro y la emoción de una belleza perturbadora y diferente. Después, libres ya de compañía pero perdidas entre la multitud, se arrastraron por el resto del templo y sus aledaños deteniéndose a escuchar desganadas las explicaciones pertinentes de los animosos guías. A pesar de la hora temprana, hacía calor y pronto lo empezaron a soportar, mezclado con el cansancio, a medida que deambulaban de un lado a otro. Las dos amigas se obligaron a un verdadero esfuerzo de atención al comprender que aquélla iba a ser su única oportunidad de admirar el impresionante templo, pero la idea de aprovechar la mañana bajo los efectos del escaso sueño les pareció un error demasiado costoso. Por lo cual, apenas observaron que varios de los invitados de su crucero se retiraban, partieron con ellos camino del templo de Luxor. Al salir, Mariana le dio con el codo a su amiga: en el santuario del triple barco, a un lado de la entrada por la que habían accedido al templo, el hijastro de Carmen parecía estar muy dedicado a la sobrina. Instintivamente, Mariana miró alrededor, para comprobar que el resto del grupo familiar los había dejado atrás.
El encuentro con el recinto global de este primer templo, tan abigarrado por otra parte, les hizo tomar conciencia de que se habían introducido en otra dimensión del mundo y de la vida, que les hablaba desde el fondo del tiempo. Mariana se detuvo a contemplarlo desde el exterior, como si lo viera bajo otra luz, antes de seguir al grupo. Antiguamente había existido una avenida de esfinges de tres kilómetros de longitud, de la que ahora sólo quedaba el corto tramo por el que habían accedido al templo, así como un tramo más largo ante el templo de Luxor. La avenida comunicaba en su época ambos templos y ahora estaba siendo excavada con intención de reconstruirla íntegramente. El templo de Luxor se encontraba rodeado por la ciudad moderna como antes lo había estado por la antigua, y le habían añadido una mezquita en uso, lo que no dejó de sorprenderlas. En su conjunto, el templo les pareció más ordenado y concebido como un todo que el anterior, pero menos imponente. Sin embargo volvieron a percibir la presencia de lo sagrado tras atravesar la pequeña sala hipóstila que daba paso a la cámara dedicada al barco de Amón, porque todo ese conjunto final lo reconocían como un lugar de recogimiento en cuyo interior se hallaban las escenas que mostraban un antiguo misterio de vida: la representación del nacimiento divino del faraón. En esta serie de recintos, debido a su pequeño tamaño, los visitantes iban pasando de largo, pero ellas se detuvieron a contemplarlos largamente, sin hacer caso del atasco que provocaban, seducidas por aquella ceremonia que las alcanzaba desde el remoto pasado. Después, cuando se alejaban lentamente, como si no quisieran desprenderse de esta primera inmersión en el sentido y significado apenas entrevisto de los dos templos, salieron a las calles de la ciudad dispuestas a volver a pie hasta donde se encontraba atracado su barco, y los dos acompañantes con los que comenzaron su paseo se ofrecieron a acompañarlas.
—Esta noche hay que volver —informó el más joven, el tal Ricky, que al parecer se había desprendido de su pareja— para ver el espectáculo de luz y sonido, que dicen que es extraordinario.
Mariana hizo un gesto dubitativo:
—¿No será un espectáculo para turistas?
—Oh, no —se apresuró a decir el abogado—. Éste es grandioso. Revive uno la vida de los faraones.
—Hum —comentó Mariana.
El que creían hijastro de Carmen Montesquinza, hijo del segundo marido de ésta, ya no era tal porque su padre, Ignacio Llano de Prada, hubo de aceptar el divorcio de Carmen, pues lo que en principio fuera una relación amorosa o simplemente conveniente acabó por causa de los escrúpulos de ella, pero desde entonces mantenían una respetable amistad, según le informó el abogado a Julia. El primer marido de Carmen falleció tiempo atrás a causa de lo que eufemísticamente se denomina una larga y penosa enfermedad y aunque posteriormente ella se consolara un tiempo en brazos de Ignacio Llano, el matrimonio entre ellos no fructificó porque acabó generando en Carmen una sensación de culpabilidad, o de traición al amor por su marido anterior, o simplemente una comparación en la que Ignacio salía perdedor; al menos, eso fue lo que Julia conjeturó tras las explicaciones perfectamente convencionales del abogado. En resumen, llegó a la conclusión de que, en todo caso, se trató de una relación que no participaba del entusiasmo conyugal que justifica el matrimonio, sino más bien del consuelo, la comodidad, la pasión momentánea o la mezcla de todo ello. En cualquier caso, Carmen, tras divorciarse de Ignacio, continuó permitiéndole participar como experto en los asuntos financieros de la familia. De hecho, quizá con el tiempo el matrimonio habría llegado a durar a pesar de todo de no ser por el accidente que sentó a Ignacio en una silla de ruedas. Carmen siempre tuvo el pálpito de que el accidente no había sido ajeno a la memoria de su marido, es decir, a la reserva de luto debida y no cumplida y, en cierto modo, parece que se sentía culpable de apresuramiento en el reemplazo. Toda esta información la había obtenido Julia interrogando hábilmente al joven abogado, cuyo papel en aquella compañía y en aquel viaje tampoco estaba nada claro.
—Pues qué señora más rancia —comentó Julia, que caminaba unos pasos por delante de los dos hombres, como conclusión.
—Y qué gente más rara —apostilló Mariana.