En el avión, no conseguía relajarse y dormir. Julia, en cambio, respiraba regular y felizmente a su lado ganando el sueño interrumpido por el traslado intempestivo. La pregunta inocente de su amiga había quedado enredada entre sus pensamientos y, por más que cerrara los ojos para intentar relajarse, rondaba por su cabeza como un insecto molesto. Desde su dura experiencia personal en el caso de la muerte del viejo Castro, del que hubo de hacerse cargo como Juez de Primera Instancia e Instrucción durante su destino en Villamayor, la conciencia de que algo dentro de ella le hacía sentir una atracción fatal por un cierto lado oscuro y maligno de la existencia se había convertido en un asunto recurrente que la propia Julia pudo contemplar en vivo en su desgraciado encuentro con Santiago Montclair[1]. Y antes, ya en su destino en la ciudad de G…, la misma imagen de Casio Fernández le recordaba que la morbosa relación de repulsión que lo relacionara con él estuvo unida a la atracción-odio hacia ella durante el tiempo de la investigación. Y la suma de todas esas experiencias, unida a la reincidencia en sus relaciones con hombres de un cierto tipo físico, mente bien superficial y un punto de gallo guapo —lo que le habían medio afeado tanto su antigua secretaria como la amiga que ahora dormitaba plácidamente a su lado— no dejaba de causarle una creciente incomodidad que la hacía sospechar de sí misma como mujer inmadura y también frívola en el trato sentimental. Porque lo cierto es que, desde su separación y posterior divorcio, no podía decir que hubiese tenido una relación amorosa medianamente profunda, ni siquiera con aquel inglés, Andy, con el que se encontraba periódicamente en Londres o en San Pedro del Mar. Todas sus relaciones habían sido estrictamente físicas, lo reconocía, y no se le escapaba la idea de que esa actitud provenía, precisamente, del fin de su matrimonio, como si desde entonces eludiera deliberadamente todo compromiso fuera del estrictamente sexual. Lo cual, echando la vista atrás, resultaba ser rigurosamente cierto. Así es como se protegía; haciendo así las cosas, ella era la que mandaba, la que tenía la última palabra, la que cortaba con cada relación cuando ésta mostraba su agotamiento, de manera que no quedasen heridas posteriores, todo lo más unos rasguños. Y aunque no podía negar que se sentía a gusto con esa actitud, que le procuraba muchas satisfacciones, sentía también que le faltaba algo, algo que posiblemente no estaba dispuesta a buscar. Pero el lado morboso de la atracción por lo maligno era un descubrimiento que poco a poco se volvía inquietante, de manera que ambas realidades, su sexualidad y el abismo oscuro, se le enredaban en el cuerpo y lo recorrían con un impulso en el que también reconocía la mal disimulada presencia de una excitante sensación de peligro.

En algunos momentos le pareció que su vida vacilaba entre el bien y el mal, y esta idea, que a veces le hacía reír, otras le oprimía el pecho como una sombra que la acompañara por el borde del abismo. Era en momentos de soledad o inseguridad, o de ambos sentimientos juntos, cuando aparecía esta última sensación en forma de asechanza que solía tomarla desprevenida. En cierto modo se contraponía a esos momentos cargados de energía que se manifestaban al reconocer al tipo de hombre por el que acostumbraba a interesarse, pero en este caso el sentimiento solía fundirse con el estímulo del deseo. Y, sin embargo, intuía que entre aquella sombra oprimente y esta atracción activa había una turbia e inconfesable relación. Y además estaba esa provocadora presencia del peligro.

«Reza para que nunca tengas que saber hasta dónde eres capaz de llegar». La frase, cazada al vuelo, en una película o quizá en la calle, volvía a ella de forma recurrente cuando la acosaban estos pensamientos. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar en una relación eminentemente física como cualquiera de las mantenidas hasta ahora? Se supone que el sexo apenas tiene límites, pero ¿y la maldad? ¿Tiene alguno? Su mal disimulado interés por el lado maligno de las relaciones humanas le inquietaba, le hacía preguntarse si su dedicación a la labor de juez, al adentramiento en comportamientos vergonzosos, morbosos o criminales, no tendría también algo que ver con esa atracción. En todo caso, tal atracción, relacionada además con el sexo, con el tipo de hombres por los que se interesaba, le producía una mezcla de ansiedad y rechazo que ella no podía dejar de reconocer.

En una ocasión, siendo apenas una adolescente, estuvo contemplando fascinada una gran mancha de gasóleo en el suelo del patio de su casa, procedente de un cobertizo que albergaba el depósito, mientras sostenía una caja de cerillas fuertemente sujeta en una mano y una cerilla apretada entre los dedos de la otra con la diminuta cabeza apoyada en el rascador. Permaneció en cuclillas, incapaz de medir un tiempo que estuvo entre un suspiro y una eternidad, hasta que unos pasos cercanos la hicieron retroceder y esconder las manos a la espalda. Sabía perfectamente que había estado a punto de volar por los aires con todo lo que la rodeaba y, desde entonces, su propia imaginación volvía hacia aquel momento de vez en cuando, en especial cuando se encontraba en un alto estado de excitación provocado por algún asunto explosivo de origen personal o judicial; era un recuerdo que se abría camino desde el pasado trayendo consigo una mezcla de miedo y tentación que recorría su imaginación como un escalofrío. Y, sin embargo, aquella imagen, de manera paradójica, la reconfortaba, hacía su miedo más aceptable, lo reconocía; pero estaba convencida de no desearlo, de que la imaginación iba por delante de la realidad, de que, en cierto modo, lo invocaba para poder poner distancia entre el hecho que lo provocaba y sus propias sensaciones. Sin embargo, la pregunta inocente y banal de Julia (¿por qué será que le gustas tanto a los criminales?) tenía una vuelta: ¿de dónde viene esa atracción que sientes por la gente maligna? Quizá ésa era la verdadera pregunta que Julia no se atrevía a hacerle.

Lo cierto era que a sus cuarenta y cinco años no había establecido aún una relación seria y profunda con un hombre; menos aún tan entregada en cuerpo y alma como lo fuera con su marido hasta que el velo se desprendió de sus ojos. Si bien el rechazo a toda relación compleja no era producto de una decisión meditada, sí lo era el dejarse llevar por un estado de permanente aplazamiento al que la falta de voluntad, o la comodidad, o ambas cosas, la habían acostumbrado. No es que no creyera en el amor (creyó firmemente en él durante su matrimonio), sino que lo había apartado del mismo modo que en un momento determinado apartó la idea de tener hijos. En este último caso, sin embargo, la decisión procedía de la opción que tomó en su momento de esperar para tenerlos a que sintiera consolidada su relación de pareja; decisión de la que tantas veces se había felicitado por su prudencia y su sentido de la responsabilidad. Sin embargo, pasado el bache depresivo que siguió a la ruptura, cuando emergió a su nueva vida de juez desde un pequeño pueblo de pescadores de la España tradicional, lo hizo sabiendo que no deseaba implicarse tan a fondo como lo había hecho; luego, su cuerpo le avisó de que el tiempo biológico de la procreación estaba ya lindando con el riesgo, y como el amor seguía estando lejos, nada podía hacer por sustraerse a su destino. Fue una elección dura cuya consecuencia afrontó con dolor y lucidez. Y aunque ya estaba hecha, la herida seguía sin cerrarse como tampoco la carencia de amor verdadero en su singular relación con los hombres. ¿Cobardía? ¿Comodidad? ¿Incapacidad? ¿Sabiduría? En todo caso era ya una opción perdida.

Mariana de Marco seguía siendo una mujer atractiva. No le habían pasado inadvertidas las miradas que le dedicaron los dos miembros más jóvenes del grupo que les había llamado la atención a la puerta del hotel. Tenía la cara más afilada, menos redondeada que cuando estaba en la treintena y en conjunto daba una impresión de firmeza y seguridad que se compadecía bien, según quienes la conocían, con su condición de juez. Lo cual —había llegado a pensar— debía de ser lo que la hacía más atractiva, más codiciable, a los ojos de ese tipo de hombre jactancioso, guapetón, castigador que frecuentaba y que, por el contrario, la imagen que se desprendía de la misma condición era la que intimidaba a los más caballerosos y educados. Su hermano Antonio, en una ocasión, le habló de la fascinación que sentía de pequeña por su tío Alfonso, un verdadero tarambana, pero no le parecía fijación suficiente para encauzar su vida del brazo de alegres calaveras y garbanzos negros que, por otra parte, resultaban ser triviales y vividores, pero no necesariamente malvados. La malignidad era otra cosa, se parecía menos a la noche que apuraban hasta el último céntimo los tipos como su tío que al relumbre plateado de un cuchillo empuñado en una calleja oscura. Esa imagen sí le recordaba a los reos de sus casos más duros y difíciles, cautivadores cada uno a su manera, pero verdaderas encarnaciones de la maldad. Nunca había logrado entender lo que escondían sus almas, más allá de las explicaciones racionales al uso. Pero su sensibilidad le susurraba que había un territorio ignoto al otro lado de esos diagnósticos de psicólogos, un territorio que se presentaba a su imaginación como un mefítico pantano donde aguardaban criaturas maléficas, dioses de un mundo secreto adonde aquellos personajes habían llegado para ser atrapados por una oscura, imperiosa e inexplicable fascinación que los abducía y despojaba de todo resto de conciencia y humanidad, y los volvía casi invencibles y también los convertía en seres irrecuperables.

Seres a los que ella tenía que dominar y abatir.

Probó a alejar de su cabeza estos negros pensamientos por medio de la lectura. A medida que se metía en ella, los malos pensamientos se alejaron como los murciélagos que echan a volar con la llegada de la noche. Al cabo de un rato, levantó los ojos de la página y sonrió para sí al reaparecer en su mente, en el espacio que los pensamientos oscuros dejaron vacío, la idea de que intimidaba a los hombres educados; ésa era la opinión de Julia, que se desesperaba viéndola desechar los que a ella le parecían novios presentables y adecuados. En fin, la polarizada situación entre guapos y caballeros debía de ser muy evidente, se dijo con deliberada frivolidad, porque todas sus amigas se posicionaban en el mismo bando que Julia mientras ella seguía en el otro, sola, divirtiéndose con fanfarrones insustanciales.

Julia se despertó de repente.

—¿En qué pensabas? —preguntó con gesto somnoliento.

—En el sexo —respondió Mariana con una sonrisa perversa.